Efaninefable
Se discute si Herodoto la menciona (de paso y veladamente) en el parágrafo 66 del segundo de los nueve libros de que constan sus Historias, relativo a los usos y costumbres de los egipcios. No es mi propósito resolver este antiguo enigma. Con desconocimiento casi exhaustivo del griego clásico y de las ciencias naturales, me atengo a observar que una mención pasajera convendría de maravilla a la innombrada creatura y que los velos, en sentido figurado, son parte esencial de su condición.
Hay quien sostiene que se trata de un ser inmaterial. Dicha opinión se funda acaso en las ambiguas referencias a él que se han detectado en la obra de autores tan disímbolos como Estrabón, Plinio el Viejo, Marco Polo, Charles Darwin, Charles Baudelaire y, entre nosotros, Carlos Monsiváis. Por mi parte, no soy de los que creen a ciegas en la inmaterialidad. Que carezcamos de un solo testimonio directo sobre la consistencia de esta creatura fugaz, que nadie hasta ahora se haya aventurado a describir con precisión su colorido, que ni siquiera podamos ponernos de acuerdo sobre el nombre que debería dársele, prueba que la percepción y el entendimiento humanos son falibles, no que la naturaleza sea incongruente.
La hipótesis menos improbable plantea que su existencia presupone la de los felinos domésticos. In principio erat felis catus, citan con pedantería quienes son de este parecer. Yo convivo con gatos desde hace veinticinco años. O mejor: he convivido a lo largo de un cuarto de siglo con dos gatas, una a la vez. Soy pues monógato, y con la autoridad de una constancia ejemplar aseguro que, de modo apenas perceptible y aún menos inteligible, un gato nunca está solo. Nunca jamás. Otra creatura inconsútil lo acompaña en cualquier momento dado, como la sombra al cuerpo. Salvo que en todos los demás casos conocidos la sombra no suele separarse, bajo ninguna circunstancia, del cuerpo que la proyecta por obra de la luz.
Lo cierto es que se ha creído discernir a esta inasible creatura sólo cuando un gato (o una gata) estaba presente. De ahí que se la llame “sombra del gato” o, en franco desafuero tautológico, “gato del gato”. Con igual irresponsabilidad podría llamársela “sombra de la sombra” y aun, como hizo Ezequiel Martínez Estrada con el ombú, “carne de la sombra”. El hecho mismo de llamarla de cualquier forma es sin embargo un atropello. Un exceso de la hubris nominalista. En su Old Possum’s Book of Practical Cats T.S. Eliot postula que un gato (o una gata) tiene tres nombres diferentes: el sensato y de uso diario, el peculiar y más digno, y el “inefable efable/ efaninefable”, hondo e inescrutablemente singular, que nadie sino el gato (o la gata) conoce. No es ilógico pensar que este nombre velado en la efaninefabilidad es el que cada gato (o gata) comparte con su otro yo.
Las características más notables de esta especie de sosias son todas negativas. No maúlla ni ronronea, no despide aroma alguno, tampoco está al alcance del tacto y nadie, que se sepa, ha gustado su sabor. Aun así, con todo y que adolece de tantas carencias, la creatura innombrable es sin duda gatuna. A primera vista (y por muchas veces que uno la vea, siempre tiene la sensación de verla a primera vista) uno está seguro de que lo que vio fugazmente era un gato (o una gata).
Yo empecé por verla de reojo, en los trances menos poéticos. Una vez la vi en la madrugada, al salir del baño; recuerdo una figura o más bien el conato de una figura inconfundiblemente felina que, demasiado cerca de mis pies, estuvo a punto de hacerme tropezar; recuerdo que unos segundos después, cuando volví a meterme entre las sábanas para proseguir con el sueño interrumpido por las ganas de orinar, mi gata me esperaba dormida sobre la cama. Otra vez vi a la creatura al atardecer, a mi regreso de una comida bien rociada de vino; recuerdo, al abrir la puerta de mi departamento, la sombra de una sombra gatuna que se escabullía por el pasillo en dirección a la terraza; también recuerdo, al instante siguiente, la estampa señorial de mi gata que se acercaba a mí contoneándose desde la dirección opuesta. De tales encuentros efímeros, multiplicados durante los últimos años, inferí que la gata de mi gata sólo me era asequible en estados crepusculares de conciencia, como el entresueño y la ebriedad, y que la gata original siempre andaba por ahí cuando ocurrían esos desdoblamientos.
