José Gorostiza escribió algunos poemas perfectos. El más largo, Muerte sin fin, cuenta 651 versos (número que quizá explique por qué, como dice la edición de Edelmira Ramírez para la colección Archivos de la Unesco, “es considerado como un poema extenso”) y ha merecido estudios, homenajes, antologías, traducciones y aun, caso infrecuente en nuestra literatura, ediciones críticas. El más breve tiene sólo una línea y ha recibido menos atención. Lo publicó la revista El Heraldo de la Raza, dirigida por Alfonso Taracena, en su edición del 15 de junio de 1922, como quinto de una serie de siete poemas: “El puerto”. El número corresponde al de los días de la semana, pero el orden de la secuencia parece describir el transcurso de un día: un “Nocturno” en que la puesta del sol se canta “desde la aurora”; barcas que salen “al amanecer”; el mar, sin hora; olas “de los atardeceres”; un faro, encendido; “Otro nocturno”, y una “Oración”. No hay mediodía.
En 1925 Gorostiza incorporó la serie a su primer libro, Canciones para cantar en las barcas. Había suprimido un poema, agregado otro, corregido cuatro y alterado el orden de la serie que ahora, con el título de “Dibujos sobre un puerto”, aparecía dedicada al dibujante Roberto Montenegro.
Los cambios son importantes. La palabra dibujos y la dedicatoria a Roberto Montenegro se refieren al carácter de viñetas de los poemas, pero también señalan una distancia: son dibujos sobre un puerto y no cuadros, ni desde luego fotografías. El puerto está pues referido, no representado, en esos dibujos, que constan de unas cuantas líneas, y aun de una sola, recta, como “El faro”, que en la segunda, definitiva versión dice:
Rubio pastor de barcas pescadoras.
Una imagen: la de un faro encendido, ante el mar en que flotan las barcas de los pescadores. Y una metáfora: el pastor con su rebaño. Pero hay más: un punto, donde antes había tres. El cambio no afecta al ritmo del verso, no altera su acentuación, la frase se pronuncia del mismo modo: ¿qué es lo que cambia? Desde luego, sólo la percepción del verso en la lectura mental. ¿Qué significan unos puntos suspensivos? Gramaticalmente, que la frase no termina; en este caso, es puramente enunciativa, no hay predicado. Pero en el caso de un verso, la indicación no es necesaria y los suspensivos, un recurso frecuente en la poesía decimonónica, pueden aparecer al final de un enunciado completo. ¿Qué quieren decir en ese caso? En primer lugar, que algo no se dice, que el discurso queda suspendido; indican, así, una actitud en el de la voz: meditativa, reflexiva. En cierto sentido, señalan un transcurso, ya que no un discurso, la imagen permanece, dura en la mirada.
Los puntos suspensivos de la poesía romántica, como los signos de admiración, son enfáticos: actúan una emoción (la de la experiencia de lo inefable, emblemáticamente: lo inasible con las palabras). Al eliminarlos, Gorostiza acentúa el carácter objetivo del poema. Ese sentido tienen otras correcciones introducidas. El poema inicial de “El puerto” dice:
El silencio por nadie se quebranta,
y nadie lo deplora.
Sólo se canta
la puesta del sol, desde la aurora.
Mas la luna, con ser
de luz a nuestro simple parecer,
nos parece sonora
cuando derraman las manos ligeras
las ágiles sombras de las palmeras.
“Nocturno” en la versión posterior, en la primera este poema tenía por título la línea inicial, desde luego sin la coma que aparece en la versión corregida. La conjunción adversativa del quinto verso, Mas, suple una copulativa: Y; donde decía dulce, en el sexto, dice ahora simple. Aparece así un juicio de valor (esto no sólo sigue sino se opone a lo anterior) y una impresión afectiva se desdobla en intelectual. El acento en sexta del sexto verso no cae ya en una u, sino en una i; con lo cual, además de quitar la atención de los sentimientos del hablante, evitamos la acumulación de las úes, que ya se repiten de uno a otro verso. Tiene sentido, porque la música de los dos versos finales, precedidos muy significativamente por la palabra sonora, merece toda nuestra atención.
Según Edelmira Ramírez, los poemas de esta serie “son silvas (11-7-5)”. Pero una silva (que viene de selva, cosa mezclada y abundante) es una serie de versos, no una línea aislada como “El faro”. Y, además, no admite un verso de diez sílabas, como el cuarto de este “Nocturno”.
El poema inmediatamente anterior de la serie, “Cantarcillo”, dice que
Salen las barcas al amanecer.
No se dejan amar,
pues suelen no volver
o sólo regresan a descansar.
