El testamento

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     Antes que entregue al fin mi último suspiro, permíteme que exhale,
     oh poderoso Amor, algunas voluntades. Por la presente dejo
     mis pupilas a Argos, si mis pupilas ven,
     mas si son ciegas, a ti las dejo, Amor;
     a la Fama, mi lengua; a los embajadores, mis oídos;
     a las mujeres o al mar, mi llanto.
     Tú, Amor, me has enseñado tiempo hace,
     cuando me hiciste siervo de mujer que otros veinte tenía,
     a nada dar sino al que antes en demasía hubiese ya tenido.
      
     Mi constancia la doy a los planetas;
     mi verdad, a quienes viven en la corte;
     mi ingenuidad y mi franqueza
     doy a los jesuitas; a los bufones, mi melancolía;
     mi silencio, a cualquiera que haya vuelto de lejanos
      países;
     a un capuchino, mi dinero.
     Tú, Amor, me has enseñado, pues me hiciste
     amar donde el amor no tenía acogida,
     a dar tan sólo a quien el don no sirve.
      
     Doy mi fe a los católicos romanos;
     mis buenas obras doy a los cismáticos
     de Amsterdam; lo mejor de mis modos
     y mi cortesanía, a una universidad;
     mi modestia la doy a harapientos soldados;
     compartan los jugadores mi paciencia.
     Tú, Amor, me has enseñado, pues me hiciste
     amar a una mujer que mi amor tuvo en poco,
     a dar a quien mis dones juzga indignos.
      
     Doy mi reputación a cuantos fueron
     mis amigos; mi habilidad, a mis enemigos;
     lego a los escolásticos mis dudas;
     mi enfermedad, a médicos o a excesos;
     a la naturaleza, cuanto he escrito en verso;
     y a mis compañeros doy mi ingenio.
     Tu, Amor, que me rendiste
     a quien antes en mí este amor engendrara,
     me has enseñado a dar como si diese, cuando tan sólo restituyo.
      
     A aquel por el que doble la próxima campana
     dejo mis libros médicos; todos mis manuscritos
     de consejos morales doy a los manicomios;
     mis medallas de bronce, a los que viven
     en privación de pan; lego a los que viajan
     por tierras extranjeras mi lengua inglesa.
     Tú, Amor, que me impusiste amar
     a quien creyó su amor suficiente alimento
     para amantes más jóvenes, da también a mis dones igual desproporción.
      
     Dejaré, pues, de dar; mas desharé
     el mundo con mi muerte, porque con ella morirá el amor.
     Todas vuestras bellezas no valdrán más entonces
     que el oro de las minas cuando nadie lo extrae;
     ni serán ya más útiles todos vuestros encantos
     que un cuadrante solar en una tumba.
     Tú, Amor, me enseñas, pues me has enamorado
     de quien a ti y a mí deja en olvido,
     a inventar y aplicar el solo medio que a los tres a la
      nada nos reduce. –— Versión de José Ángel Valente

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