Jean Jaurès fue una de las principales figuras de la izquierda francesa de comienzos del siglo XX. Fue uno de los fundadores del Partido Socialista Francés, el cual llegó a encabezar. Como diputado, impulsó la separación entre la Iglesia y el Estado (en una ley de 1905) y los derechos de los trabajadores.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, preocupado por el ascenso geopolítico de Alemania, Jaurès criticó la organización militar de Francia. En su libro El nuevo ejército (1911) propuso un sistema de milicias ciudadanas, una “nación armada” que constituiría una fuerza de defensa masiva, capaz de resistir, y eventualmente detener, una invasión lejos del frente, en los pueblos y los caminos de Francia.
Su enfrentamiento con los mandos militares por la Ley de Conscripción de 1913 y su posición antibélica chocaron con el fervor nacionalista encendido en la crisis de julio de 1914. Fue asesinado el último día de ese mes. Su asesino, Raoul Villain, fue juzgado y absuelto el 4 de abril de 1919, nueve días después de que Anatole France publicara este homenaje en L’Humanité, periódico fundado por Jaurès.
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A menudo estuve cerca de él. Este gran hombre se mostraba en la intimidad simple y cordial, era la dulzura y la bondad mismas.
De todas las facultades que le otorgó la naturaleza, la de amar puede ser la que ejerció de forma más completa. Escuché esa gran voz, que llenaba el mundo con su clamor magnífico y terrible, volverse, para un amigo, cordial y cariñosa.
Su saber, exacto y profundo, se extendía más allá del amplio círculo de las cuestiones sociales, hacia todas las cosas del espíritu. Algunas semanas antes de la guerra, visitándolo en su casa de Passy, tan modesta y tan gloriosa, lo encontré leyendo una tragedia de Eurípides en su idioma original. Su espíritu inmenso descansaba del estudio en el estudio mismo, y reposaba de una tarea en alguna otra. En la serenidad de una conciencia pura, perseguido por odios espantosos, blanco de calumnias homicidas, él no odiaba a nadie. Él ignoraba a sus enemigos.
Estos odios, con los cuales la gente recompensa comúnmente a sus más fieles servidores, a sus mejores amigos y a sus más sabios consejeros, no se extinguen súbitamente tras la muerte de los grandes hombres a los que persiguen, porque los grandes hombres no mueren por completo y dejan tras de sí un pensamiento vivo y fecundo a merced de las facciones.
Fue en vano que el error y el odio intentaron oscurecer el fulgurante patriotismo de Jaurès. ¿Qué?, ¿el amor a la patria y el amor a la humanidad no pueden arder en un mismo corazón? Pueden. Deben. Diré más: quien no ama a la humanidad no sabrá amar verdaderamente a su patria, que es de aquella un miembro que no puede desprenderse sin hacerla sangrar, sufrir y morir.
Jaurès amaba a Francia. La quería justa, pacífica y fuerte. La seguridad de su país fue una de las más constantes y fuertes preocupaciones de su gran espíritu. Elaboró con una rara potencia un proyecto de milicias que ponía un inmenso y vigoroso ejército al servicio de la autonomía nacional. El genio es profético, y este gran hombre luchó en el futuro cuando preconizó la organización de la nación armada.
El servicio militar de tres años, que prevaleció, no nos rescató de la invasión. Fue la nación armada la que nos salvó.
Temía la guerra para su país y para la humanidad. No tenía miedo por la suerte que correría su partido ni por el éxito de sus ideas. Él preveía, en realidad, que la Francia victoriosa pagaría con su libertad el triunfo de sus armas. Pero también sabía que no tendría que pagar ese precio por mucho tiempo y que la revolución, estallando primero entre los vencidos, llevaría pronto el incendio al terreno de los vencedores. Él sabía que esta guerra no sería un juego de príncipes, como las de un Luis XIV y un Federico, ni una gran aventura, como las conquistas de un Napoleón; que no consistiría solamente en choques entre ejércitos que, tras pisotear las cosechas, dejarían intactos los fundamentos de los Estados, sino que, nacida de rivalidades industriales desconocidas hasta ahora, y arrojados pueblos enteros hacia ella, sería una guerra social, y que al esfuerzo casi universal de los combatientes seguiría el esfuerzo universal de los trabajadores.
Los acontecimientos le han dado la razón y nadie, en este momento, es tan insensato como para creer que las olas humanas levantadas por tan violenta tempestad volverán tranquilamente a su sitio y retomarán su antiguo curso. ¡No! ¡No! La tierra está muy profundamente perturbada; demasiados valles se han hecho más profundos, hundiéndose en altas mesetas; demasiadas montañas se han levantado como para que las generaciones nuevas se escurran sin sobresaltos por las mismas pendientes donde se hundieron antes las viejas. ¿Qué? ¡Las condiciones económicas de las naciones han sido revueltas de arriba abajo, sus riquezas dilapidadas; el furor imperialista y capitalista lo ha devastado todo, entre los vencedores tanto como entre los vencidos, y usted quiere que el trabajo se someta a las mismas leyes que lo sujetaban en el viejo mundo, que en cuatro años de guerra se transformó en un caos monstruoso y una ruina irreparable! Jaurès sabía bien que la guerra del pueblo haría madurar al socialismo, liberando al proletario convertido en soldado, sabedor al mismo tiempo de su propia fuerza y de la locura de sus amos.
Jaurès sabía que cuando los pueblos se desentrañaran los unos a los otros con el fuego y con el hierro darían por fin paso, a través de esos caminos ensangrentados, al internacionalismo pacífico.
Algunos sabios pudieron prever que los esfuerzos sorprendentes de una guerra de rivalidades económicas conducirían a una carta universal del trabajo. Sí, Jaurès sabía que la guerra trabajaría en favor de su partido. Pero no quería comprar a ese precio el avance de sus ideas más caras.
Le ha estado destinado que su alma, bella como la paz, expire con ella.
Que ella renazca en nosotros, más brillante que nunca, junto con la paz renacida, y que su pensamiento luminoso nos muestre el camino.
No exigimos que sea vengado. La venganza jamás estuvo entre sus votos. No le rindamos los vanos honores que él habría rechazado con todas las fuerzas de su gran alma; mas esforcémonos por ser, según su ejemplo, humanos y generosos.
Para mí, que tengo el dolor de sobrevivirle, llegado al término de mi vida, deseo que, a su semejanza, mis últimas palabras sean palabras de justicia y amor. ~
Nota y traducción de Emilio Rivaud.
(París, 1844-Saint-Cyr-sur-Loire, 1924) fue poeta, ensayista y novelista. Participó en la fundación de la Liga de los Derechos del Hombre. En 1921 ganó el Premio Nobel de Literatura.