Los motivos de la alegrรญa
Algunos dรญas despuรฉs del 11 de septiembre de 2001, mi mujer y yo fuimos caminando a la Casa Blanca. La ciudad estaba paralizada por el miedo y el duelo. No estaba claro que el peligro hubiera pasado. El aeropuerto estaba cerrado. En la televisiรณn los malhadados aviones continuaban estrellรกndose contra las torres y las malhadadas torres continuaban desplomรกndose, hasta que el horror empezรณ a parecer un tanto irreal. El torrente de palabras, la erupciรณn inmediata de comentarios y anรกlisis, el triunfo indecente sobre el pasmo y el silencio empezaban a provocar la misma sensaciรณn. Para preservar la punzada de la realidad, cambiamos la casa por la ciudad nerviosa. Lafayette Park estaba casi desierto. El silencio no conocรญa la paz. El cielo vacรญo era un emblema del temor. Habรญa francotiradores en el techo de la Casa Blanca, que de pronto parecรญa un objetivo. Sentarnos en una banca fue una pequeรฑa expresiรณn de nuestra asertividad, un acto de solidaridad con la vida cotidiana que parecรญa estar bajo amenaza y con la lucha que estaba por venir. El aislamiento estadounidense estaba deshecho. Era uno de esos momentos –nuestra historia vigorosa y afortunada nos habรญa evitado muchas de esas crueles epifanรญas– en los que reconoces cuรกnto importa tu paรญs, este paรญs.
Recordรฉ esa hora fatal en Lafayette Park ayer por la noche, parado en el mismo lugar y rodeado por la multitud regocijante. La noticia de la muerte de Osama bin Laden hizo que miles de personas y cientos de banderas llegaran a las puertas de la Casa Blanca. Eran jรณvenes, diversos y ansiosos. Habรญa soldados, marines creo yo, entre los civiles que celebraban. Un joven sonriente portaba un pequeรฑo papel en el que estaba escrito: “Un musulmรกn contento.” Otro letrero, que no causรณ controversia decรญa: “Regresen a las tropas a casa”, mientras que un corpulento hombre negro tocaba “When Johnny comes marching home again” con una pequeรฑa trompeta. Una mujer con bastante ingenio habรญa escrito en la tapa de una caja de pizza que Donald Trump querรญa ver el certificado de defunciรณn de Osama bin Laden. Casi todos anunciaban por Twitter su deleite. (Una multitud tuiteante es una multitud menos atemorizante.) Se bebiรณ y se derramรณ mucha cerveza. La escena era un desorden, obviamente. El triunfalismo casi nunca es cosa bella. Pero aun asรญ se imponรญa hacer ciertas distinciones. Esta multitud no quemรณ la efigie de nadie, la bandera de nadie, los libros de nadie. Se reuniรณ para celebrar un acto completamente defendible, cuya justicia podรญa ser corroborada con argumentos mรกs allรก de los nacionalistas. Despuรฉs de todo, Osama bin Laden matรณ a mรกs musulmanes que estadounidenses y representaba una de las ideas mรกs nocivas de nuestro tiempo: la restauraciรณn, por la vรญa de la violencia santificada, de un mundo humano sin derechos. No hay hombre o mujer decente en ningรบn lugar del mundo –y nada lo ha demostrado de manera tan marcada como la democratizada plaza pรบblica รกrabe– que no quiera que esta teologรญa polรญtica armada sea derrotada. Si alguna muerte justifica el regocijo, es la muerte de Osama bin Laden.
