La agonía de la democracia en América Latina

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A principios de los años noventa, después de la caída del muro de Berlín en 1989, se pensaba que las ideas de la democracia y el mercado habían triunfado definitivamente. Francis Fukuyama conoció la celebridad anunciando “el fin de la historia”, la etapa final de síntesis de todos los conflictos históricos.
     Cuando en una ocasión dieron la noticia de su muerte estando todavía vivo, Mark Twain, humorista por antonomasia, dijo que las noticias de su muerte habían sido “vastamente exageradas”. Algo similar puede haber ocurrido con ese optimismo con la democracia y los mercados. Al menos es lo que fluye del importante estudio de Naciones Unidas, “La democracia en América Latina”, presentado recientemente en Lima. Realizado en dieciocho países, recoge una encuesta a 18,643 personas, además de entrevistas en profundidad con 231 líderes de opinión de la región, entre ellos varios ex presidentes. Del total de encuestados, 54.7 por ciento ha declarado no tener problemas con una dictadura, si produce progreso económico, y 56 por ciento valora más el desarrollo que la democracia.
     En los últimos veinticinco años, América Latina hizo extraordinarios progresos en la consolidación de sus sistemas democráticos. Es la única región en el mundo subdesarrollado gobernada íntegramente por democracias, exceptuando Cuba. Hay incluso toda una generación que nació y creció sólo en democracias. Sin embargo, una mayoría de los habitantes del continente no sienten beneficios. ¿Por qué?
     En ese lapso en que se consolidaba la democracia, el continente no tuvo virtualmente crecimiento per cápita (pasó de 3,739 a sólo 3,952 dólares). Asimismo, la pobreza disminuyó muy poco, porcentualmente, pero en términos absolutos el número de pobres aumentó. Por otro lado, el continente presenta, según el informe, la desigualdad más alta del planeta.
     Quizá falta otro estudio semejante sobre la legitimidad del mercado. En toda América Latina, acaso con excepciones como Chile, que comenzó sus reformas mucho antes del consenso de Washington, es probable que haya desencanto con el “modelo”, o al menos con partes del modelo, o con lo que le faltó poner en práctica al modelo. Se aplicaron las recetas, pero no hubo auténtico crecimiento y, cuando lo hubo, no hubo verdadera distribución.
     Brasil, por ejemplo, que había crecido todo el siglo, pero sobre todo de 1950 a 1980, impulsado entre otras cosas por la extraordinaria experiencia desarrollista de Kubitschek, creció comparativamente poco los últimos quince años. Si hubiera mantenido el ritmo de crecimiento anterior, tendría el doble de tamaño económico, y sería una economía más grande que cualquier economía europea exceptuando Alemania.
     Siendo un problema el crecimiento, el problema principal de América Latina es que, aun cuando se produce, beneficia sólo a minorías. No circula.
     Cuando se presentó el informe que comento, estaba leyendo por casualidad El mundo en llamas, un libro de una profesora de Derecho de la Universidad de Yale, Amy Chua. La profesora Chua es china, aunque de nacionalidad filipina. Es decir, forma parte de la minoría económicamente dominante en toda el Asia, esa diáspora china que domina Singapur, Malasia, Indonesia o Filipinas.
     Su tesis, surgida no sólo de sus estudios sino de su propia y afortunada experiencia familiar, es que “los mercados concentran riqueza, con frecuencia una riqueza espectacular, en manos de la minoría dominante del mercado, mientras que la democracia aumenta el poder político de la mayoría empobrecida”. Agrega que “en las numerosas sociedades del mundo que poseen una minoría dominante del mercado, los mercados y la democracia no se refuerzan mutuamente”. ¿Por qué, se pregunta, Bill Gates, que posee tanta riqueza como el 40 por ciento de la población norteamericana junta, no genera odios? Porque el “sistema” provee, en el fondo, igualdad de oportunidades. Hace treinta años estaba en un garaje de Seattle.
     Cuando el “sistema” no ofrece futuro, igualdad de oportunidades, el odio, social o étnico, estalla. Chua cree que, en condiciones de gran desigualdad, “la lucha por conseguir una democracia de libre mercado se convierte en un motor de etnonacionalismo potencialmente catastrófico, que enfrenta una frustrada mayoría ‘indígena’ (a la que los políticos oportunistas en búsqueda de votos incitan con facilidad) a una minoría étnica adinerada. La mayoría puede mejorar o no su posición en términos absolutos —controversia en la que se concentra gran parte del debate sobre la globalización—, pero cualquier sensación de mejora queda aplastada por su continuada pobreza”.
     ¿Por qué no circula el crecimiento? ¿Por qué los derechos no están equitativamente repartidos? ¿Por qué la propiedad no vale? ¿Por qué el crédito no circula?
     La conclusión a la que he llegado hace tiempo es que los “cuellos de botella” del desarrollo latinoamericano no son primordialmente económicos sino institucionales. No están en el hardware que utilizamos, sino en el software que ignoramos. Por tanto, si no atacamos esos cuellos de botella, el crecimiento nunca circulará, el mercado será un privilegio de minorías, y la democracia siempre será frágil para ofrecer resultados.
     Es en este campo, no en la macro-economía —por importante que sea—, ni en la negociación —sin embargo decisiva de nuestra inserción comercial en el mundo—, donde está el gran desafío de América Latina en los años por venir. –

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