En esa catedral de la modernidad política que es el Leviatán, Thomas Hobbes instituye la rigidez en la que se funda el espíritu del nuevo tiempo. Éste encuentra en esas páginas su modelo físico, fisiológico y moral. Un conocimiento nuevo para fundar racionalmente la convivencia. Si la condición natural era nuestra desgracia, los artefactos trazados por nuestro ingenio se volverían domicilio y cobijo. Según el sabio de Malmesbury, en nuestras propias vísceras se anticipaba ya la estructura mecánica del cuerpo social: nuestro organismo, un artefacto de resortes, bombas, ductos. Para escapar de la maldita condición originaria, el hombre habría de pactar un orden que fuera calca de una cuadrícula geométrica. La única ciencia que Dios se dignó comunicar al género humano sería modelo para el entendimiento político. De ahí que el conocimiento de la soberanía y de las leyes, de los deberes y de la libertad quedaría expresado con la precisión de la escuadra, la exactitud de la regla y la perfecta redondez que delinea el compás.
Los prodigios del cálculo hobbesiano siguen siendo el croquis del orden político secular. El conocimiento del poder está fundado, desde entonces, en un olvido voluntario de los juegos de la imaginación y los engaños de la metáfora. La revolución hobbesiana lo fue porque no consistió en un añadido filosófico, en el agregado de un capítulo o en la inserción de una enmienda. Fue ruptura de la tradición aristotélica de prudencia y circunstancia que alimentó, a su entender, tanta imprecisión, es decir, tanto desorden. La ciencia del gobierno habría de fundarse así en el incendio de todas las bibliotecas, esos archivos de la ignorancia que perpetúan las más nocivas supersticiones. ¿De qué sirven todos los espejos de príncipes que detallan virtudes y hazañas? ¿Para qué leer esas ordenaciones de regímenes y constituciones? ¿Qué utilidad tendría remembrar esas historias mal contadas, esas leyendas y alegorías que descansan en el engaño y la inexactitud? Nada sólido podría nacer de la locura que es la fantasía. La metáfora era enemiga mortal de la ciencia y, por ello, contrincante de la paz. La imaginación, una sensación empobrecida. La paz hobbesiana es el triunfo de la certeza racional sobre la confusión de las percepciones.
El incendio de Hobbes tuvo un precedente emblemático. No fue la destrucción de una biblioteca sino el sacrificio de un manuscrito. Recuerda Claudio Magris, en un admirable ensayo sobre la imaginación y la ciudad, que, al ingresar al círculo socrático, Platón quemó una tragedia que había redactado. Nada sabemos de su contenido. Intuimos, sin embargo, los motivos de la quema. No descreía de sus méritos literarios pues pensaba enviarlo a un concurso. Sacrificaba su drama como una ofrenda para expresar la plenitud de su entrega. Seguir al maestro en la búsqueda de la verdad no dejaba espacio para coqueteos literarios: obligaba a troncar, en la propia mente, el nervio poético para vivir sólo de la fibra racional. Desde entonces Platón llegó a la conclusión de que ficción y filosofía eran enemigos mortales. Los votos del filósofo implicaban una renuncia a los devaneos de la invención. Por supuesto, no sólo se trataba de un sacrificio en el monasterio de los filósofos: la ciudad entera tendría que ser vacunada de poetas, enemigos de la verdad.
Esos defensores de la verdad severa han impuesto un molde de comprensión de lo político que llega a la vanidad de definirse ciencia. Han sido muchos los seguidores de esa amnesia. Independientemente del proyecto abrazado y de las razones esgrimidas, coincidirán en que el mundo de la política ha de ser descifrado con el instrumento de una razón lineal. En las cláusulas de un contrato, en las estrictas conminaciones del futuro revelado, en las derivaciones de algún silogismo está –según ellos– la clave del universo político. Ahí su fórmula y su promesa. El camino para entender y hacer política supondría continuar la ruta del olvido hobbesiano.
