Delillo, treinta años después

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La escena con la que abre Cosmópolis es la de un hombre que lleva varias noches sin poder dormir. Para paliar su insomnio no toma pastillas, no sale a caminar, no llama a nadie en la madrugada porque, aunque tuviera un amigo, no tendría nada qué decirle. Se limita a intentar leer a Goethe y a Einstein, en alemán, por supuesto, o a desplazarse, entre el estanque con tiburones, la alberca y el gimnasio, por los rincones de su amplísimo departamento de tres pisos y 48 recámaras situado en el pleno centro de Manhattan (ciento cuatro millones de dólares). Obviamente Eric Packer, el protagonista, es multimillonario. Además es joven (veintiocho años) y muy popular. Se dedica a especular con divisas y, sorprendido y escéptico por la al parecer incontenible alza del yen japonés, ha invertido toda su fortuna (y es literal: absolutamente “toda”; incluso invertirá luego la de su recién adquirida esposa, quien es quizá tan rica como él, pero de abolengo), en la apuesta de que el precio del yen caiga. Pero no es ni su matrimonio reciente (veintidós días apenas) y aún no consumado, ni la posibilidad de perder su fortuna en su carrera contra el yen lo que le quita el sueño a Eric Packer. Es otra cosa, innombrable, amorfa, como la furia, como el desasosiego…
     En ésta, su décimo tercera novela, el narrador neoyorquino Don DeLillo (1936) retoma la estafeta de la primera, Americana (1971, publicada recientemente en español, como otros libros del mismo autor, por editorial Circe), gracias a la cual Joyce Carol Oates, la prestigiada crítica literaria, se refería al escritor primerizo como un narrador de una “percepción estremecedora”. Americana es la historia de un viaje, largo y sin regreso. El protagonista, David Bell —joven y exitoso ejecutivo en la glamorosa industria de la televisión—, emprende un viaje en auto rumbo al desierto para estudiar la factibilidad de que su compañía realice un programa sobre los indios navajos. Sin embargo, su verdadera intención es alejarse de su monótona e insatisfactoria vida cotidiana. Lo tiene todo: dinero, mujeres, éxito, hasta el amor sincero de su fiel ex esposa, la entrañable Meredith Walker, que por azar vive en el mismo edificio. Es tal su soberbia y altanería que la gente en la calle ha llegado a pedirle a David Bell su autógrafo diciendo: “Usted debe de ser alguien.” No es que David desprecie lo que tiene, que no es poco. Ocurre algo intrigante: en lo profundo de su interior palpita la insatisfacción. Por eso emprende este viaje del que no volverá ileso.
     El viaje de Eric Packer, en Cosmópolis, se lleva a cabo en un día. No se requieren las semanas que David Bell se tomó en Americana para recorrer Estados Unidos, por una razón simple: Packer atravesará, de punta a punta, la ciudad de Nueva York, que ya de por sí es más compleja que cualquier país, el día en que el presidente de la nación hace un recorrido y prácticamente la mitad de las calles están “borradas del mapa”; y además, por si no bastara con las manifestaciones y protestas que la visita del primer mandatario propicia, se lleva a cabo un impresionante desfile funerario de fanáticos de la música del rapero sufí Brutha Fez, que acompañan el féretro de su ídolo, el cual va escoltado por seis guardaespaldas. DeLillo es un amante de las aglomeraciones, encuentra en ellas toda la complejidad de las posibilidades humanas, pasadas —de la memoria ancestral— y futuras. Quizá la apoteosis de esto se lleva a cabo en su libro Mao II (1991).
     Tampoco necesitó DeLillo cuatrocientas páginas, como en Americana, para describir las aventuras del periplo, que son menos que en Cosmópolis. Bastó con la mitad, cosa que John Updike agradeció sobremanera en una reseña publicada en The New Yorker, seguramente pensando, aunque sin mencionarlo, en otro librote de DeLillo: Underworld (1997), que tiene seiscientas.
