La historia como progreso es un mito cristiano que empezó a formarse en el siglo xii y a secularizarse en el XVIII. Tiene antecedentes milenarios: prehistóricos, bíblicos y griegos.
Innumerables mitos que vienen de la prehistoria documentan progresos, por ejemplo: el uso del fuego (James Frazer, Myths of the origin of fire), la cocina (Claude Lévi-Strauss, Lo crudo y lo cocido). Pero también hay mitos sobre un pasado mejor: la Edad de Oro, el Paraíso.
Un rasgo del judaísmo fue su esperanza en un futuro mejor. Frente a la idea de una humanidad venida a menos, expulsada del paraíso; frente a la idea de un tiempo circular, donde no hay nada nuevo bajo el sol; aparecen las profecías de una restauración del paraíso en la tierra: “Serán vecinos el lobo y el cordero […] El novillo y el cachorro yacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá […] Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahvéh, como llenan las aguas el mar” (Isaías 11, siglo VIII a.C., Biblia de Jerusalén).
Los griegos también tuvieron tradiciones sobre el origen del fuego, la Edad de Oro y el tiempo circular. Ludwig Edelstein (The idea of progress in Classical Antiquity) cree que la idea de progreso está implícita en unos versos de Jenófanes (siglo VI a. C.): “Los dioses no revelaron todas las cosas a los hombres desde el principio; pero éstos, buscando, llegan a encontrar lo mejor.” Esta exaltación de la capacidad humana no implica gradualidad, como señala el mismo Edelstein; ni confianza en un futuro mejor. Lo que hubo en Grecia fue la conciencia de un presente mejor, admirable en comparación con la era arcaica y la barbarie de todos los otros pueblos, como puede verse en W. K. Guthrie (The sophists) y Eric A. Havelock (The liberal temper in Greek politics) que discuten la cuestión del progreso.
Pero no hay que ver en la conciencia prehistórica, la esperanza bíblica o el orgullo griego lo que todavía no hay. Afirmar un presente mejor o esperar un futuro mejor implican antes y después, no mejoras graduales. Ni siquiera implican historia, como hoy la entendemos. Las edades, las eras, los eones, pueden concebirse, no como segmentos históricos, sino como estados estables, más o menos estancos; como el cielo y la tierra. Según el Génesis, Jacob soñó una escalera que unía la tierra al cielo; pero los que bajaban y subían entre el tiempo y la eternidad eran ángeles. En la perspectiva de hoy, la historia como progreso supone una gran línea cronológica, donde hace medio millón de años empieza el uso del fuego, hace diez mil la agricultura, hace doscientos el buque de vapor (el uso de la potencia motriz del fuego), etcétera.
Los judíos esperaban un futuro glorioso con la llegada del Mesías: el reino de Dios en la tierra; y los que vieron su esperanza cumplida en Jesús tuvieron muchos problemas para reconciliarla con la triste realidad de su fracaso y todo lo que no cambió. San Pablo desarrolló una teología con doble temporalidad: la absoluta (donde el cristiano ya es un hombre nuevo, en un mundo nuevo y un tiempo nuevo) y la transitoria, que no tiene importancia. “La creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Epístola a los romanos) suena hoy a cosmología y evolución de las especies, en camino de la historia como progreso; pero el nacimiento que anuncia es un salto del mundo viejo al nuevo, no un ascenso gradual. El salto al cielo, según Cristo y San Pablo, se da en el amor: a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. En el aquí y ahora del amor, se abre el tiempo absoluto; y éste es el cambio radical, independientemente de lo que suceda en el tiempo transitorio. Esto devalúa cualquier progreso terrenal, incluso espiritual. Pide la conversión al absoluto (“Sed perfectos”, Mateo 5), no el perfeccionamiento gradual. Menos aún, el progreso histórico, social y material.
Unos siglos después, el entrenamiento en la virtud, que es un ideal de la paideia griega, se integra a los ideales cristianos (Werner Jaeger, Cristianismo primitivo y paideia griega). Los radicales que abandonan las comunidades cristianas, descontentos de su mediocridad, se van al desierto de Egipto. Hay quienes los siguen, y los ermitaños (del griego eremos, desierto) acaban por aceptar compañeros y discípulos. De ahí surgen las comunas radicales que aspiran a la vida perfecta y se dedican a entrenarse como profesionales de la virtud. En el siglo IV, el Asceticón o regla de San Basilio (el ermitaño, teólogo y obispo que recomendó a los jóvenes leer cristianamente a los clásicos griegos) define la paideia del progreso espiritual que adoptará el movimiento monástico.
