El Mago de (San J) Oz(é)

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Luis González recibió hace poco la Medalla “Belisario Domínguez” correspondiente al año tres del milenio en curso. Nací, históricamente hablando, bajo la buena estrella de Luis González. En 1964, Fernand Braudel, el glorioso cacique de la historiografía francesa del momento, me sometió a una ruda prueba, cuando me dio a reseñar los primeros tomos de la Historia moderna de México. Aprendí entonces los primeros rudimentos de español y se me grabó el gran capítulo, de hecho un verdadero libro, intitulado “La tierra y el hombre”. No sabía que al año siguiente, cuando llegaría al Colegio de México gracias a J.B. Duroselle y a don Silvio (Zavala), mi “jefe” sería precisamente Luis González, el autor de “La tierra y el hombre”. Tenía entonces cuarenta años, un bigote y un mechón negro que lo hacía parecerse a Clark Gable. Experimenté enseguida su aguda inteligencia, su irreverencia y su gran generosidad, redoblada por la de su esposa Armida de la Vara.
     A las pocas semanas, me llevó a San José de Gracia, su pueblo natal, tan importante para él como San Gabriel para Juan Rulfo o Zapotlán el Grande para Juan José Arreola. Conociendo a esos rancheros, sus parientes, a sus padres don Luis y doña José, a sus tíos y tías, doña Rosa, doña María, don Bernardo, el Padre Federico, entendí a Luis González. Su mamá me contó cómo, en tiempo de la Revolución, tuvieron que salir huyendo, abandonando todo, “salir con lo puesto” y con el niño Luis. San José, junto con otros pueblos vecinos, se había levantado en 1927 contra el gobierno de don Plutarco, para defender su fe y sus tradiciones. El pueblo pagó caro semejante atrevimiento. El ejército federal respondió con la orden de expulsar a ancianos, mujeres, niños, ganado y perros que seguían viviendo en San José. Se les concedió un día entero para que abandonaran sus casas y pertenencias. Enseguida el caserío fue incendiado. Don Luis, doña José y su niñito anduvieron errantes por tres años, azorados, sin empleo y sin beneficio. En 1930 se les permitió volver al montón de escombros a que había quedado reducido el pueblo. Quizá en aquellos primeros años de su vida, Luis González aprendió a abominar de la violencia y a desconfiar de los discursos oficiales; de ahí surgió esa inconformidad tranquila, ese discreto y tenaz anarquismo no violento.
     Su crianza en todo momento fue apacible, y los recuerdos de su infancia son tan positivos que nunca dejó de volver a San José. Y eso que la vida no era fácil: “Había muchas razones para sufrir: frío, miseria, robos, asesinatos, desaparición de animales, muertes violentas, usureros, plagas, sequías y peleas que las más de las veces terminaban mal.” El afecto de los suyos compensaba todo aquello, y recuerda que nunca entró en conflicto con quienes “me impartían la crianza, quizá por haber sido criado a las buenas, sin golpes ni amenazas”.
     Alumno de los jesuitas en Guadalajara, soldado, cabo y sargento artillero durante la Segunda Guerra Mundial, empezó en 1946 la gran aventura del Colegio de México, en el Centro de Estudios Históricos, en tiempos de Alfonso Reyes, Daniel (don Daniel) Cosío Villegas y ( don) Silvio Zavala. Una beca francesa completó su aprendizaje como historiador en el taller de don Daniel, en esa fragua de la ambiciosa y monumental Historia moderna de México y también de la revista de Historia Mexicana.
     En 1967 se dio la gran “ruptura epistemológica”, para no hablar como Luis González. Decidió, contra la opinión de los que solían decidir las tareas adecuadas para él, pasar su primer año sabático en San José de Gracia, que no en París, Austin o Madrid; con sus padres ya grandes, con sus seis hijos, todavía chicos y, por supuesto, con Armida. Es cuando investigó y escribió la Historia Universal de San José de Gracia, que salió de la imprenta con el título ya universalmente conocido de Pueblo en vilo, best-seller traducido al inglés y al francés.
     Desde aquel entonces, Luis González se ha liberado de todas las convenciones y ha seguido el camino de Luis González.
     Nunca olvidó la cultura de sus padres, ni tampoco la de sus abuelos: de sus abuelos indios, españoles (aquí se incluyen árabes y judíos) y negros también. Luis González, mestizo por los cuatro costados, como José María Morelos, su compatriota de la patria regional (que él llama “matria”), ha conservado de sus orígenes el gusto por el habla sencilla y sabrosa. Esto ha hecho de él un hombre de tertulias y sobremesa, un profesor tan claro como ameno, un historiador convencido de que la historia no tiene por qué ser de difícil acceso y que los historiadores no tienen por qué volverse pedantes. Por lo mismo es capaz de decirnos, sin ninguna jactancia, cosas muy importantes, tan importantes y tan tranquilamente dichas que ni nos damos cuenta de que lo son. Amigos lectores, no se dejen engañar por la transparencia del estilo y por la claridad del pensamiento. Esas evidencias son serias. Luis González no olvida nunca que la mitad negativa de la historia de una nación es una historia de odios: odios hacia fuera, a los “otros”, los que son diferentes, obviamente diferentes; pero también odios hacia adentro, a los que llegamos a odiar más porque no son tan diferentes. Odio de un barrio contra el otro, de un pueblo contra el vecino, de los abajeños contra los alteños, de los de la sierra fría contra los de la tierra caliente, de los costeños contra los de tierra adentro, de la ciudad contra el campo, del criollo, del indio, del mestizo, del ladino, del… Es un cuento de nunca acabar.
