No estoy segura de que se le podría llamar un sonido. Quizá sería más correcto decir que era un temblor, una corriente, incluso una vibración. Pero pese a mis esfuerzos por escucharlo, todo acerca del sonido –su origen, su tono, su timbre– era vago. Nunca supe cómo describirlo. No obstante, de vez en vez arriesgué analogías: el murmullo gélido de una fuente en invierno al recibir una moneda que cae hasta el fondo; la agitación del fluido en el oído interno cuando bajas de un carrusel; el soplo de la noche al rozarte la palma de la mano que sostiene el teléfono luego de que tu amante ha colgado.
En esta bella lección de ambigüedad se cifra la angustia que, como un cableado eléctrico a punto de hacer cortocircuito, recorre los pasajes subterráneos de The Diving Pool (2008), el tríptico de nouvelles con que Yoko Ogawa debuta dignamente en lengua inglesa. Nacida en 1962 en Okayama, graduada de la Universidad de Waseda –alma máter de Haruki Murakami– y galardonada con los principales premios literarios de Japón (Kaien, Akutagawa, Izumi, Yomiuri y Tanizaki), Ogawa no es una advenediza en español gracias a la labor de Ediciones B, que tradujo Hotel Iris, y de Editorial Funambulista, que ha lanzado El embarazo de mi hermana (segunda de las nouvelles incluidas en The Diving Pool) y La fórmula preferida del profesor, la novela que fincó el prestigio internacional de esta verdadera devota de las matemáticas. Pero no sólo de fórmulas exitosas vive o sobrevive la narrativa –especialmente en una época como la nuestra, signada por el vértigo mercantil– y así lo confirma Ogawa, que con la filigrana de su tradición teje tapices regidos por el extrañamiento y la oblicuidad tras los que se cuela un sonido indescriptible: la alta tensión necesaria para el funcionamiento de un buen relato, el zumbido del panal donde se produce la espesa miel de la escritura.
El zumbido es evidente sobre todo en “Dormitory” pero se transmite con similar energía a “The Diving Pool” y “Pregnancy Diary” (El embarazo de mi hermana). Contadas en primera persona, una estrategia usada por Ogawa en gran parte de la veintena de títulos que ha publicado desde 1988, las tres nouvelles replantean la figura del narrador poco confiable –que halla uno de sus puntos más elevados en la institutriz jamesiana de Otra vuelta de tuerca, esa “maniaca […] que aterroriza al niño a su cargo y le provoca un ataque al corazón”, según interpreta Camille Paglia– a través de sendas mujeres que carecen de nombre y dan voz, o mejor, son la voz de la alienación femenina. Reducida su identidad a este carnet literario, las protagonistas de Ogawa asumen de modo inconsciente otro de los mayores legados de Henry James y el género gótico: el espacio hechizado por presencias al margen del relato que sin embargo inciden en él; un espacio a caballo entre el mundo físico y el orbe psíquico que cristaliza en un orfanato conocido como la Casa de la Luz (“The Diving Pool”), en un hospital de maternidad llamado kafkianamente Clínica M (“Pregnancy Diary”) y en una residencia estudiantil ubicada a las afueras de Tokio (“Dormitory”). Retratados por una prosa que prescinde de elementos fútiles y apela a un lenguaje medular, semejante a una osamenta pulida al máximo por la intemperie, esos espacios son refugio de emociones profundas –crueldad y perversión, envidia soterrada y piedad mezclada con pavor, respectivamente– y se yerguen en un dominio narrativo que cumple con el deseo expuesto por Junichiro Tanizaki al final de El elogio de la sombra: “Me gustaría resucitar, al menos en el ámbito de la literatura, ese universo de sombras que estamos disipando […] Me gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado ‘literatura’, oscurecer sus paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo.”
En el interior del edificio diseñado por Ogawa nada es lo que parece ser a primera vista. En “The Diving Pool”, la chica secretamente enamorada de Jun, su hermano adoptivo –que practica clavados en una piscina techada donde ella se siente como si “hubiera sido tragada por un animal enorme”–, termina ensañándose con Rie, una niña igualmente huérfana; la maternidad precoz que la narradora ejerce en la infancia con el primero, al que alimenta con la leche que brota de la rama de una higuera, se invierte con la segunda, a quien da de comer un bollo de crema en descomposición: “Quería saborear cada lágrima de Rie, pasar mi lengua por los sitios frágiles, húmedos y llagados de su corazón y abrir aún más las heridas.” El emblema materno resurge con intensidad en “Pregnancy Diary”, donde la protagonista sigue el embarazo de su hermana mayor con una inquietud no exenta de repugnancia que la obliga a ver la imagen del feto tomada por ultrasonido como si fuera “lluvia fría recortada contra un cielo nocturno” y a señalar: “No entiendo a las parejas. Me parecen una especie de inexplicable cuerpo gaseoso: algo amorfo, incoloro e ininteligible atrapado en un envase de laboratorio.” El cuerpo no gaseoso sino humano y su decadencia es uno de los ejes sobre los que gira la espiral obsesiva de “Dormitory”, la nouvelle más lograda del tríptico y un claro ejemplo del arte hermosamente malévolo de Ogawa: una mujer casada con un hombre al que conocemos por cartas enviadas desde Suecia, a donde ha ido a trabajar en la construcción de un oleoducto submarino –de nuevo, siempre los pasajes que corren por debajo de la superficie escritural–, ayuda a un primo a conseguir hospedaje en la residencia estudiantil donde ella vivió durante cuatro años y en el proceso restablece contacto con el Encargado, un individuo sin brazos y con una sola pierna que es sospechoso de la desaparición de un alumno de matemáticas (de nuevo, siempre las matemáticas). Convertida en enfermera accidental, la narradora empieza a habitar una atmósfera de enrarecimiento paulatino que cumple otro dictado de Tanizaki: “Cierto matiz de penumbra, una absoluta limpieza y un silencio tal que el zumbido de un mosquito pueda lastimar el oído son también indispensables.” En este caso, no obstante, el zumbido es de abejas: encima del cuarto del Encargado agónico hay un panal oculto que extiende por el cielo raso una mancha que podría ser de sangre o de miel. Es el panal que desata no sólo la manía auditiva de la protagonista, sino la tensión eléctrica que Yoko Ogawa esconde en sus relatos para recordarnos que la buena literatura opera con la precisión de una bomba de tiempo. ~
(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.