Ascetismo y ascenso están relacionados en la práctica, aunque no etimológicamente. La raíz griega de ascetismo se refiere al trabajo bien hecho, el entrenamiento deportivo, los lugares para hacer ejercicio, lo profesional. La raíz indoeuropea de ascender se refiere a brinco, escalón, escalera, trepar. En la vida monástica, la escala de Jacob, por donde bajan los ángeles a la tierra, se convirtió en el símbolo del progreso espiritual, por donde suben los aprendices de la virtud. La regla de San Benito (siglo VI) dice sobre la humildad: Si “queremos llegar a la exaltación celestial, a la que se sube a través de la humildad en la vida presente, hemos de levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob […] La escala erigida representa nuestra vida en este mundo” (traducción de Iñaki Aranguren). Un siglo después, San Juan Escolástico, más conocido como San Juan Clímaco (es decir: Escalante) define treinta grados de avance o escalones necesarios para subir al cielo, en su Escala espiritual (libro del cual se ha dicho que fue el primero impreso en México, aunque nadie ha visto un ejemplar). En el Escalón 4, dice: “Los que de veras se empeñan en aprender un oficio progresan de día en día. Así debe ser […] Un buen banquero no deja pasar un día sin hacer cuentas de pérdidas y ganancias” (traducción de Teodoro H. Martín). A Weber le hubiese encantado esta comparación para La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
La escala de Jacob se vuelve así una vía de trepadores, después secularizada en los ascensos de la meritocracia, que empiezan por las graduaciones escolares: la “ritualización del progreso” criticada por Iván Illich en La sociedad desescolarizada y otros libros. Grados, gradas, progreso, sí están relacionados etimológicamente. Según el Diccionario latino de Blánquez, Cicerón dice en alguna parte: progredi in virtute, “hacer progresos en la virtud”. Pro-gredi es avanzar grados, subir gradas.
Los monjes que dejan la vida normal, buscando en Dios su máxima realización personal, son hoy artistas, políticos, ejecutivos, que sacrifican todo a su carrera. La invitación de Santa Teresa al Camino de perfección se vende hoy como nunca, en los manuales de superación personal. Las “noches del alma” de San Juan de la Cruz en la Subida del Monte Carmelo se viven hoy en las angustias de Los trepadores de pirámides (Vance Packard). Como si el progreso hubiese impuesto los ideales monásticos, cada vez más personas viven completamente solas en edificios de apartamentos (celdas de ermitaños modernos), y están de moda la meditación y otras paideias de ascenso espiritual. Pero la voluntad de progreso personal no es todavía la historia como progreso.
El primer indicio aparece en otro tipo de escuelas: las catedralicias, de donde surgen las universidades. Bernardo, maestro y cancelario de la escuela de Chartres (famosa como centro de estudios platónicos), decía a principios del siglo XII: “Somos como enanos sentados en los hombros de gigantes, y podemos ver mejor y más lejos, no por nuestra propia eminencia visual o corporal, sino porque su estatura nos eleva y sostiene” (Juan de Salisbury, Metalogicon, III, 4). Y ¿quiénes eran los gigantes? Platón, Aristóteles. Contra la opinión común, Werner Jaeger (Humanismo y teología) observó que los primeros en recuperar a los griegos no fueron los renacentistas, sino los medievales. La paideia griega, que desapareció con el Imperio Romano, se había conservado en los monasterios del campo, gracias a lo cual pudo volver a las ciudades y sus centros de formación eclesiástica: las escuelas y universidades.
Pero hay algo más que paideia en la escuela de Chartres: una conciencia del progreso del saber, como algo distinto del progreso personal. Desde el punto de vista de mi estatura personal, dice Bernardo, yo soy poco en comparación con Platón y Aristóteles; pero el saber que hemos alcanzado los rebasa. Años después, en los vitrales de la catedral de Chartres, alguien tradujo la celebrada afirmación de Bernardo (atribuida a Newton y a media humanidad) en otra imagen de superioridad. Cada uno de los cuatro evangelistas está sentado sobre los hombros de un profeta bíblico: San Mateo sobre Isaías, San Juan sobre Ezequiel, San Marcos sobre Daniel, San Lucas sobre Jeremías (Robert K. Merton, On the shoulders of giants). La traslación de la metáfora es significativa (el Nuevo Testamento supera al Antiguo); pero Merton, que rastrea las atribuciones de la frase a lo largo de los siglos, no se ocupa del concepto de progreso, ni menciona a Joaquín de Fiore, cuyas ideas parecen inspirar esas imágenes de una etapa superada por otra.
