A punto de cumplirse el centenario del nacimiento de Francis Bacon, que tuvo lugar en Dublín, en 1909, la Tate Britain decidió dedicarle, por tercera ocasión,1 una gran retrospectiva, que viajaría después al Museo del Prado (el museo predilecto del pintor, ubicado en la ciudad donde, por cierto, murió en 1992: Madrid) y al Museo Metropolitano de Nueva York. Como era de esperarse, la muestra abrió en Londres con bombo y platillo (por primera vez en la historia la bbc transmitió en vivo los pormenores de la inauguración); durante los cuatro meses de la exposición, la gente (entre la que se podía contar a todos los artistas del Reino Unido, que veneran a Bacon bastante unánimemente) abarrotó las salas, y los críticos se dieron vuelo al componer grandes alabanzas: “Nadie puede negar que después de la guerra, este país no ha dado un pintor más abiertamente talentoso que él” (The Daily Telegraph); “Francis Bacon es simplemente el más extraordinario, poderoso y convincente de los pintores. Y no necesitas estudiar las complejidades de la historia ni ahondar en elevadas filosofías para saber por qué” (The Times); “Después de Matisse y Picasso, no hay nadie en el siglo XX que pinte mejor que él. Y eso es pecar de modestia: Bacon invita a una comparación directa con los grandes maestros, de la cual, además, sale perfectamente airoso” (The Guardian).
La exposición pasó después por Madrid, sin demasiados aspavientos (fuera del pintoresco episodio en que Félix de Azúa, “irritado por la importancia que daban los medios de comunicación a la santidad del artista como ‘explicación’ de su obra”, se inventó una biografía del pintor como un hombre ordinario: “Felizmente casado, dos hijos, votante del Partido Conservador, empleado de seguros y turista en la Costa Brava”). Y, finalmente, en mayo de este año, la retrospectiva llegó a Nueva York.
Hay que decir que la crítica estadounidense nunca ha mostrado un particular entusiasmo por el trabajo de Francis Bacon; de hecho, a lo largo de los años ha dedicado varias páginas a objetar puntualmente ciertos vericuetos, ciertas derivas de su pintura. Nunca, sin embargo, le había cabido la duda acerca de si estaba, o no, frente a una obra seria e importante. Hasta el mismísimo Clement Greenberg, defensor a ultranza del arte abstracto, reconocía en la figuración de Bacon algo de “la manera grandiosa, la terribilità” propia de los mejores pintores ingleses, como Turner. Esa certidumbre se mantuvo así, más o menos intacta, hasta el centenario: cuando los críticos –como si de golpe hubieran entrado en razón después de un largo ofuscamiento– pasaron de la admiración moderada al más completo repudio. El crítico de The New Yorker, Peter Schjeldahl, por ejemplo, arrancó su nota de junio pasado con esta confesión: “Desde hace mucho tiempo Francis Bacon es, de los grandes pintores del siglo pasado, el que menos me gusta.” Y él se quedó corto; Jed Perl, de The New Republic, no se molestó en templar su desagrado en lo más mínimo:2 “Lo que Bacon produjo no son pinturas, al menos, no en sentido estricto. Son poco más que rectángulos de tela pintarrajeados con grafitis dizque oscuros: angst para tontos. Bacon convirtió su astuto afán de citar a los maestros, antiguos o modernos, en la más grande tomada de pelo del siglo XX.”
¿Cómo puede existir tan honda discrepancia a un lado y al otro del Atlántico? ¿Será que a los ingleses –cegados por el amor al terruño– se les escapa lo que a otros, a la distancia, les es por completo evidente; por ejemplo, que Bacon, como sugirió Michael Kimmelman en The New York Times: “en las últimas décadas no hacía a ratos otra cosa que parodiarse a sí mismo”? O, al contrario, ¿acaso estarán más habilitados para percibir las sutilezas de un arte que a simple vista puede parecer no tener ninguna (tan agitado se lo ve, tan sin pulir)? Y a los estadounidenses, ¿no será que les disgusta que la de Bacon sea una pintura que muy difícilmente se habría producido en su país? Veamos. ¿Qué es exactamente lo que ahora le reprochan?