Aun cuando me satisfacรญan las bases universales que sostenรญan el jรบbilo de la gente, confieso que no estaba buscando desesperadamente esa emociรณn. La explosiรณn de patriotismo en Lafayette Park me parecรญa tambiรฉn una expresiรณn de moralidad. Para empezar, me sorprendiรณ y me alegrรณ de una forma oscura darme cuenta de que la herida del 11 de septiembre aรบn estaba tan fresca, y tambiรฉn para gente que era joven cuando ocurriรณ el ataque. Las presiones del materialismo estadounidense y del frenรฉtico modo de vida estadounidense sobre la memoria colectiva estadounidense son enormes, y ni siquiera las dos guerras que estamos peleando –ambas legado del 11 de septiembre– parecen haber logrado centrar mucho tiempo la atenciรณn del paรญs en los fundamentos de nuestro conflicto con la tiranรญa medievalista. Bin Laden mismo no era la amenaza que fue una dรฉcada atrรกs. Ahora era mรกs bien un sรญmbolo de su propia maldad, una figura cuyo poder era fundamentalmente mรญtico. Pero los sรญmbolos y los mitos tambiรฉn son reales, y los celebrantes en Lafayette Park no habรญan olvidado la atrocidad de hace una dรฉcada. Y sabรญan tambiรฉn que, cualquiera que sea el efecto disuasivo de la aniquilaciรณn de Bin Laden, se habรญa hecho justicia. La operaciรณn en Abbottabad fue un acto de venganza, sin duda, pero nunca habรญa habido una multitud a las puertas de la Casa Blanca exigiendo esa venganza. Llegรณ ahรญ solo para afirmarla cuando esta ya habรญa sucedido. Los jรณvenes de anoche no eran jรณvenes sedientos de sangre. Eran simplemente conscientes de que tenemos enemigos. No habรญa nada torcido en que ellos sintieran que el enemigo de su paรญs es tambiรฉn su enemigo.
No fui a Lafayette Square para mirar; fui tambiรฉn a unirme. Siempre he creรญdo en el carรกcter moral del contraterrorismo (y en el subsiguiente cรกlculo de medios y fines, claro estรก) y estaba eufรณrico con esta vindicaciรณn del contraterrorismo, temerario pero escrupulosamente llevado a cabo. Reaccionรฉ de manera visceral al anuncio del presidente Obama, y en este caso no tengo que disculparme por mi visceralidad. Cuando la multitud se congregรณ fuera de la Casa Blanca y cantรณ mรกs de una, mรกs de dos veces el himno nacional y “God bless America”, cantรฉ con ellos mรกs de una, mรกs de dos veces. (No los seguรญ cuando entonaron “We will rock you”.) No, la muerte de Osama bin Laden no es un gran logro estratรฉgico. En los รบltimos diez aรฑos las fuerzas de reacciรณn en el mundo musulmรกn han cambiado su configuraciรณn y derrotarlas –cosa que no puede ser tarea exclusiva de Estados Unidos– serรก mucho mรกs difรญcil de lo que fue hallar a Osama bin Laden. Hay muchas cosas mรกs complicadas que decir acerca de las consecuencias prรกcticas de la misiรณn en Abbottabad. Pero no debemos disminuir lo que consiguieron esos tres helicรณpteros estadounidenses. El simbolismo contenido ahรญ –esa prueba de que Estados Unidos no ha claudicado– tambiรฉn es real. No se puede luchar por los objetivos estratรฉgicos –seguridad para Estados Unidos, liberalizaciรณn de las sociedades musulmanas– cuando su significado parece agotado o disminuido. En la medida en que la muerte de Osama bin Laden refresca nuestras memorias, refresca tambiรฉn nuestros motivos. Serรญamos poca cosa si pensรกramos de otra manera. ~
Leon Wieseltier
Traducciรณn de Pablo Duarte
© The New Republic
Impacto profundo
Ser implacable es algo bueno. Lo implacable tiene una resonancia filosรณfica que se entiende de manera intuitiva. La guerra entre Al Qaeda y Estados Unidos ha estado fundada en una disputa sobre el sentido de la historia. Al Qaeda siempre ha creรญdo que Dios desea la resurrecciรณn del antiguo califato islรกmico. Y Al Qaeda siempre ha visto a Estados Unidos, con sus orรญgenes cristianos, como el obstรกculo รบltimo en la resurrecciรณn del califato. Los militantes de Al Qaeda siempre han creรญdo que, como representantes de la voluntad de Dios, eventualmente triunfarรกn. Al Qaeda, entonces, ha incitado a sus militantes a una lucha necia, incluso eterna –el tipo de enfrentamiento que puede llevar a gente decidida e idealista a inmolarse en nombre de Al Qaeda.