Joaquín (1135?-1202) nació poco después de la muerte de Bernardo (antes de 1130). No se sabe si conoció su frase progresista, pero no simpatizaba con los modernos que habían puesto de moda a Platón y Aristóteles. Alguna vez (según Henri de Lubac, La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore) criticó la “superstitiosa exhibitio modernorum”. (Por cierto que la palabra modernus tampoco es renacentista: la inventaron los medievales del siglo VI, según el Oxford English Dictionary.) Admiraba más a los profetas bíblicos que a los filósofos griegos, y acabó siendo el profeta de una nueva era. Según Norman Cohn (The pursuit of the millenium), “inventó el sistema profético de mayor influencia en Europa, hasta la aparición del marxismo.”
El futuro mejor del mesianismo bíblico era la apoteosis de Israel como reino de Dios: paz, concordia, justicia, prosperidad y supremacía del pueblo elegido. Había variantes en la concepción. Para los zelotes, el Mesías iba a encabezar una revolución contra la ocupación romana (Oscar Cullman, Jesús y los revolucionarios de su tiempo). Cuando Jesús Nazareno Rey de los Judíos termina crucificado como revoltoso, con ese letrero que lo ponía en ridículo, ¿qué futuro quedaba? San Pablo predica la resurrección de Cristo y su retorno en el fin de los tiempos, en una apoteosis de la creación entera resucitada, en un tiempo absoluto, que se anticipa aquí y ahora por la fe y el amor.
San Agustín renueva y desarrolla ampliamente esta teología de la historia, ante la inminente caída del Imperio Romano, en el cual (desde la conversión de Constantino) muchos cristianos integristas vieron establecido el reino de Dios. ¿Qué futuro quedaba después de que Alarico saquea Atenas (396) y Roma (410)? San Agustín escribe La Ciudad de Dios entre 416 y 422, afirmando que la ciudad terrena, aunque sea cristiana, no es la Ciudad de Dios, que prevalecerá eternamente.
El año 1000 despertó una inquietud semejante, porque San Juan (Apocalipsis 20) había anunciado el fin de los tiempos en mil años, precedido por toda clase de desastres, antes de la restauración de “un cielo nuevo y una tierra nueva”. Pero Joaquín renueva la interpretación del fin de los tiempos, con un optimismo que entusiasmó. Lo que seguía no era el fin del mundo, sino un tercer tiempo de la historia sagrada, en el cual los cristianos, movidos por el Espíritu Santo, irían restaurando el paraíso en la tierra: la renovación de la Iglesia, la conversión del mundo, que se completarían con la victoria final sobre Satán. Siete siglos después, criticando el entusiasmo por la máquina de vapor, dijo Baudelaire: la verdadera civilización no es el progreso material, sino “la disminución de las huellas del pecado original” (Mon coeur mis à nu 32).
Joaquín no se veía a sí mismo como profeta, sino como hermeneuta que se esforzaba en descifrar las Escrituras recurriendo a la “inteligencia espiritual” y a las cifras, diagramas, simbolismos. Marjorie Reeves (Joachim of Fiore and the prophetic future) presenta sus esquemas numerológicos e interpretativos, por los cuales llega a la afirmación de que la eternidad trinitaria se revela progresivamente en el tiempo, a lo largo de tres períodos (status) de la historia sagrada: primero del Padre, luego del Hijo y finalmente del Espíritu Santo. Al margen de sus cuentas, discutibles y complicadas (veintiún generaciones de Adán a Jacob, también veintiuna de Cristo a San Benito), lo importante es que Dios se manifiesta de una manera cada vez más profunda y completa. Lo temporal se va volviendo divino, y lo que sigue es una nueva época inspirada por el Espíritu Santo. Dice en el Liber concordiae novi ac veteris testamenti (cita de Lubac): “El primer estado fue colocado bajo los auspicios de la dependencia servil; el segundo, bajo los de la dependencia filial; el tercero, bajo los de la libertad. El látigo para el primero, la acción para el segundo, la contemplación para el tercero. Sucesivamente, el temor, la fe, la caridad; el estado de esclavos, el estado de hombres libres, el estado de amigos […] La luz de las estrellas, la aurora, el pleno día.” Ésta no era la teología de la historia hasta entonces conocida.