     En treinta años, DeLillo ha depurado su estilo al máximo. Sus frases son cortas y precisas. No da ningún rodeo ni ninguna descripción extra. Va directo al grano. Americana era una sucesión de metáforas, de largas reflexiones repletas de máximas y detalles. Se trata de una escritura barroca que roza los linderos de la prosa poética. Cosmópolis, en cambio, si bien conserva ese toque poético y esas sentencias lapidarias impresionantemente lúcidas, tan características de la escritura de DeLillo, es un libro basado en los hechos concretos imprescindibles.
     De pronto, entre la bruma del insomnio, Eric Packer tiene un momento de inspiración: lo que necesita es un corte de pelo. Ésa es la chispa que lo hace subir a su blanca limousine extralarga, equipada con el más sofisticado sistema de monitores e intercomunicadores satelitales, además de comodidades y veleidades inimaginables (baño y piso de mármol de Carrara), para cruzar de un extremo a otro una enloquecida ciudad imposible.
     ¿Qué mueve en realidad a Eric? Cuando, hacia el final de la novela, llegamos a la peluquería, entendemos algunas cosas. El fuego que atormenta el interior de este superhombre estadounidense es el misterio latente, irresoluble, de la propia existencia, que —como a Daniel Bell, en Americana, a Henderson, en la novela de Saul Bellow, y a Malik Solanka en Furia de Salman Rushdie— a Eric Packer se le ha despertado. Eric está completamente perdido. En ese universo perfecto en el que puede tener cualquier cosa que desee, en el que incluso tiene cierto control sobre el mundo real, su cuerpo y su mente están dispersos, esparcidos en diminutos fragmentos. No hay nada sólido de lo que pueda asirse para sentir que está vivo. Entonces busca a Anthony, un viejo peluquero de los barrios bajos, de donde él, el gran millonario, procede —como el propio DeLillo, que es originario de la comunidad italiana del Bronx—, para que, en su sucio y deteriorado establecimiento, le ofrezca un trago, un bocado, y le diga “las mismas palabras”. El corazón de Eric Packer vuelve a producir unos latidos leves, su alma se enciende de nuevo, cierra los ojos y logra por fin conciliar el sueño. Anthony es un pilar, inamovible, infalible, de su pasado, como lo es para David Bell su ex esposa Merry, a quien está destinada la franca sonrisa de la última línea de Americana, cuando David vuelve de su viaje, habiendo perdido absolutamente todo lo que tenía y una mujer se le acerca para pedirle un autógrafo.
     La vida de Eric, sin embargo, no tiene remedio. Desde el inicio de la novela sabemos que hay alguien que quiere matarlo. Ha recibido una serie de amenazas de muerte y sus guardaespaldas poco a poco lo han dejado solo. (En los funerales de Brutha Fez piensa: “Guardaespaldas incluso después de muerto, cool.”) Ni siquiera el poderoso y complicado sistema de su reloj lo ayudará, sino como un espejo para ver, como le dice su verdugo, que lleva “muchos siglos muerto”; ni el viejo revólver que le da Anthony podrá salvarlo.
     Cosmópolis está dedicada a Paul Auster como una suerte de mensaje, quizá en referencia a su trilogía de Nueva York; pero, como el propio DeLillo dice, “no la escribí para él”. A pesar de que fue publicada en 2003, se sitúa en abril del 2000. DeLillo estaba por entregarla a su editor a finales de 2001, cuando ocurrieron los ataques terroristas del 11 de septiembre. Sin embargo, a pesar de que se podría decir que el personaje central del libro, sobre Eric Packer, es la ciudad de Nueva York, decidió no modificar su argumento ni un ápice. “Preferí —dice— escribir un libro [En las ruinas del futuro, 2001] en el que dije todo lo que tenía que decir sobre eso, aunque es obvio que lo sucedido está registrado de alguna manera en el final de la novela.” ~

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