Estados Unidos, sin embargo, tambiรฉn ha sido necio. Diez aรฑos, comparados con la eternidad, no es nada.
En cambio, diez aรฑos en la vida de un ser humano es mucho. Durante diez aรฑos, Estados Unidos ha sido implacable. Y ahora que Estados Unidos puede celebrar sus logros, la implacabilidad estadounidense sรบbitamente se ha vuelto elocuente, y esto es mejor que bueno. Es crucial.
Despuรฉs de todo, Estados Unidos se adhiere a su propia teorรญa de la historia, aunque muchos de nosotros no estemos dispuestos a reconocer nada por el estilo. En nuestra propia teorรญa de la historia, democrรกtica y liberal, doctrinas como las de Al Qaeda estรกn condenadas a la derrota. Para nosotros, la enloquecida y fantรกstica doctrina que postula resucitar un califato antiguo es comparable a otras doctrinas que nos topamos a lo largo del siglo pasado –la doctrina que proponรญa instaurar una versiรณn aria del imperio romano o la doctrina que buscaba restaurar una versiรณn de las antiguas comunas rurales rusas en la civilizaciรณn soviรฉtica del proletariado. Nosotros, democrรกticos y liberales, miramos esas doctrinas como protestas reaccionarias en contra de la autรฉntica marcha del progreso, y como nada mรกs que protestas reaccionarias. Y creemos que, si nos esforzamos lo suficiente, si somos lo suficientemente implacables, las protestas reaccionarias serรกn derrotadas.
No nos gusta usar el lenguaje de la historia y el progreso. Sabemos que las invocaciones de la historia y el progreso pueden transformarse con toda facilidad en una retรณrica de supersticiรณn autocelebratoria. Aun asรญ, a veces esta manera de hablar se refiere a algo real. Y algunas veces, en momentos de crisis y euforia, descubrimos que nuestras creencias mรกs hondas toman el escenario y usamos ese tipo de lenguaje. Eso fue lo que el presidente Obama hizo la noche del domingo 1o de mayo cuando, al anunciar la muerte de Osama bin Laden, concluyรณ su discurso con una cita del “Juramento a la bandera” –una declaraciรณn de fe en la fuerza y el futuro de la libertad y la igualdad; es decir, en la fuerza y el futuro de la civilizaciรณn democrรกtica.
Esas frases finales del discurso de Obama fueron un momento de verdad y elocuencia. Las frases dejaban claro que nuestros agentes militares y de inteligencia han cazado a Bin Laden no solo porque era un bandido, sino porque defendemos nuestra propia doctrina, que es la doctrina de la democracia. Despuรฉs de todo, Bin Laden y la mayorรญa de los estadounidenses han coincidido en un punto: la pregunta acerca de por quรฉ estamos en esta guerra. La guerra ha sido un combate por un principio. Es un combate entre la fantasรญa islamista de fundar una teocracia contra el principio democrรกtico de promover y defender una realidad de libertades democrรกticas.
Todo el mundo entiende que la muerte de Bin Laden, en tรฉrminos militares, no significa demasiado.
Tampoco revela una superioridad militar abrumadora por nuestra parte. Nuestros agentes de inteligencia tuvieron suerte; nuestros efectivos militares actuaron eficientemente, porque pudieron haber trastabillado, como sucediรณ en el pasado; nuestros verdaderos aliados paquistanรญes lograron engaรฑar a nuestros falsos aliados paquistanรญes, quienes eran aliados de Bin Laden. Todas estas circunstancias fรกcilmente pudieron haber sido distintas –como sucediรณ, por ejemplo, cuando el desafortunado Jimmy Carter ordenรณ el rescate militar de los rehenes estadounidenses en Teherรกn en 1980 y nuestro helicรณptero se estrellรณ contra nuestro propio aviรณn. Congratulemos pues al personal militar y de inteligencia que llevรณ a cabo esta operaciรณn y felicitemos a la Casa Blanca, que organizรณ la operaciรณn –aun cuando reconocemos que, con solo un par de instancias de mala suerte, los sucesos habrรญan sido bastante nefastos.