Joaquín era abad del monasterio cisterciense de Fiore, en Calabria. A diferencia de los primeros cenobios del desierto (comunidades de ermitaños que vivían cerca y se reunían para algunas liturgias), los monasterios occidentales eran comunas agrícolas dedicadas a la liturgia, el perfeccionamiento espiritual, el entrenamiento de novicios y los trabajos necesarios para subsistir, siguiendo la paideia establecida en una regla por el fundador, bajo la dirección de un abad. Inevitablemente, la combinación de donativos, trabajo y austeridad personal los hizo acumular y prosperar, especialmente a partir del siglo IX, cuando aumentó la productividad agrícola por una serie de innovaciones: las herraduras, arneses y pecheras que permitieron usar caballos y mulas, en vez de bueyes, para arar; el arado triple, la rotación de cultivos, la carreta de cuatro ruedas, en vez de dos (Lynn White, Tecnología medieval y cambio social). Los benedictinos prosperaron tanto que algunos radicales se fueron a fundar monasterios más austeros a lugares despoblados: los cistercienses, cuya mayor austeridad favoreció que prosperaran todavía más (de ahí salieron, a su vez, los trapenses, aún más estrictos). Desde otro punto de vista, la prosperidad de aquellos islotes de fraternidad, oración, estudio, trabajo, comunidad de bienes, ascetismo y servicio a la población (atraída por estos polos de desarrollo rural), pudo sugerir un modelo digno de extenderse a toda la sociedad. En el siglo xx, los koljoses rusos, las comunas chinas, los kibutzes israelíes, las zafras cubanas y otros proyectos semejantes parecen revivir estos ideales monásticos: la institución total donde se combinan la superioridad moral, el estudio de las Escrituras y el trabajo manual.
La mera existencia de comunidades monásticas era una crítica de la vida cristiana normal: una realización simbólica de la futura Ciudad de Dios. Pero Joaquín va más allá. Como paso previo a la conversión de toda la sociedad (la “Iglesia carnal”) a la vida perfecta (la “Iglesia espiritual”), aparecerán nuevas comunidades que, en vez de recluirse, saldrán al mundo y lo convertirán. Cuando surge un laico radical, que quiere vivir totalmente identificado con Cristo, sin ser sacerdote, ni entrar a un monasterio (Francisco de Asís, 1182?-1226), sus seguidores recordaron la profecía de Joaquín y se sintieron anunciados como vía del futuro. Algunos (los llamados franciscanos espirituales) creyeron que había llegado el tiempo de acabar con la jerarquía eclesiástica, corrompida por el Sacro Imperio Romano, y se metieron en problemas.
Pero el entusiasmo por el futuro no sólo se refería a la vida religiosa, política y social. Cuando la física de Aristóteles (que entonces era lo moderno) estaba en su apogeo, el franciscano Roger Bacon (1214?-1294?) abogó por la ciencia experimental y anunció (siglos antes que Leonardo) máquinas voladoras. Según White, el año 1260 escribió: “Es posible construir máquinas gracias a las cuales los barcos más grandes, con sólo un hombre que los guíe, se desplazarán más rápidamente que si estuvieran repletos de remeros; es posible construir vehículos que habrán de moverse con velocidad increíble y sin ayuda de bestias; es posible construir máquinas voladoras en las que un hombre […] podrá vencer al aire con alas como si fuera un pájaro […] las máquinas permitirán llegar al fondo de los mares y los ríos.” Se dice que Bacon inventó los anteojos para leer.
En su monumental historia de La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, Henri de Lubac va del siglo XII al XX, pasando por Tomás de Aquino (que lo critica), Dante (que lo pone en el paraíso), Münzer (que lo convierte en inspiración revolucionaria), Campanella, Böhme, Lessing, Herder, Saint-Simon, Hegel, Schelling, Comte, Hugo, Marx… y aun el joven filósofo Bernard-Henri Lévy, que en El testamento de Dios evoca el “debate entablado a través de los tiempos entre Agustín y Joaquín de Fiore”, para argüir contra la teología de la revolución.
En dos milenios, desde Isaías hasta Joaquín: Lo mejor deja de estar en el pasado o el presente y se coloca en el futuro. Se abre el reino de la esperanza en una vida mejor. El paso a la vida mejor se transforma en un salto de conversión al amor, mientras llega el fin de los tiempos, que se pospone una y otra vez. El salto se profesionaliza en una paideia gradual. El progreso espiritual se extiende al progreso del saber y la revelación. Los tiempos mejores dejan de ser eones: la eternidad se inserta en la historia y el paraíso futuro se va construyendo gradualmente en la tierra.
Una vez integrados todos estos elementos, el mito del progreso adquirió una fuerza arrolladora, y, desde el siglo XVIII, se volvió una fuerza ciega que ignora sus orígenes y considera evidentísimo y hasta científico lo que es realmente una fe religiosa. –
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.