Hoy tengo otras sospechas. En septiembre del año pasado, según mi costumbre, viajé una vez más a París. Mientras desempacaba en el mismo cuarto del mismo hotel donde me hospedo invariablemente, vi con nitidez cómo una forma felina se deslizaba de entre las maletas para desaparecer debajo de la cama. Me sobresalté: no porque mi visión de un gato (o una gata) que no estaba allí me pareciera insólita, sino porque mi gata, sedentaria inexorable, se había quedado como siempre en México, a nueve mil kilómetros de mí. No faltará quien atribuya esa experiencia a los efectos embotantes del jet-lag. Yo desde entonces no pierdo la esperanza de corroborar que la creatura efaninefable puede independizarse de sus modestos orígenes. ~
– Álvaro Uribe
Abestrús o morca
ABESTRÚS O MORCA: Ave originaria del Istmo de Tehuantepec que sólo ha sido fotografiada en una ocasión. Es quizá la mayor de las aves, si pájaro se puede llamar. A pesar de tener alas no vuela, tiene el cuerpo en forma cilíndrica. En cierta ocasión uno de esos ejemplares fue capturado en los alrededores del istmo –casi no quedan en esa región, ya que casi todas han emigrado al otro extremo, no se sabe con exactitud dónde– y llevado por un joven científico para ser estudiado en el pabellón de una casa en Juchitán. Allí fue descubierto por una fotógrafa sumamente reconocida, quien guarda en sus archivos –no se atreve a publicar las imágenes captadas, pues para la ciencia esa ave continúa siendo inexistente– las únicas tomas hechas a semejante animal. Antes de apretar el obturador de su cámara, la fotógrafa admiró durante interminables minutos al pájaro en cuestión. Se acercó a mirarlo con mayor detenimiento y advirtió que sus plumas eran celestes y blancas. El piso rosa pero en la punta llegaba casi al rojo. El joven científico le informó a la fotógrafa que se trataba del famoso pero desconocido pájaro que guarda los huevos debajo del ala. La que los empolla mientras camina. Cuando el joven científico habló, el ave se refugió en una esquina del pabellón, que le servía de guarida. El joven científico dijo que a pesar de ser una ave única, los investigadores no le hacían el menor caso. Es más, ni siquiera los comerciantes la ofrecían nunca en venta. Finalmente afirmó que su mayor desgracia no era llevar los huevos debajo de las alas, sino la presencia de pequeños dientes en el pico. Les suelen crecer en forma constante, y les causan graves sufrimientos cuando surgen las caries que siempre los terminan por atacar. Padecen tanto, que en esos momentos incluso puede sobrevenir de súbito la muerte. El investigador comentó con la fotógrafa que debería haber personas que se preocuparan por los dientes de esas aves. Le pidió entonces que hiciera una imagen de esas piezas dentales. Aunque parecía desear –no se sabe por qué el científico daba la impresión de querer algo semejante– someter al pájaro a una sesión de radiografía. La fotógrafa aceptó y juntos fueron con el ave –no se tiene una idea exacta de su tamaño, para algunos es un pájaro gigantesco y para otros su tamaño no excede el común– hasta el hospital regional, donde sometieron al animal a una radiografía de cuerpo entero. La fotógrafa tomó después la foto de la radiografía del pájaro. En efecto, las placas corroboraron que los dientes del pico eran algo sumamente anormal. Pero la foto de la radiografía le reveló a la fotógrafa otros asuntos. En ese momento vio que a pesar de las apariencias –era algo penoso ver los grandes dientes sobresaliendo del pico y las alas engordadas por la oculta presencia de los huevos– el ave era feliz. Los dientes constituían una suerte de eficaz regulador de edad, con el que no cuentan otras especies, especialmente la humana. Cuando caen por completo o cuando se vuelven inservibles, con sus puntas romas o resquebrajadas, esos pájaros saben que es el momento de abandonar el mundo. Esas aves, a pesar de que nadie, aparte del joven científico y la fotógrafa, las ha visto, y que sólo hay testimonio de su existencia por una imagen que aparece en el libro Eyes to flight with, acostumbran nadar por los alrededores de puertos desconocidos para la mayoría. Sucios y congestionados. Suele haber entre los muelles cierta cantidad de barcas que a una hora determinada se hacen todas a la mar. Es el momento que aprovechan las aves, llamadas abestruces por unos y morcas por otros, para intercambiar unas con otras los huevos que llevan debajo de las alas. ~
– Mario Bellatin
El animal de Alejandro
Para Gabriel
Podemos imaginar un Alejandro Magno etnólogo, esotérico, entusiasta tal vez. ¿Buscaba la verdad?; ¿estaba harto del engaño? ¿O quería halagarse a sí mismo? ¿O era tan grande que podía preguntarle a quien quisiera lo que quisiese? (Inclinémonos ante esta opción.)
Los halló en las márgenes de un terso riachuelo, ascéticas garzas bajo el árbol banyam. Eran los gimnosofistas, “ciertos filósofos de la India, dichos así porque andaban desnudos y habitaban en el monte, sin entrar en poblado, por huir de toda ocasión de regalo y vicio. De Alejandro Magno se cuenta que habiendo topado con estos, le afearon con gran libertad su codicia y los latrocinios que hacía por todo el Oriente, olvidado de que era hombre mortal como los demás”.
Y Alejandro les hizo sus preguntas (Alejandro tuvo casi siempre suerte adversa con los filósofos. La fuente es Plutarco; algo más puedes hallar en las Disputas tusculanas y en Plinio). Y, entre otras cosas, preguntó a estos sabios que cuál sería el animal más astuto de todos. Los de la India le respondieron que sería aquel que ningún hombre hubiera jamás visto: ese era el animal más astuto de todos.