Una pequeña obra maestra, con un primer endecasílabo acentuado sólo en cuarta, como el famoso de Góngora: “Érase un monte que precipitante”, que suele señalarse como ejemplo de correspondencia entre sonido y sentido, pues la voz recorre en un instante seis sílabas entre las dos de una aliteración muy marcada: onte / ante. El de Gorostiza, en cambio, parece alargarse: hay también una aliteración entre las sílabas acentuadas, pero muy suave: ar / er. Observemos, además, la gracia de las rimas en agudos, la extraña perfección del rarísimo endecasílabo final acentuado en la quinta sílaba y que puede descomponerse en dos hemistiquios desiguales. Una sola imagen: las barcas que parten, y tres versos que rompen como olas, el acento interno siempre en una e, la palabra final un infinitivo. Un poema melancólico, contenido, irónico, que alude a un universo social (el de los pescadores), implica una experiencia individual (la del amor) y expresa una emoción íntima. Los “Dibujos sobre un puerto” están hechos con unos cuantos trazos pero tienen más de dos dimensiones: son una serie de imágenes, pero también un diario sentimental. Es famoso el cuarto poema: “Elegía”:
A veces me dan ganas de llorar,
pero las suple el mar.
Como los siete de la serie, es un poema independiente, que puede incluso leerse sin el título, como se escuchaba hace años en la radio. Pero el título es importante: una elegía canta lo perdido, que este poema elude: la elegía es íntima, privada, secreta. También es importante el título de la serie: el poeta dibuja un puerto, que es el lugar de la partida. Y no es menos importante el conjunto de poemas que forman la serie, pues nos permiten inferir que las ganas de llorar del poeta tienen que ver con el amor.
La serie termina con una “Oración”:
La barca morena de un pescador,
cansada de bogar,
sobre la playa se puso a rezar:
¡Hazme, Señor,
un puerto en las orillas de este mar!
Otra vez un endecasílabo acentuado en quinta, pero ahora al inicio del poema. Y otra vez las rimas agudas y todos los versos rompiendo en -r. La imagen admirable de la barca morena en oración hace ver en las pescadoras, ovejas del rubio pastor, a las pecadoras.
No sigamos. Quitar una letra es ir demasiado lejos. Un paso más y empezamos a encontrar anagramas, claves, correspondencias secretas, alusiones veladas, rizomas, conspiraciones: el texto se vuelve inmenso. Pero aquí no se trata del texto. El lector de un poema no es una Penélope que teje y desteje mientras espera. Por el contrario, va al encuentro, tiene visiones, oye voces, huye de las sirenas, teje una trama para siempre. El lector de un poema oye un texto pero escucha una voz. Esa voz dice llorar, suelen no volver, pastor, pescadoras, morena, se puso a rezar. Bastante para una historia.
Pero tampoco se trata de escribir historias. Al poco tiempo estamos investigando de qué murió el autor, y buscando pastores rubios en los archivos eclesiásticos del puerto de Veracruz. Quedémonos con el faro encendido, las barcas, el pastor con su rebaño:
Rubio pastor de barcas pescadoras.
Eso y no, por ejemplo, “Pastor rubio de barcas pescadoras”, con esa molesta contigüidad de las erres, estorbosa para una u tan clara, en cambio, en el verso de Gorostiza, que parece un endecasílabo natural: una frase de once sílabas con acentos en la cuarta, la sexta y la décima. Para leer como endecasílabo uno de los versos más famosos de la poesía española, el primero de la elegía A las ruinas de Itálica de Rodrigo Caro, hay que escucharlo así: Es/tas/Fa/bioay/do/lor/que/ve/sa/ho/ra, con una sílaba de cuatro vocales que a la vez acentúa y oculta el lamento. Pero si esa misma frase la encontráramos al principio de un párrafo de prosa, la leeríamos de otro modo, pasando menos de prisa sobre el ay, dándole más aire, y dándole otro peso al ahora. En boca de un actor de teatro sonaría de otro modo, probablemente. Lo leemos como endecasílabo porque la serie de versos que encabeza lo son y la forma canónica que el poema obedece exige, sobre todo en esa época, la regularidad. Un poeta contemporáneo se habría deshecho del ay y del dolor, quizá de la obligación del endecasílabo, y sobre todo de violentar, para ahondar un lamento, un orden métrico.
Cualquiera que sepa lo que es un endecasílabo lo reconoce en cambio de inmediato en el poema de Gorostiza, sin necesidad de un contexto. Entiende, además, porque la época lo permite, que un poema puede tener una sola línea.
Imaginemos, sin embargo, un contexto, una serie mínima, otros versos en este poema:
Salvador Novo contenía la risa
al presentarnos junto a su Mona Lisa
Rubio pastor de barcas pescadoras:
—Fotografía de José Gorostiza
en compañía de unas cuantas señoras.
La escena es inventada, desde luego, pero no importa; tampoco nos preocupemos mucho por esa rima de ese con zeta, en España inaudible pero en Latinoamérica posible. Observemos solamente que los cinco versos son dodecasílabos formados por dos hemistiquios de cinco y siete sílabas. Las palabras “Rubio pastor” se independizan así del verso que las contiene y adquiere una sílaba más.
Es una forma de decirlo. Ocurre que las palabras graves son más frecuentes en castellano y así, por ejemplo, la, lámpara y lampo se cuentan todas, si aparecen a final de verso, como bisílabas graves. Dicho de otro modo, lo que las tres palabras tienen en común es que cargan el acento en la primera sílaba, y eso es lo determinante para la cuenta métrica. En un endecasílabo lo determinante no es que sea un verso de once sílabas, sino que tenga el acento final en la décima. Lo mismo un pentasílabo: es un verso con el último acento en la cuarta, como “Rubio pastor”.
