Dejar de fumar

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Cuentan que en cierta ocasión Axel Munthe (el autor de La historia de San Michele) se encontraba medio dormido en su bella casa de la isla de Capri cuando "sintió" de repente que una cara lo miraba desde el fondo del mar. Entonces dirigió su telescopio a un punto pálido alejado de la orilla y vio una cabeza de mármol de medusa que terminó colgando en la pared de su escritorio.
     Yo estaba fumando el otro día en mi casa de Barcelona y miraba la amplia vista que puede verse de la ciudad desde mi ventana y de pronto "sentí" un extraño horror a mi domicilio y la llamada de la sirena de un barco que en aquel momento estaba entrando en el puerto de Barcelona. Dejé de fumar instantáneamente, paralizado por la sensación de que era urgente "romper el cristal de la ventana" (que decía Goethe) y salir de viaje, dejar de fumar (decisión que llevaba días retrasando), abandonar por un tiempo el humo estancado de mi domicilio.
     Llamé a un amigo que atiende siempre a mis preguntas más absurdas y le pregunté qué lugar le parecía idóneo para dejar de fumar. "Estados Unidos", me contestó sin vacilar. Dudó más cuando le pregunté qué lugar de Estados Unidos. Como no se decidía a responderme, le conté que acababa de oír la sirena de un barco que estaba entrando en el puerto. "Ve a Chicago —dijo mi amigo— y toma un barco que te adentre en el Lago Michigan".
     El primer día de junio de este año fui a Chicago para dejar de fumar. Me hospedé en el Allerton, donde elegí una habitación para no fumadores, uno de esos cuartos de hotel en los que si uno enciende un cigarrillo se dispara de inmediato una sirena (poco parecida a la de un barco) en el pasillo y, aparte del momento de vergüenza que vives, te cae una multa de doscientos dólares.
     Cuando llegué a Chicago el calor y la humedad eran insoportables. El clima de esta ciudad es muy duro en invierno —se hiela el Lago Michigan y se alcanzan temperaturas de 25 grados bajo cero— mientras que en primavera y verano el calor y la alta humedad suelen ser asfixiantes. En invierno la llamada ciudad del viento se convierte en un manto de nieve que hace tan peligrosas las calles, que el Ayuntamiento coloca largas cuerdas en ellas para que los transeúntes tengan a qué agarrarse y eviten resbalones. Pero yo llegué en plena canícula asfixiante y pensé que el clima de los cuatro días que me esperaban en Chicago —mi presupuesto no alcanzaba para más, el euro no vale gran cosa ante el dólar— no iba a conocer variaciones. Me equivoqué en esto tanto como en suponer que la ciudad de Eliot Ness era idónea para dejar de fumar.
     "Dudo que lo consiga", me había ya dicho un taxista mexicano al explicarle qué había ido a hacer a Chicago. Tenía bastante razón. Ya en el mismo día de la llegada, fui a cenar al Miller's Bar —un tugurio mítico por haber contado entre su clientela más entusiasta con Humphrey Bogart y Frank Sinatra, por no hablar de Al Capone—, donde uno hace el ridículo más espantoso si no fuma. A la mañana siguiente, el tiempo había cambiado, se había suavizado el clima. No sabía que iba a suavizarse mucho más, fumaba yo por esas calles pensando que no tardarían en volver la asfixia y la humedad, fumaba por esas calles admirando —visualmente Chicago es espléndida— la imaginación de arquitectos históricos como Roof, Holabird, Sullivan and Wright, que aportaron a la ciudad arrasada por el Gran Incendio de 1871 —¿tanto se fumaba entonces en aquel lugar?—  grandes e innovadoras ideas para rascacielos. Y es que de pronto un pueblo ganadero del medio oeste se convirtió en el sitio de nacimiento de todo tipo de novedades arquitectónicas. Del caos los ganaderos hicieron surgir la cultura.
     Chicago. Caos, creatividad y cultura. En cuestión de vitalidad artística le vence por diez a cero a Barcelona, pues no creo que nadie pueda ganar a aquellos ganaderos con espíritu de ganadores.
     Al día siguiente de mi deslumbramiento arquitectónico, dejé de fumar por consejo de mi amigo Timothy Jones, el botones del hotel, un joven con muchos galardones, entre ellos el Hospitalidad Harper de 1996 y el Botones del Año de 1997. Timothy Jones fue el que me informó que el tiempo iba a empeorar progresivamente, como así sucedió. Con el paraguas rojo que me prestó, me dediqué a ver todo lo que él me había recomendado: Water Tower, Chicago Place, el lujo de la Milla de Oro, la skyline vista en la línea del horizonte de un barco que se adentra en el lago Michigan, la ruta de Al Capone (en autobús), los barrios de Greektown y Chinatown, el hall del legendario Chicago Tribune, la gran biblioteca nueva de la ciudad, las largas calles del barrio mexicano, el fascinante Art Institute.
     ¿Se acuerdan de Joseph Conrad que, en su viaje al Congo, iba haciendo el descubrimiento paulatino de la locura colonial? Yo fui descubriendo, primero de forma pausada y luego acelerada, la evolución enloquecida del clima de Chicago.
     El último día por la noche. La tormenta era alucinante mientras nos dirigíamos —un taxista mexicano, mi amigo Antoni Munné y yo— a un barrio peligroso donde podía oírse el mejor blues de la ciudad. Toda idea de peligro desaparecía en cuanto entrabas en aquel bar de blues. Allí, a pocos kilómetros de la casa natal de Hemingway, en un club de blues invadido por un humo azul, fui vencido por la tentación de un tabaco imprescindible para escuchar a Johnny B. Moore en su emocionante homenaje a Muddy Waters.
     De vuelta al hotel, tras un viaje de retorno épico bajo la tormenta que anunciaba nieve para el día siguiente, vi humo bajo la puerta de mi cuarto mientras escuchaba en la radio a Mojo Mama y Willie Dixon. Me dormí soñando blues. Cuando desperté ocho horas después, el mal tiempo seguía allí. Estaban ya preparando —no lo vi pero me lo dijeron— las cuerdas para las transeúntes cuando pedí  el taxi para el aeropuerto, me despedí de Timothy Jones, volé con la tormenta que se desplazaba hacia Barcelona y llegué a mi ciudad en una terrible madrugada de lluvia y viento —que causó una grave catástrofe sobre la montaña de Montserrat, centro espiritual de Cataluña—, una madrugada terrorífica que no me inquietó porque andaba sólo preocupado por la urgencia típica del aficionado al blues: fumar hasta el amanecer.
     Así fue. Fumé en casa hasta que amaneció. De bocanada de humo en bocanada, vi cómo lentamente iba disolviéndose —aunque sólo fuera provisionalmente— aquel horror al domicilio que me había arrastrado a Chicago, ciudad que mentalmente se había convertido para mí en una gran fotografía que colgaba de la pared de mi escritorio de triste escritor sedentario. –

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