La expulsión del imaginario retrotrae el discurso político a tiempos gregorianos. Por muy frescas que sean sus apuestas, la clave dominante es monódica: canto de una sola melodía. Un solo sonido a la vez. Una línea argumental que avanza solitaria, sin el acompañamiento de otras voces, otros instrumentos, otras cadencias. Como quienes condenaron los rasgos satánicos de la polifonía –maligna seducción melódica que oscurece la palabra de Dios–, los racionalistas pretenden la abolición definitiva de las contradicciones. Ésa es una de las bondades de la imaginación poética o novelística. El poeta reconcilia opuestos; el novelista despliega percepciones encontradas. Mientras el teórico esculpe su razón y polemiza con sus críticos, el cuentista abraza simultáneamente una multitud de perspectivas vitales. No silencia al personaje que lo desafía; le da vida y le confiere razón. Al tiempo que el teórico es devorado por su aspiración de coherencia, el dramaturgo abre espacio al rey y al intrigante, al cortesano y al insurrecto. La fabricación de un mundo imaginado logra una estampa del mundo más rica y más certera que cualquier boceto constreñido por la obsesión de la congruencia. Milan Kundera hablaba por eso de la polifonía de la novela. Ésta no es el discurso de un teórico docto y solitario sino un encuentro de percepciones complementarias y aun contradictorias. Al diálogo entre personajes se agregan otras fecundaciones: tonos y tiempos que se entrecruzan, líneas narrativas que se enredan, géneros que se intercalan.
En la literatura también se asienta un nivel de comprensión política al que difícilmente puede acceder la teoría. La filosofía política esclarece las nociones y los valores cruciales; la historia relata los hechos; la comparación cataloga y ordena lo común y lo peculiar dentro de la variedad; el constitucionalismo prescribe las reglas básicas de la convivencia. Pero sólo el arte, solamente ese abrazo de la mentira, es capaz de expresar el modo en que los regímenes, los ideales, las reglas y los poderes marcan la vida de los hombres. Lo hace porque es capaz de apreciar mucho mejor que cualquier manifiesto liberal al individuo concreto. Escribe Magris: “La literatura defiende lo individual, lo concreto, las cosas, los colores, los sentidos y lo sensible contra lo falsamente universal que agarrota y nivela a los hombres y contra la abstracción que los esteriliza. Frente a la Historia, que pretende encarnar y realizar lo universal, la literatura contrapone lo que se queda en los márgenes del devenir histórico, dando voz y memoria a lo que ha sido rechazado, reprimido, destruido y borrado por la marcha del progreso. La literatura defiende la excepción y el desecho contra la norma y las reglas; recuerda que la totalidad del mundo se ha resquebrajado y que ninguna restauración puede fingir la reconstrucción de una imagen armoniosa y unitaria de la realidad, que sería falsa.”*
Pensemos en uno de los conceptos más debatidos en el siglo XX. El totalitarismo puede envasarse limpiamente en la copa weberiana de los tipos ideales pero difícilmente puede superar la evocación de las ficciones novelísticas. Los teóricos construirán modelos, abstraerán las características medulares de un régimen político, definirán el papel de las instituciones centrales y los instrumentos de dominación. Pero, en los alfileres de su corcho, difícilmente pescarán la vida de un hombre bajo ese claustro. Hannah Arendt definió el totalitarismo como “una forma de gobierno cuya esencia es el terror y cuyo principio de acción es la lógica de su pensamiento ideológico”. Carl J. Friedrich y Zbigniew Brzezinski lo definieron como un sistema de poder basado en una ideología, un partido único, una policía terrorista, una economía centralizada y un monopolio de las comunicaciones. Juan Linz enlistó una serie de aberraciones para retratarlo: un solo núcleo legitimado para ejercer el poder; una ideología exclusiva y coherente; movilización constante a través de un partido único. Entomología valiosa que permite distingos esenciales pero que resulta débil para comunicar una vivencia. Este catálogo de propiedades y características desluce de inmediato ante la aventura imaginaria de George Orwell, en la cual puede encontrarse este intercambio entre Winston y un miembro del partido:
–Claro que existe. El partido existe. El Gran Hermano es la encarnación del partido.
–¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?
–Tú no existes –dijo O’Brien.
Cualquier disquisición sobre los fundamentos del régimen o su instauración; cualquier radiografía de sus reglas o sus estadísticas palidece frente a esta pesadilla fabulada. Eso es el totalitarismo: la existencia palmaria de una entelequia; la desaparición entera del individuo.
La ficción tiene otra virtud apreciable: arruina la pretensión de pureza política, esa tendencia a esconderse tras murallas, a elevarse por encima de las trivialidades del mundo privado, a separarse de las naderías de los mortales. La fábula desborda cercas disciplinarias. La política atrincherada es invadida, en la dramaturgia shakespeareana, por todo lo que es humano y mucho de lo que no lo es. El poder se enreda con el deseo; la pasión se incrusta en la soberanía; los fantasmas tienen tanta vida como los intereses; el destino y la elección se retan. La Gran Historia de las conquistas y las sucesiones, la gran narrativa de las proclamas e insurrecciones queda imbricada densamente con la pequeña historia de las tirrias, los catarros y los delirios. Las claves del pensamiento maquiavélico –necesidad, virtud y fortuna– vuelan aquí en toda su complejidad, en la plenitud de su ambigüedad moral. Como en Maquiavelo, en algunas piezas de la dramaturgia shakespeareana se rompe el círculo hermético de la moral. La médula de la responsabilidad política resulta dramáticamente confusa, negada a la simpleza del veredicto moral.
El poder podrá ser definido, incluso medido por la ciencia. Sólo la literatura ha logrado entender que, si es una necesidad, también es un tormento. El insomnio. En Macbeth está, quizá, la representación más clara de esta desdicha. Weber llegó a decir que la política implicaba un pacto satánico. En su famosa ponencia sobre la vocación política dijo a los estudiantes de la Universidad de Múnich: “También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando.” Esta conferencia de claros ecos maquiavélicos parece un pie de página a las aflicciones de Macbeth frente a las costosas cargas de una actividad que, en última instancia, trafica con violencia:
acabar pronto; si pudiera el crimen
frenar sus consecuencias y al desaparecer
asegurar el éxito, de modo que este golpe
a un tiempo fuese todo y fin de todo… aquí,
sólo aquí, sobre esta orilla y páramo del Tiempo
se arriesgaría la vida por venir. En estos casos
es aquí, sin embargo, donde se nos juzga, porque damos
instrucciones sangrientas que, aprendidas,
son un tormento para su inventor. La imparcial mano
de la justicia pone el cáliz, envenenado por nosotros,
en nuestros propios labios.
La decisión política (en este caso, un asesinato) no concluye nada. Por el contrario, cualquier acción desencadena un cúmulo de efectos que escapan del control del agente. Las consecuencias son irrefrenables y rara vez resultan amables.
Pero, tras esa gravedad, la ficción puede expresar también una ligereza juguetona, una libertad que logra una distancia irónica del mundo. La separación entre idea y acto, el abismo entre proyecto y hecho, el contraste de sueño y realidad, de apariencia y verdad, quedan al descubierto. El juego de la literatura, dice Magris en ese ensayo que he seguido reiteradamente, es la irresponsabilidad: la mejor protección frente a sacralizaciones y soberbias. “La literatura nos enseña a reírnos de lo que se respeta y a respetar aquello de lo que nos reímos.” Sería por eso que Octavio Paz encontraba en la ironía del Quijote el mejor fundamento del temple liberal: una sonriente crítica de los absolutos. ~
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* “¿Hay que expulsar a los poetas de la república?”, Utopía y desencanto / Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad, Anagrama, p. 28.
(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).