Los de la India se quedaron desnudamente a pie y Alejandro partió a mayor gloria pensando que tal vez a él le fuera dado descubrir al animal más astuto de todos, pero no lo logró.
Desde entonces vanos esfuerzos se han hecho para hallarlo. Y, aunque nadie lo ha visto, abundaron en ciertas épocas sus descripciones. Quién, en el siglo II, lo imaginó como un caballo alado y de aire y de fuego; quién, en el siglo VII, lo imaginó como una poderosa serpiente que muerde los cimientos de la tierra; en Urbino Paolo Ucello estuvo a punto de pintarlo; y hubo quien, al llegar a la América Septentrional, creyó entreverlo en un bosque de oyameles; y quien en el siglo XIX lo asió casi entre las aves del paraíso. Tanto el okapi como la sagrada tortuga vietnamita pueden acercarse a esa imagen que no conocemos, porque no hemos visto; pero fueron hallados, uno en el siglo XX, la otra en el XXI. Hay quien lo imaginó espongiforme, o medúsico, o, siguiendo a Herschel, infinitesimal.
Nadie lo ha encontrado. Pero se sabe que hay uno, que no sabemos dónde está, que nadie ha podido ver nunca y que es el animal más astuto del mundo.
Ese es el magno animal de Alejandro. ~
– Pablo Soler Frost
El oblivisco
Tras juzgar que la credulidad humana había alcanzado una suerte de límite, Joris-Karl Huysmans vaticinó la extinción del monstruo, el declive de su potencial de espanto. Convencido de que la creación de prodigios mediante la equivocada posición de sus partes tiene algo de cansino –es una rama trivial del ensamblaje y la combinatoria–, Huysmans escribe que la decadencia del monstruo empezó cuando se incorporaron utensilios de cocina en su elaboración. El ensayo que le dedica “a esos cuerpos sospechosos de ser animales” data de finales del siglo XIX. Es anterior al Odradek de Kafka, formado por lo que parecen retazos anudados e hilos; también es anterior a las películas de monstruos de serie B, en cuya fauna impera la disonancia, la exageración y la incongruencia, “burlescamente dispuestas y demasiado ficticias”.
Lo que repele a Huysmans es la facilidad de la mezcolanza pero también la confusión improcedente entre los reinos. Un monstruo en el que conviven lo animal y lo vegetal sólo prefigura otros seres fantásticos en los que se echará mano del papel aluminio y las cucharas. No sé qué habría pensado del oblivisco, un animal que se alimenta de polvo y pelusa, pero que según algunos está literalmente conformado de polvo y pelusa.
El oblivisco –o monstruo del desván– es una criatura frágil que se desbarata entre las manos. Al igual que ratones y cucarachas es un animal doméstico, en el sentido lato de que crece al interior de las casas, en alacenas y covachas descuidadas. No soporta el ruido ni la luz, de allí que prospere en lugares inaccesibles; dicen que no hay mejor sitio para una plaga de obliviscos que una mansión abandonada.
El oblivisco (Obliviscus silentis) es una criatura horizontal, de pocos milímetros de espesor, que se extiende sobre la superficie de los estantes o los muebles. En apariencia inerte, su movimiento es meramente expansivo, como el de ciertos hongos y algas. Medra colonizando nuevos territorios a la manera de una mancha. Llega a alcanzar los tres o cuatro metros de longitud, siempre con un peso ínfimo. Carece de ojos y extremidades, si bien a partir de sus reacciones espasmódicas a la luz del sol se infiere que todo él es una especie de ojo primitivo, una distendida membrana sensible.
Según la creencia popular se alimenta de olvido; las investigaciones científicas corrigen que su alimento principal son las células muertas que viajan en el polvo, la humedad del ambiente y toda clase de sustancias pilosas, en particular pestañas humanas y pelo de gato. Su aparato digestivo es rudimentario y opera gracias a un proceso simultáneo de endósmosis y exósmosis, a través del cual transfiere a su epidermis, en su mayoría intactas, las partículas que ingiere. Muchos desprevenidos confunden al oblivisco con una capa quizá demasiado espesa y abundante de polvo, y no vacilan en pasar sobre su delicado lomo el trapo de la limpieza.
Silencio y oscuridad son condiciones necesarias de su hábitat. Pese al inminente peligro de desmembramiento, el oblivisco no rehúye la caricia, siempre y cuando sea de tipo flotante, casi imperceptible, un deslizarse de la mano sobre el aire cálido que rodea su estructura. Lo parasitan ácaros y otros agentes patógenos, por lo cual los médicos lo desaconsejan como mascota; pero se sabe de ciertos temperamentos melancólicos que gozan de matar las tardes en su compañía.
Se ignora si duerme o si dormir es lo único que hace en la vida. Sus signos vitales son tan insondables como los de la felpa y se mantienen casi sin variación a lo largo de los días. Es inútil espiar a un oblivisco con el fin de descubrir sus movimientos. Sólo se esponja y desenvuelve cuando nos olvidamos de que existe. ~
– Luigi Amara