Últimamente vivo en la constante necesidad de la huida y del encuentro feliz que suele esconderse tras todo viaje repentino. Hace unos días, una vecina me dijo que me había visto en la radio. De inmediato, sentí la necesidad de salir disparado de allí, la necesidad de la huida fulminante. Decidí entrar en una agencia de viajes y marcharme a un lugar bien raro, tomar un avión y encontrarme al cabo de unas horas en la luz, la dulzura, la calma de un país extraño.
Horas después, partía hacia las islas Azores. De las Azores lo primero que se ve es que no se ven. Al menos, eso es lo que me ocurrió a mí al llegar a la isla de Sao Miguel, que estaba cubierta por una densa niebla y azotada por un viento potente.
Montes de fuego, viento y soledad: esto son las Azores. En pleno Océano Atlántico, aproximadamente a medio camino entre Europa y América, lejos de un continente y del otro, estas islas son la lejanía misma, y tal vez su gran embrujo resida en esa sensación impresionante de lejanía que siente quien las visita.
Las islas Azores son nueve y son todas muy raras, sobre todo la de Corvo, que tiene sólo 236 habitantes y donde hay un único cajero automático, que suele enviarte al cajero más próximo, es decir, a la isla más cercana.
Las islas de Pico (con su imponente volcán de dos mil metros de altura), Horta (con el mítico Café Sport) y Flores son las más bellas e inquietantes. El Peter's Bar (así es conocido popularmente el Café Sport) es uno de los diez mejores bares del mundo según Newsweek y sobre él ha escrito Antonio Tabucchi en Dama de Porto Pim que es algo intermedio entre una taberna, un lugar de encuentro, una agencia de información y una oficina postal. Deberían haber rodado en él Casablanca porque es el lugar ideal para que suene As time goes by. Es un templo natural del gin-tonic y del licor de maracuyá, y es frecuentado por todo tipo de señores de la aventura: desde los antiguos balleneros de Pico hasta la gente de los barcos que hacen la travesía atlántica. Del tablón de madera de este bar penden notas, telegramas, cartas a la espera de que alguien vaya a reclamarlas, dibujos de barcos con frases que parecen mensajes embotellados de náufragos que algún día partieron en busca de la Atlántida, el continente perdido del que se dice que las Azores son sus restos.
Escuché del encantador Peter en el Peter's Bar historias de espionaje de la Segunda Guerra Mundial, de cuando las islas eran un lugar estratégico y eran punto de abastecimiento de los barcos aliados y de los aviones de Pan-América (los famosos clippers) que fondeaban en la bahía de Horta, frente al Café Sport.
La última noche que pasé en el Peter's Bar fue inolvidable. Junto a mi amigo Urbano Bettencourt escritor azoriano levantamos los vasos en un brindis por todos los viajeros que tienen buenos vientos pero también por aquellos navegantes que ya murieron y cuyas almas de difuntos, a las que allí llaman alminhas, se refugian, según los isleños, en el fondo de los pozos y de los patios, y su voz es el canto de los grillos.
Después regresé a Sao Miguel y a su capital, Ponta Delgada. Quería sentarme en el banco que hay junto al convento de la Esperança, el banco en el que Antero de Quental el más grande de los poetas de las Azores se llevó un revólver a la boca y se mató. Trágico y raro, Antero de Quental se sintió toda la vida dominado por un "ansia impotente de infinito"; estudió en Coimbra y viajó a París, donde soñó con una federación ibérica revolucionaria (Bakunin era su maestro) que incluiría a las lejanas Azores, su patria. Fracasada su utopía política, regresó a Ponta Delgada y, una mañana de sol feroz, bajo un ancla azul dibujada en la pared encalada del convento de la Esperança, se disparó un tiro desesperado en la boca. El ancla azul sigue ahí, dibujada como entonces. Yo me senté silenciosamente en el banco y miré lo último que miró el difunto poeta: un mar de un azul profundo, casi increíble. Después, me despedí del ancla azul, y me marché de allí con la impresión de haber vivido o revivido un momento inolvidable: el encuentro feliz que suele esconderse tras todo viaje repentino. Me fui directo al cementerio a visitar la tumba del poeta, y de allí directamente al aeropuerto. Mientras regresaba a Barcelona, volví a sentir lo que creía ya olvidado: la constante necesidad de la huida. –