Cárcel de mujeres

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Rejas. Cadenas. Candados. Alambradas y púas y pisos de cemento y muros como cajas para encerrar mujeres. Es más bien el infierno. Los botes de basura que la "justicia" agolpa en rincones del mundo, en esquinas del tiempo. Justicia entre comillas, para no entrar a fondo en el problema del qué hacer o no hacer con aquellas que ofenden y marchitan nuestra vida en común.
     La cámara piadosa de Jane Evelyn Atwood, nacida en Nueva York en el 47, nos pone atenazados frente al agrio paisaje de las mujeres presas.

Aquí están unas cuantas de las muchas que ha visto en su viaje al tormento. Todas son blanco y negro en obediencia al luto de su punto final. Todas son de a de veras, sin dar tiempo a los ojos a argumentar la inevitable contundencia del castigo, más fuerte que la pena merecida.

Porque se enfría la culpa cuando la cárcel llega. Porque la rabia que produce un crimen, por monstruoso que sea al percibirlo, se convierte de pronto en una lágrima rota mucho antes de gotear contra el cemento.
     No es cosa de ponerse a gemir sino a mirar el racimo de brazos cercenados por huellas de jeringas o cadenas o sabe Dios qué clase de suplicios.

Es cosa de pararse a imaginar la vida que pudo ser distinta de esa mujer guiñapo, caricatura de sí misma, frente a su carcelera fresca con su mata de pelo recogido. O ese brazo feroz en la visita conyugal —se piensa— donde los dedos trenzan, anudan y colapsan un proyecto incendiario de coitos imposibles. Duele soñar el sueño de esa mujer de nalga apetitosa, amontonada allí, en las literas de una celda de cuatro desdichadas sin futuro pendiente.

Las sombras cuadriculan el cuerpo de una más, que nada o todo espera. Y un poco más allá, al concluir el viaje, poco después de atravesar el patio donde se enjaulan vidas en celdas de castigo (el militar vigila; vertical domador de su jauría), un poco más allá se presenta por fin la mirada inmortal de Monalisa.

Desde el Louvre a la cárcel. Desde el pincel agudo de Leonardo hasta Jane Evelyn con el clic de su cámara. La geometría de rejas articula y esconde la mitad de ese rostro de mujer inasible. No se ve su sonrisa —enigmática dicen—, pero su ojo abierto es esquina a la derecha para expresarlo todo: dolor o indiferencia, resignación, nostalgia, quizás un odio ciego cuyo puño enfundado pierde foco y se nubla apenitas cuando avanza.

Bellísima mujer tan sin embargo. Tan de todos los días, según parece. Tan como tú o cualquiera que la mira atrapada en el instante mismo de un disparo de luz.
     La cárcel no es remedio, dice Jane Evelyn después de transitar investigando, hurgando, espiando a las mujeres que padecen las rejas. No es solución de nada. Es un castigo que se vuelve culpa.

Una ira que acaba en condolencia. Un golpe que regresa en bofetada.
     Aquí, sólo una muestra de lo que hay para sentir no sé. Suficiente quizá para asomarse a un hoyo del que nadie se salva: ni el que está ni el que mira, ni el que es ni el que observa, ni el que se queda ahí mientras el otro, inevitablemente, después de su piedad, su asombro, su hastío o su impaciencia, se ensaliva el pulgar y da vuelta a la página. –

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