¿Por qué contamos espontáneamente como endecasílabo un verso en el que lo mismo pueden contarse once que doce sílabas? En parte, por costumbre: porque es más frecuente encontrarse con endecasílabos que con dodecasílabos. Si los versos de doce con hemistiquios de cinco y siete fueran recurrentes, quizás oiríamos espontáneamente así el de Gorostiza.
Lo anterior es elemental, y contradice la siguiente afirmación de Tomás Navarro Tomás en una Métrica española que es el manual canónico y un libro lleno de disparates:
La percepción del verso es independiente del hecho de que éste se represente en una sola línea o dividido en fracciones o escrito a renglón seguido a modo de prosa. Tampoco la prosa cambia de carácter, aunque se imprima en líneas desiguales con apariencia de verso. No es función de la vista la discriminación entre verso y prosa, fundada especialmente en la sensación de cualidades lingüísticas de orden fonético.
El tratadista ve claramente que cualquier enunciado puede medirse según criterios métricos, pero no advierte que esos criterios pueden variar según el contexto y que, por lo mismo, todo verso implica un contexto. La percepción del verso de Rodrigo Caro está determinada por el contexto: una forma poética del Siglo de Oro, que reconocemos por un golpe de vista. Nada nos movería a considerar como endecasílabo ese comienzo si nos lo encontráramos al inicio de un fragmento de prosa. Y también ocurre lo contrario: un fragmento de prosa, impreso en líneas cortadas, cambia de naturaleza. Sobre todo en nuestra época. Un lector del Siglo de Oro que leyera una serie de líneas cortadas en las que no reconociera ningún patrón acentual no las tomaría como versos, pero un lector de Gonzalo Rojas no diría, en ausencia de ese patrón, que lo que está leyendo es prosa. La discriminación entre verso y prosa sí es función de la vista. En el caso de “El faro”, un poema autosuficiente que podemos leer fuera de la serie a que pertenece, es el contexto de la tradición poética en su conjunto lo que determina sin embargo que lo leamos como un endecasílabo.
La métrica ayuda a observar ciertas cosas visibles para cualquiera; por ejemplo, que los versos iniciales de la serie “Dibujos para un puerto” y del poema “El alba” tienen siete y once sílabas, exactamente las mismas en que se descompone cada una de las palabras de la frase
El paisaje marino
En pesados colores se dibuja.
Los acentos caen naturalmente en la tercera y la sexta sílabas en el primer caso, en la tercera, la sexta y la décima en el segundo. No sólo coincide el lugar de los acentos en los dos versos, sino que en uno y otro el primer acento cae además en la misma sílaba: sa. Al cortar la frase en dos segmentos seguimos un patrón rítmico, que crea un orden y una simetría, y sobre el que las sílabas se dibujan nítidamente, pues evita que leamos con una sinalefa “El/pai/sa/je/ma/ri/noen…” La percepción del verso cambia, si se escribe en prosa. Pero también cambia según el contexto y el criterio métrico en que lo consideremos. El verso siguiente es también un endecasílabo, pero con acentos en la cuarta y la octava sílabas:
Duermen las cosas. Al salir, el alba
Al leerlo en voz alta y de un golpe, como un endecasílabo y no como dos segmentos de cinco y seis sílabas, se tendería naturalmente a pronunciar: “Duer/men/las/co/sa/sal…” La pausa del punto es, pues, una pausa mental, no sonora y que afecta a la pronunciación según el patrón rítmico del verso, de un modo distinto a como lo haría en prosa. En un verso la única pausa sonora ocurre al final de la línea, que aquí no coincide con un signo de puntuación. Sale el alba y, tras la breve suspensión sonora y el instantáneo suspenso mental entre una línea y otra aparece, precisamente, suspendida:
parece sobre el mar una burbuja.
A la gravedad de los pesados colores la sucede primero la levedad del sueño y luego la ingravidez de la luz:
Y la vida es apenas
un milagroso reposar de barcas
en la blanda quietud de las arenas.
La palabra pesar puede ser un verbo y un sustantivo: pesamos sobre la tierra, tenemos un pesar sobre nosotros. Es decir, estamos detenidos en nuestra caída y cargamos con una pena. El poema dibuja un instante de redención: la luz se hace, el mundo se transfigura y, por un instante milagroso, la pena y el pesar se vuelven un apenas reposar. No carece de sentido que la palabra apenas rime con arenas: la caída de la arena en el reloj, que marca el paso del tiempo, para una blanda quietud.
La luz de esa transfiguración limpia una mancha y la dureza del paso de las horas, que caen una tras otra como las olas incesantes, se resuelve en la serena levedad del poema siguiente: “La tarde”:
Ruedan las olas frágiles
de los atardeceres
como limpias canciones de mujeres.
¿No escuchamos ya, en esas limpias canciones, la oración de la barca morena que pide un puerto en que reposar? –