Después de recordarnos que Bacon se opuso al expresionismo abstracto “americano”, “mofándose del ‘encaje viejo’ de Jackson Pollock y de ‘las lúgubres variaciones de color’ de Mark Rothko”, Schjeldahl anota: “me gusta creer que en la carrera de la mitad del siglo por lograr un arte occidental radicalmente nuevo y pertinente, mis compatriotas jugaron limpio, y Bacon hizo trampa. Ellos desarrollaron estilos integrales que les permitieron asimilar y trascender el impresionismo y el cubismo; estilos envolventes que no sólo se dirigían a la mirada”, como, suponemos, lo hace el estilo de Bacon. Por su parte, Perl reconoce que al salir de la exposición sintió como si en realidad hubiera asistido “a un matadero, con cada una de las pinturas colgadas como carne en canal”. De lo que somos ahí testigos, advierte, “es del grotesco espectáculo de un artista en el proceso de eviscerar a la pintura”, que, como ya antes nos había advertido, ha de servir, por ejemplo, “para construir un rostro al detalle, antes de desarrollar ciertas distorsiones expresivas, basadas en el estudio concienzudo, hora tras hora, día tras día, de una persona real”. Pero claro, nos dice, “para qué tomarse tantas molestias cuando puedes simplemente usar una fotografía y desfigurarla con unos cuantos brochazos para dar la pinta de un Picasso de tercera”.
¿No será que en el fondo les disgusta este pintor de origen irlandés por lo que tiene de inglés (que es bastante; después de todo, pasó la práctica totalidad de su vida en Londres)? En efecto, Bacon rechazó desde el inicio la vía de la abstracción –que era la que tomaron los compatriotas de Schjeldahl– por encontrarla frívola, incapaz de actuar directamente sobre “el sistema nervioso”, como le gustaba decir. (Curiosamente, en el otro país es a él a quien acusan de liviandad.) Él estaba convencido de que a una pintura abstracta “sólo le interesa la belleza de su diseño o de sus formas”, y él buscaba una pintura que, sobre todo, se interesara por la vida; no lo vital, se entiende, sino el mero accidente. Y, de hecho, Perl no andaba tan lejos: para Bacon no había hecho más brutal que “ir a la carnicería y comprobar, con asombrado alivio, que uno no está ahí, en el lugar del animal”, cuando muy bien podría estarlo: si en realidad no se es nada más que carne, viva, pero carne al fin. Por eso su pintura parece la demostración constante, y a veces excesivamente gráfica, de que “somos esqueletos en potencia”. Bacon siempre se empeñó en negar que su trabajo era un reflejo de su tiempo (la turbulenta mitad del siglo XX); temía como pocas cosas caer en la mera ilustración, en la caricatura. En su obra no cabían la guerra y sus horrores, las masacres, las dictaduras, el fracaso de la democracia. Bacon nunca habría pintado el Guernica. Y, sin embargo, es imposible imaginar su trabajo sin todo eso como telón de fondo. Él insistía en que lo suyo eran las fuerzas violentas y destructivas que amenazan al hombre moderno, pero desde dentro. La realidad, no obstante, es que a ningún americano se le ocurrió pintar como Bacon, antes de Bacon. Tampoco es fácil imaginar en el Londres de los años cuarenta el surgimiento de un artista como Mark Rothko.
Nadie lo puede explicar mejor que George Orwell: “Casi cualquier europeo entre 1890 y 1930 vivía en la creencia tácita de que la civilización duraría por siempre. […] En esa atmósfera, el desapego intelectual, e incluso el diletantismo, eran posibles. […] Sin embargo, desde 1930 ese sentimiento de seguridad no existe más. Hitler y la depresión se encargaron de destruirlo. […] En circunstancias semejantes el desapego es inviable. No puedes tener un interés puramente estético en una enfermedad de la que tú mismo estás muriendo.” Una idea, esta última, que Bacon compartía, y por la cual no dudó en desechar el expresionismo abstracto: “una cosa enteramente estética, que no puede transmitir sentimientos en el sentido más amplio” (lo cual abre una discusión que no cabe sostener aquí). Bacon, en ese Londres, no podía ser más que el que fue: un pintor “teatral” (como lo llama Schjeldahl, y por eso entiende: falso; como si no lo fueran también los limones más realistas de Zurbarán, ¿o acaso esos sí se pueden tocar?), al que le gustaba, nos dice Perl, “tomar material autobiográfico y jugar con él, haciendo de los signos y los símbolos su propio revoltijo, produciendo enigmas y misterios” (como uno piensa que hacen en general los artistas). Pero quizá todo ello resulte, en un país acostumbrado al arte abstracto, demasiado confesional, demasiado narrativo. Quizá. Bacon, de cualquier modo, habría cumplido cien años el 28 de este mes. ~
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1. La Tate ya acogió antes, en su edificio del Milbank, dos amplias exposiciones de Bacon, una en 1985 y la otra en 1962.
2. Como sí lo hizo Schjeldahl: “Mis notas de la visita a su nueva retrospectiva bullen de una indignación que procuraré modular. No tiene caso mantener el encono, cuando se trata de un artista cuya estatura canónica […] no ha hecho sino aumentar desde el día de su muerte.”
(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.