Pero reconozcamos que, pese a todo lo que de fortuna tiene una operaciรณn como esta, el simbolismo es inmenso e irreversible. Y, dado que la guerra actual es a fin de cuentas una guerra de ideas, no dejemos pasar el que el simbolismo es totalmente relevante. El simbolismo de la operaciรณn dice: la Historia no estรก del lado de Bin Laden. La Historia estรก del lado de la democracia y de la libertad. La Historia no serรก disuadida. Sรญ, debemos preguntarnos: ¿tiene sentido usar abstracciones como “Historia”? ¿La bรบsqueda implacable de un hombre tiene significados mรกs profundos? Hay una respuesta para estas preguntas. Las abstracciones expresan un significado si estamos dispuestos a dotarlas de significado. Diez aรฑos de implacable cacerรญa sugieren que hemos elegido hacerlo.
El discurso de Obama fue magnรญfico; aunque habrรญa deseado que mencionara la guerra de Iraq, que, una vez derrocado Sadam, se convirtiรณ en una guerra contra Al Qaeda y especรญficamente contra esa facciรณn comandada por el hombre de Bin Laden en Mesopotamia, Abu Musab Al Zarqaui. La guerra contra Zarqaui y su movimiento se convirtiรณ, por un momento, en el frente principal de la aรบn mรกs larga guerra entre la versiรณn del islamismo de Al Qaeda y la versiรณn estadounidense de la democracia liberal.
Pero estoy objetando al pasado. El presidente hablรณ con suficiente elocuencia acerca de la victoria de Estados Unidos sobre Bin Laden. El simbolismo es inconfundible. No existirรก el quimรฉrico califato. El poder de la repรบblica democrรกtica es innegable. Ese fue el mensaje. Estamos ganando. Al Qaeda estรก perdiendo. Esto no tiene que ver con suerte o con circunstancias. Tenemos razones para hacer sonar los tambores y gente de todo el mundo, especialmente en el mundo musulmรกn, tiene motivos para reaccionar con una sensaciรณn de esperanza para ellos mismos y para los demรกs. O, mรกs bien, tenemos razรณn al creer esto, y los demรกs tambiรฉn tienen razรณn al creerlo, siempre y cuando elijamos seguir siendo implacables. ~
Paul Berman
Traducciรณn de Pablo Duarte
© The New Republic
La pregunta inmediata
Antes de que se olvide, hay que mencionar que el 20 de septiembre de 2001 la administraciรณn Bush declarรณ que Osama bin Laden estaba detrรกs de los ataques del 11 de septiembre y dio un ultimรกtum al gobierno talibรกn en Kabul. Demandรณ que el lรญder de Al Qaeda fuera entregado a las autoridades estadounidenses. Fue la negativa del mulรก Omar y sus colegas la que llevรณ a la invasiรณn de Afganistรกn el 7 de octubre –la operaciรณn Libertad Duradera, que originalmente se iba a llamar Justicia Infinita pero fue rebautizada en el รบltimo momento por temor a ofender a los musulmanes (digan lo que digan la derecha estadounidense y algunos comentaristas, Obama no es el primer presidente en tomar en consideraciรณn la sensibilidad musulmana). Los cambios en las justificaciones de la invasiรณn y los nueve aรฑos y medio de combate que han venido despuรฉs no deben opacar este hecho. Por eso es totalmente apropiado que el asesinato selectivo de Osama bin Laden (ya sea que uno celebre o lamente que el lรญder de Al Qaeda no haya sido capturado, por lo menos llamรฉmoslo por su nombre) sea la ocasiรณn para pensar a profundidad si ha llegado el momento de terminar la guerra en Afganistรกn.
