"¿Con qué Beatle te identificas?" Durante décadas esta pregunta ha sido la versión pop de la prueba de Rorschach. La muerte de George Harrison, a los 58 años, demostró que millones de vidas mantenían vínculos mentales con el recluso que rara vez abandonaba su jardín de 33 acres. Cordelia pensó en el sari color azafrán que compró cuando pasaba por su fase mística y que los dedos del torpe Ramón nunca lograron abrir; Edwin recordó la tarde en que marcó el 21-18-78 de Radio Éxitos para pedir "Here Comes the Sun" y usó un alias para no menguar su pasión pública por los Stones; Carmina vio el rostro apacible del más joven de los Beatles, colgado sobre su cama en los tiempos en que fue vegetariana hasta la anorexia; Genaro se comparó con Harrison y Clapton y decidió que si no compuso un clásico como "Something" o "Layla" fue porque Patti Boyd no le hizo caso. Numerosas decisiones íntimas tuvieron que ver con ese icono esquivo. Como el Che, George decidió las barbas de una generación. Además, abrió la principal ruta de la meditación y las especias del siglo XX. Cuando convenció a los otros Beatles de ir a la India reveló que de las expediciones iconoclastas se regresa con bigote y que esos músicos más famosos que Jesucristo ¡necesitaban un gurú!
"Teresa Quiñones me amaba porque tenía la costumbre de mirarla en silencio cuando ella discurría sobre la disolución del yo". Con esta frase comienza un relato de Cristina Rivera-Garza. George suscitó un afecto semejante; sabía admirar a los otros tres; fungía como nuestro enviado especial a los portentos. Su minoría de edad obligó a que el grupo interrumpiera sus conciertos en Hamburgo, y algo quedó de esa novatez en la conducta del guitarrista. Su perfecto corte de pelo delataba al primer fan del grupo. Nunca nadie logró parecerse tanto a un Beatle como George. Era el más guapo pero las chicas querían acostarse con John o casarse con Paul. Ajeno al virtuosismo, cuando tuvo oportunidad de lucirse con un solo en "While my Guitar Gently Weeps" le pasó la tarea a Eric Clapton. Y sin embargo pertenecía al círculo: era obscenamente común ¡y estaba dentro! En el test de identificación Beatle, Harrison representa un delirante triunfo de la normalidad. Como a otro célebre jardinero, el protagonista de Desde el jardín, de Jerzy Kosinsky, le bastaba "estar ahí" para tener un destino excepcional. Al menos eso pensaba la fanaticada, capaz de reducir su biografía hasta el agravio. ¿Pero qué es una prueba de Rorschach si no una traducción de manchas en molestas mariposas? Aunque compuso "Taxman" en 1966, el inmenso talento de George tardó en aflorar. Su obra capital, el álbum triple All Things Must Pass, pertenece a la etapa postbeatle y apareció con perturbadora proximidad a la ruptura, como si el guitarrista ofreciera las cintas archivadas por la indiferencia del poderoso binomio Lennon-McCartney. De manera típica, fue quien mejor usó su prestigio de Beatle para apoyar causas ajenas al conjunto. Promovió el sueño naranja de los hare-krishna, salvó al cine británico en años de penuria con la producción de tres películas de culto (La vida de Brian, Bandidos del tiempo y Mona Lisa) e inició la filantropía de alto volumen con el concierto para Bangladesh.
George tenía algo de Beatle accidental; vio en silencio a John, Paul y Ringo, y tal vez practicó sus ejercicios de respiración ante los alegatos de Yoko. Cuando le tocó hablar, yaen la agonía del cuarteto, propuso ¡la disolución del yo! El testigo privilegiado de la fama usó su repentino protagonismo para diluir las individualidades en karma positivo. La segunda fase Beatle de George se rigió por el distintivo timbre del sitar y la búsqueda de una razón trascendente, una rueda de luz ajena al hit-parade. Identificarse con esta etapa involucra mayor militancia espiritual, o por lo menos curiosidad para probar semillas y zonas de energía.
Aunque nunca abandonó por completo la escena y participó con Bob Dylan y Roy Orbison en los Travelling Willburys, Harrison dedicó lo mejor de sus últimos años a cultivar su jardín. De golpe algo lo tocó en forma distinta y empezó a hablar de la forma en que había sido relegado en los Beatles. Parecía haberse sometido a la variante pop de la prueba de Rorschach y no le gustaba identificarse con el colado.
Su muerte dejó la sensación de vacío de la interrogante de "A Day in the Life": "¿Cuántos agujeros se necesitan para llenar el Albert Hall?" Otra canción de entonces adquirió un aire de negra profecía: "When I'm Sixty Four". Recuerdo una caricatura de 1967 o 68 en la revista Pop donde los Beatles aparecían con las papadas y las calvas que tendrían a los 64. En su momento el dibujo fue una burla divertida; ahora representa la imposible tercera edad de los Beatles.
En su lecho de muerte, George pronunció el mantra que escogió desde que se supo enfermo de cáncer. El mejor de sus discos alude a la evanescente sustancia del tiempo: Todas las cosas tienen que pasar. A pesar de estas pruebas de paz y resignación, se fue sin apagar la luz ni aclarar cuántos agujeros necesitamos para llenar el Albert Hall.
Los criminólogos aplican la prueba Harrison para saber si el sospechoso ha disparado un arma de fuego; es la memoria de la muerte en las huellas digitales. En la cultura de masas, las pérdidas pasionales responden a otra prueba: "¿Con qué Beatle te identificas?" Hay un genio lunar, un genio solar, un narizón de carisma y el muchacho que quería pertenecer a los Beatles. George Harrison se atrevió a que uno de nosotros mereciera la singularidad. Extrañamente, lo consiguió. –
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro mรกs reciente es El vรฉrtigo horizontal. Una ciudad llamada Mรฉxico (Almadรญa/El Colegio Nacional, 2018).