La muerte de Yehuda Amijái (1924-2000) dejó a Israel, un país pródigo en poetas y en lectores de poesía, sin su poeta nacional. Amijái comenzó siendo la voz de la juventud israelí de los cincuentas, ávida de leer cambios de estilo que
fueran representativos de una nueva mentalidad, irónica y desenfadada. Pero llegó a ser, con el paso de las décadas, también un portavoz de la condición judía contemporánea, más allá de la realidad israelí, y todavía más, ensanchando el horizonte de su voz, uno de los mejores poetas del siglo xx. Amijái logró articular detrás de la sencillez de sus versos una experiencia intrincada. Sin proponerse eludir los designios sobre el fin de la poesía después del Holocausto, Amijái invirtió el silencio haciendo inteligible a los lectores y hombres de su mundo qué significa
ser un judío israelí en el siglo xx. La conciencia de la muerte recorre su obra sin dramatismos, como el marco natural que encuadra el paisaje de su vida. Y el paisaje está hecho de momentos humanos en primer plano, una ampliación fotográfica de su intimidad con una mirada nada simple, pues captura su vida en la memoria de su pueblo. Esto le confiere una dimension histórica a los detalles de su vida personal que lo convierten en un hombre del siglo, un poeta del mundo que le tocó vivir.
Y todo está dicho con un discurso espontáneo en el que voces milenarias, de la liturgia hebrea, regresan para describir situaciones de la vida moderna. La densidad histórica y cultural del pueblo judío, presente en la lengua hebrea, cambia su peso original en la poesía de Yehuda Amijái, quien transmuta el pasado en un presente vitalizado, que mira hacia otros lados.
Hablar sin gritar, denunciar sin acusar, poner lo inefable al alcance de todos, revertir el tiempo de la lengua hebrea hacia adelante y hacia atrás, hacer sonar la historia de un pueblo en el instrumento de una vida, esas fueron algunas de sus grandezas. – — Claudia Kerik
Cuatro poemas
Confío con absoluta fe en la resurrección de los muertos pues,
como un hombre que pide retornar a un lugar amado deja
a propósito un libro, un cesto, unos anteojos, una foto pequeña
que le sirva de pretexto para volver, así los muertos dejan
la vida y vuelven.
Una vez estuve parado a lo lejos en la neblina de otoño
en un cementerio judío abandonado, pero que sus muertos no abandonaron.
El jardinero era un experto en flores y estaciones
pero nada sabía de los judíos enterrados,
y aun así dijo: se entrenan cada noche para la resurrección.
*
Quiero vivir hasta que las palabras en mi boca no sean más
que movimientos y consonantes, tal vez sólo movimientos, sonidos suaves.
El alma que llevo adentro es ahora la última lengua extranjera que estudio.
Y quiero vivir hasta que todos los números sean sagrados,
no sólo el uno, no sólo el siete ni solamente el doce o el tres,
sino todos los números, veintitrés los caídos en la batalla de Huleikahat,
diecisiete kilómetros hasta el lugar encantado, treinta y cuatro
noches, ciento veintinueve días de gracia, mil trescientos años
de velocidad de la luz, cuarenta y tres momentos de felicidad
(y el número de años de mi vida sigue siendo X). Una historia de cuatro mil
años en los cuarenta y cinco minutos del examen final de la escuela.
Y no hay número para las noches y los días —pero habrán de tenerlo.
Y hasta el infinito será sagrado y entonces descansaré un reposo eterno.
*
Sobre mi escritorio hay una piedra sobre la que está grabado Amén, un trozo que sobrevivió entre millares de fragmentos de lápidas rotas
en los cementerios judíos. Y yo sé que todos estos fragmentos
integran ahora la gran bomba de tiempo judía
con el resto de trizas y trozos, los de las tablas de la ley,
los pedazos de altares y de cruces y clavos de crucifixión oxidados
junto con trizas de utensilios domésticos y piezas sagradas y restos de huesos,
y zapatos y anteojos y órganos artificiales y dentaduras postizas
y latas vacías de venenos letales. Todos estos pedazos
conforman la bomba de tiempo judía hasta el final de los días,
y a pesar de que sé de todos ellos y sé también del fin de los tiempos,
esta piedra sobre mi escritorio me da tranquilidad,
es una piedra de la verdad sin sustituto,
la más inteligente de las piedras, piedra de una lápida rota
entera sin embargo más que ninguna.
Un testimonio de todas las cosas que por siempre fueron
y para siempre serán, una piedra de Amén y de amor.
Amén, Amén, quiera Dios.
*
Detrás de cada cosa que hago
marchan, como en los funerales, el niño que fui hace años,
el muchacho en su primer amor, el soldado que fui
en aquellos días y el hombre de pelo gris que fui hace una hora.
Y otros más, también extraños, que fui y olvidé
y uno de ellos quizás una mujer.
Y van todos juntos con labios que se mueven y recuerdan
y todos juntos con ojos húmedos y brillosos
y todos dicen las palabras de consuelo tomadas del Libro
y todos de nuevo se van a sus asuntos y a sus tiempos,
como en los funerales.
Y uno le dijo a su amigo: La tarea primordial
de la industria actual es crear materiales
tan fuertes como livianos.
Así dijo llorando y se fue por su camino,
como en los funerales. –
(Würzburg, Alemania, 1924-Jerusalén, 2000) es uno de los grandes poetas contemporáneos en lengua hebrea.