La invasiรณn del 2001 atrajo un respaldo que no se habรญa visto en ninguna guerra desde que el ataque a Pearl Harbor obligรณ a Estados Unidos a entrar a la Segunda Guerra Mundial. En cambio, las razones actuales –es decir, que la cacerรญa de Al Qaeda ha dejado de ser el objetivo principal, y que la misiรณn capital, mucho mรกs amplia y concebida a largo plazo, es estabilizar el paรญs para que no vuelva a ser refugio de yihadistas globales– no reciben ese mismo respaldo. Estรก claro que el gobierno de Bush no podrรญa haber ido a la guerra con las justificaciones ex post facto que ahora se usan para explicar su continuaciรณn. Y si el gobierno de Obama –pese a la creciente oposiciรณn a la guerra tanto entre sus mรกs fieles partidarios de la izquierda liberal como entre sus opositores mรกs vehementes en la derecha del Tea Party– ha decidido, como parece hasta ahora, que no habrรก una retirada significativa de tropas estadounidenses en el futuro cercano, lo mรกs importante no es que el presidente estรฉ a punto de romper una de sus mรกs fervientes promesas electorales. Mรกs bien, eso confirma de nuevo –como si hubiera necesidad de confirmarlo– que en los principales temas de polรญtica exterior la diferencia entre los presidentes Bush y Obama se halla solo en la retรณrica y los ejercicios cosmรฉticos que despliegan para satisfacer a sus respectivas bases de votantes.
Esto no solo es vรกlido para Afganistรกn e Iraq. Lo es tambiรฉn para el noreste de Asia, Mรฉxico y Amรฉrica Central, y para el รfrica subsahariana, por mencionar tres รกreas en las que las polรญticas de ambas administraciones han sido prรกcticamente idรฉnticas. Pero nunca ha sido tan evidente la continuidad entre las dos presidencias como en la llamada “Larga guerra contra la yihad”, sobre todo en Afganistรกn, en el Cuerno de รfrica y en algunos paรญses del Sahara donde operan el Comando Africano del ejรฉrcito estadounidense y jsoc –el Comando de Operaciones Especiales (una de las instancias involucradas en el ataque contra Osama bin Laden en Abbottabad). Los cambios recientes en la cia y el Departamento de Defensa –Leon Panetta irรก de Langley al Pentรกgono para reemplazar a Robert Gates, designado por Bush, y David Petraeus, cuyos ascensos deben mucho al expresidente Bush, serรก nuevo director de la Agencia Central de Inteligencia– deberรญan haber eliminado las รบltimas dudas sobre este asunto. Aun asรญ, los Donald Trump, Michele Bachmann y Dinesh D’Souza del mundo seguirรกn creyendo que el presidente Obama estรก extremadamente lejos de la corriente principal de la polรญtica estadounidense.
En los noventa se decรญa que lo que fue un lugar comรบn en Washington durante la Guerra Frรญa, bajo administraciones demรณcratas y republicanas –que la polรญtica termina a la orilla del agua–, habรญa sido desacreditado. En todo caso, sucede lo contrario. El bipartidismo estรก vivo y estรก sano, y no contento con una guerra en Afganistรกn que va mal, ahora estรก impulsando una expediciรณn en Libia que no ha sido sancionada por el Congreso y para la cual hay muy poco entusiasmo popular. Pero entonces, los presidentes estadounidenses de ambos partidos han mostrado una resistencia cada vez mayor a aceptar la idea de que su poder para declarar la guerra debe estar restringido por el Senado o la Cรกmara de Representantes. Y –como quedรณ claro con Libia, cuando el presidente consultรณ a la Liga รrabe, a las Naciones Unidas y a la otan pero no al Congreso–, cuando se trata de desplegar a las fuerzas armadas estadounidenses el presidente Obama ha sido algo mรกs arbitrario que el presidente Bush.