     Luis González no olvida el resentimiento y sabe todo sobre la pesada herencia del pasado que marca, para bien y para mal, el nacionalismo mexicano. Sabe que la historia ha visto nacer a la nación mexicana en varias etapas más o menos violentas, alternando con periodos de larga paz.
     Recoge generosamente la aportación de cada grupo, etnia, raza, clase, gremio: “¿Qué hubiera sido de los males de amor sin talismanes y amuletos de factura negra?” En todo encuentra el elemento positivo, lo que no deja de ser sorprendente en un hombre que no abriga ninguna ilusión sobre la supuesta bondad de los hombres y de sus construcciones, especialmente las grandes naves que son las ciudades y los Estados. Así, ve en el mexicano un “nuevo hombre que no sólo es el producto de la suma de los elementos culturales que entraron en contacto, sino, en todo caso, del choque, en la intimidad de su espíritu, de mundos contrapuestos”.
     Hombre de su familia, de su pueblo, de su región, de su nación y de su gremio profesional, consciente de la diversidad de tales raíces, Luis González es liberal en política porque sabe que la riqueza de una cultura nacional depende de la variedad, de la pluralidad, de la vitalidad de múltiples diferencias de toda índole, que no pueden ni deben ser aniquiladas.
     Lúcido, el autor nos interpela: “Suave patria, revela ya tu verdadera historia” y distingue entre “lo defendible y lo arrasable”; nos dice que la memoria histórica colectiva debe ser selectiva, como la de los hombres. Para vivir, es necesario recordar, pero también es necesario olvidar. Los médicos, los neuropsiquiatras y los ingenieros en computación lo saben muy bien: un exceso de memoria enferma, a veces hasta la locura. Luis González distingue a maravilla entre lo dañoso y lo nutritivo, y nos dice “cuál es el lastre que conviene mantener para no quedar como hoja en borrasca y cuál destruir para no hundirse como piedra en pozo”.
     Nos da un signo de esperanza: sí, uno puede librarse de la mitología, de los mitos nacionales, étnicos, religiosos o de cualquier otro tipo, sin dejar de ser solidario con su país, con los suyos.
     La historia no es una memoria biológica ni una tradición colectiva, es lo que la gente aprende en la escuela, en los libros, en el cine y televisión. Por eso, nos dice Luis González, es importante que los historiadores recuerden su responsabilidad que consiste, ante todo, en permanecer al margen de las pasiones de la política, de la identidad, incluso —y especialmente— si las comparten, lo que es demasiado humano para ser evitable.
     Así, Luis González ha luchado contra la “historia de bronce”, la de los héroes oficiales y de los grandes hombres, para rescatar la historia humilde y cotidiana de los pueblos y de las provincias; ha sido el padre reconocido de la “microhistoria” y de la historia regional. Sin embargo, por una ironía de la historia, el hombre de la libre palabra (defendida hasta la muerte por el senador Belisario Domínguez en su lucha contra la opresión huertista), de la libre palabra aplicada al campo de una historia liberada de todas las versiones oficiales o partidistas, ese hombre enemigo de la historia de bronce ¡¡¡tiene ya su estatua de bronce en su pueblo natal!!!
     San José está lleno de estatuas, pero aquellas no obedecen a una temática impuesta por el Estado, sino a la expresión muy consciente del patriotismo local: ahí están los barbudos padres fundadores, los abuelos de don Luis; luego siguen los curas de la etapa del gobierno teocrático de los “caciques sin pistola”; ahí están los héroes de la acordada que se sacrificaron para salvar al pueblo de las hordas de Inés Chávez García; y en forma genérica, colectiva, anónima, los caballos de metal a la entrada de ese pueblo ganadero, y a media loma, una pareja de rancheros de piedra…
     Don Luis, ranchero sin caballo, me enseñó a leer, en su maravillosa biblioteca de San José, a Borges y Chesterton, a Belloc y a Valéry, a Ortega y a Reyes, y también a Amado Nervo, injustamente despreciado por la gente culta, y siempre cultivado por los novios. Él me leyó repetidamente —y Armida se la sabía de memoria— esa poesía que se llama “En paz” y que dice:

… yo te bendigo, vida,
     porque nunca me diste esperanza
      fallida
     ni trabajos injustos ni pena
      inmerecida. […]
     Hallé sin duda largas las noches de mis penas
     mas tú no me prometiste tan sólo noches buenas,
     y en cambio tuve algunas santamente serenas.
     Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
     ¡Vida, nada me debes! ¡Vida,
      estamos en paz!” ~

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