Nadie puede decir con certeza cuรกl es la misiรณn en Libia, aunque uno supone que es, o pronto serรก, propiciar un cambio de rรฉgimen. En Afganistรกn la misiรณn es la misma desde hace tiempo: la construcciรณn de la naciรณn –George W. Bush se burlรณ de este tรฉrmino durante su campaรฑa presidencial en el 2000, pero despuรฉs aprendiรณ a apreciarlo en espรญritu, aunque no en nombre, justo como Barack Obama, durante su campaรฑa contra John McCain, prometiรณ disminuir “la mezcla de terrorismo, drogas y corrupciรณn que amenaza con sofocar aquella naciรณn”. El problema es que Estados Unidos combate solo a los responsables del terrorismo, los talibanes y Hezb-e-Islami. En cambio, la mayor parte de las drogas y la corrupciรณn –que sรญ pueden comprometer la estabilidad de Afganistรกn, a diferencia de la insurgencia, que a pesar de lograr algunos รฉxitos de campaรฑa no parece capaz de tomar una ciudad– resultan de acciones directas o indirectas de los aliados afganos de Estados Unidos. Entre estos aliados estรก el jefe tribal tajik, excomandante de la Alianza del Norte antitalibรกn y ahora primer vicepresidente del paรญs, Mohammed Fahim, sospechoso de trรกfico de drogas, o el caudillo uzbeko y antiguo tรญtere de la Uniรณn Soviรฉtica Abdul Rashid Dostum, famoso por haber encerrado, al inicio de la invasiรณn estadounidense, a dos mil prisioneros talibanes en contenedores en los que despuรฉs murieron todos asfixiados.
Y por supuesto, tenemos al presidente afgano Hamid Karzai.
Estados Unidos apoya al gobierno corrupto de Karzai desde hace mรกs de diez aรฑos (2001-2011), una tercera parte del tiempo que Mubarak gobernรณ Egipto (1981-2011) y cerca de cuarenta por ciento del tiempo que Ben Ali estuvo al frente de Tรบnez (1987-2011). El propio Karzai ha admitido que su reelecciรณn estuvo manchada por el fraude; aunque eso podrรญa hacer que pareciera un criminal algo mรกs sincero que sus contrapartes egipcio y tunecino, en realidad no lo diferencia de manera significativa. ¿No se suponรญa que, despuรฉs de la Primavera รrabe, Estados Unidos habรญa superado aquella idea de “puede ser un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, como se supone que Roosevelt dijo de Somoza? ¿O es que esta nueva polรญtica deja de ser vรกlida al llegar al Hindu Kush? Obviamente sรญ. Y si acaso existiera la posibilidad de que funcionase, entonces uno podrรญa justificarla apelando a la realpolitik. Pero, a pesar de que Afganistรกn estรก lleno de lo que Donald Rumsfeld proverbialmente llamรณ “conocidos desconocidos” y “desconocidos desconocidos”, no se necesita ser una mezcla de Dean Acheson, George Marshall y Henry Kissinger para reconocer que no es posible estabilizar un paรญs mientras sus lรญderes lo saquean.
Desde que el presidente Obama tomรณ posesiรณn han muerto 853 soldados estadounidenses en Afganistรกn, mรกs del sesenta por ciento de todos los elementos estadounidenses muertos desde que la guerra comenzรณ hace mรกs de una dรฉcada. Muchos, muchos mรกs han resultado heridos. Y, durante los รบltimos diez aรฑos, no solo los lรญderes histรณricos de Al Qaeda se mudaron a Pakistรกn (con la supuesta complicidad de algunos altos funcionarios pakistanรญes, como parece dejar claro el hecho de que Bin Laden viviera en una villa junto a la academia militar del paรญs), sino que Al Qaeda misma se ha extendido por el mundo, en un proceso que el exoficial de la cia y experto en contraterrorismo Marc Sageman ha denominado “yihad sin lรญder”. Sageman no minimiza el peligro que representa lo que llama la “Central de Al Qaeda” en Pakistรกn. Pero enfocarse en Afganistรกn y fantasear con que una derrota decisiva del talibรกn le quitarรญa al terrorismo yihadista un cuartel seguro y elemental para sus operaciones es no entender lo importante –y eso es exactamente lo que hemos hecho. Hoy, Al Qaeda en el Magreb, sus redes en Yemen y las cรฉlulas dispersas en Occidente y enlazadas รบnicamente por internet son una amenaza mucho mayor –por lo menos a largo plazo. En palabras de Sageman, “no advertir la evoluciรณn de la amenaza nos condena a seguir combatiendo en esta รบltima guerra”.
Esta guerra ha durado casi diez aรฑos, no parece tener fin y cuenta con el respaldo ciego del presidente Obama y su nuevo equipo de seguridad nacional. Y mientras los soldados estadounidenses hacen esa รบltima guerra, matando y muriendo en cantidades cada vez mayores para proteger Afganistรกn de una amenaza terrorista que cambiรณ de residencia hace mucho tiempo, los especuladores y los narcotraficantes disfrazados de funcionarios de gobierno se comportan como… bueno, como los bandidos que son. En efecto, el ejรฉrcito estadounidense los protege del talibรกn, mientras que la amenaza del talibรกn los protege de los estadounidenses porque, para poder ejercer presiรณn real, Washington debe estar convencido de querer irse cuando amenaza con retirar a sus tropas, a menos que haya reformas reales. Pero, como se deduce de los nombramientos de Panetta y Petraeus, el gobierno de Obama ha decidido avanzar a marchas forzadas en direcciรณn contraria. Mientras tanto, en un suburbio lรบgubre de Dรผsseldorf, una urbanizaciรณn de Bradford, una barriada en las afueras de Alejandrรญa, una mezquita en Kano o un mercado en Mali, aquellos que son una verdadera amenaza nutren sus agravios, afilan su voluntad y aprenden su oficio. ~
David Rieff
Traducciรณn de Pablo Duarte
© The New Republic
La teatralidad del asesinato de Bin Laden
Bien hecho, Barack Obama. Enhorabuena, Seals de la marina. Matar a Osama bin Laden, denominado en cรณdigo “Gerรณnimo”, fue una operaciรณn militar impresionante. Pero eso es todo. El resto es puro absurdo.
Las oleadas de entusiasmo y alegrรญa que han barrido el mundo, incluido Israel, no son mรกs que una engaรฑosa cortina de humo que se evaporarรก inmediatamente. Al igual que la boda del siglo celebrada en abril, la celebraciรณn del asesinato en mayo no fue mรกs que un acontecimiento hollywoodense sacado de toda proporciรณn.
Pero, aunque mucha gente no se tomรณ los fastos de la boda muy en serio, las celebraciones por la muerte de bin Landen han creado montaรฑas de emociones grandilocuentes que no significan nada. Entre las preguntas inquietantes, que casi nadie se atreve a pronunciar, es por quรฉ matar a Bin Laden en lugar de capturarlo vivo y, sobre todo, por quรฉ lanzar su cuerpo al mar e impedirle ser enterrado como hasta un perro merece.
Es importante seรฑalar que el mundo no ha cambiado en absoluto desde esa operaciรณn. ¿Un mundo mรกs seguro? Por supuesto que no. ¿Un mundo mejor, mรกs moral? Muy dudoso. Bin Laden merecรญa morir. No solo es responsable de la muerte de miles de estadounidenses y europeos, sino tambiรฉn de la de cientos de miles de musulmanes que fallecieron en las abominables guerras de represalia que Estados Unidos lanzรณ en respuesta a sus actos. Dio una pรฉsima imagen de los musulmanes y extendiรณ el odio contra ellos. Matar a Bin Laden fue un acto de venganza primaria, nada mรกs y nada menos.
El imperio que contraatacรณ sigue siendo al menos tan odiado como lo era antes, y sigue en decadencia. Solo crece la popularidad de su presidente, pero eso es algo temporal. El ataque israelรญ de Entebbe en 1976 salvรณ vidas, pero no cambiรณ nada en la historia; el primer ministro que dio la orden ni siquiera logrรณ ser reelegido despuรฉs de la operaciรณn.
Pero la muerte de Bin Laden ni siquiera salvรณ a nadie. Solo hizo feliz a mucha gente vengativa. El cuerpo de Bin Laden fue arrojado al mar, y antes los estadounidenses habรญan mostrado a Sadam Husein mientras le revisaban los dientes como si fuera un caballo examinado en la feria.
Ambos actos son despreciables, repulsivos e innecesarios. Como no podrรญa ser de otro modo, Estados Unidos ha envuelto los detalles de la operaciรณn con la neblina de la guerra. ¿Iba armado Bin Laden? ¿Habรญa una mujer en el complejo? ¿Hubo disparos? Nadie lo pregunta. ¿Por quรฉ arruinar la mejor fiesta de la tierra? Israel, por supuesto, se uniรณ a la orgรญa con gran entusiasmo.
Un ejรฉrcito de generales y comentaristas, que esperan entre bastidores asesinatos como estos, aparecieron en los estudios de televisiรณn y airearon orgullosamente su รญntima familiaridad con los Seals de la marina y cantaron honores a Estados Unidos. Oh, esa informaciรณn de espionaje; oh, quรฉ comandos. El mensaje subliminal es lo maravilloso que debe ser actuar sin un Alto Tribunal de Justicia, sin un Richard Goldstone o un B’Tselem. Como si nosotros no lanzรกramos acciones como esa.
No hemos tenido un รฉxito similar con el rescate de Gilad Shalit. El resultado es mรกs apoyo para los asesinatos y la tortura, e incluso menos posibilidades que antes de lograr un acuerdo para liberar a Shalit. Este es el daรฑo local de la operaciรณn en Abbottabad. Despuรฉs de los estallidos de euforia, el mundo despertarรก y descubrirรก mรกs actos de venganza e incluso un mayor odio contra Estados Unidos.
Esta operaciรณn al estilo Rambo no serรก lo que dรฉ gloria a Estados Unidos. La รบnica gloria posible procederรก del regreso a los valores que declara –y han sido en su mayor parte vaciados de contenido–, de su actuaciรณn como verdadero lรญder del mundo libre.
No son Guantรกnamo y Abbottabad lo que harรก de Estados Unidos la tierra prometida. El imperio puede haber contraatacado varias veces, pero hace mucho que traicionรณ sus obligaciones. El mundo musulmรกn sueรฑa con Estados Unidos, trata inadvertidamente de poner en prรกctica su supuesto espรญritu, y lo odia.
No es de sorprender que el รบnico logro de Estados Unidos en los รบltimos aรฑos lo consiguiera sin disparar una sola vez ni conquistar un solo paรญs. Su รบnico logro surgiรณ de su papel como ejemplo en Tรบnez, Bengasi y El Cairo, donde la gente quiere que sus paรญses sean como Estados Unidos, pero no como los Estados Unidos de los Seals de la marina, de los lanzadores de cadรกveres.
Quieren los Estados Unidos de los principios que estos proclaman, los que afirman con altivez y traicionan una y otra vez. Matar a Osama bin Laden tal vez fuera necesario, pero no fortalecerรก al imperio ni detendrรก su decadencia.
Solo si Estados Unidos recupera sus valores bรกsicos y los disemina volverรก a ser el lรญder del mundo libre, no solamente el lรญder del imperialismo moderno. Hace unos dos aรฑos y medio, Estados Unidos pareciรณ haber elegido como presidente a una persona que comprende eso, pero esa esperanza estรก en camino a ser arrojada por la borda. ~
Gideon Levy
Traducciรณn de Ramรณn Gonzรกlez Fรฉrriz
© Haaretz
(Brooklyn, 1952), crรญtico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.