Las sandalias

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—¿Tiene usted algo para mí?…
     El tono era apenas interrogativo. Además, alargaba ya la mano, segura de lo que decía. El conserje no le quitaba el ojo, embobado, desde que había aparecido en el vestíbulo. Y eso que había visto a muchas. Pero era infrecuente tanta prestancia. Lo primero que le llamó la
atención fueron sus andares juveniles. Su porte elegantemente desenvuelto. ¿Moda? Sí, pero atribuirlo a eso resultaba demasiado restrictivo. ¿Moderna? Palabra imprecisa, manida, insuficiente. En cualquier caso, deslumbrante belleza interior. Palmaria pero reservada: ofrecida y al mismo tiempo contenida.
     Una maravilla de equilibrio casi imposible.
     Cuando la mujer llegó ante el mostrador de recepción, poralgunas arrugas en torno a la boca, por cierto cansancio en la mirada, por detalles ínfimos pero llamativos —más bien suplicantes—, el conserje comprendió que a buen seguro había alcanzado la cuarentena. Sin duda, incluso, ya la vertiente mala de ésta. Eso hacía que tan ligera y frágil belleza emocionara todavía más.
     La mano tendida, segura de sí misma.
     El conserje echó un vistazo al pasaporte, que ella acababa de depositar en la superficie de madera bruñida.
     —Desde luego, señora Babelson —exclamó.
     Probablemente lo había comprobado ya, anticipándose a su petición. Las mujeres como ella siempre tienen mensajes que las preceden o que les siguen la pista. Un fax, en efecto, llegado de París la noche anterior. Ahora lo recordaba. Le había echado una ojeada, al principio maquinal, antes de meterlo en un sobre. El texto, que acabó leyendo, le irritó de manera extraña. En efecto, qu'en avaitil à faire? Una pizca retorcido, en cualquier caso, el tipo que firmaba con una inicial. ¿De dónde sacaría todo aquello?
     La mujer se puso en movimiento, pidió que le llevaran el equipaje a la habitación, y se dirigió hacia el bar del hotel, desgarrando el sobre con presteza.
     El conserje la miró alejarse, maravillado. Aquella mujer iba a ser el lucero que iluminaría aquel día. Se serenó y regresó a su trabajo tras lanzarle una última mirada, cosa que lo sobresaltó. ¡Inaudito! ¡Llevaba zapatillas de tenis!
     La señora Babelson —su nombre de pila era France, inesperado; residencia fija en Nueva York; profesión, abogada, lawyer había escrito ella. Comoquiera que fuera, France Babelson, vestida con tan sutil —y a la vez costoso, por supuesto— refinamiento, calzaba zapatillas de tenis.
     Al conserje le chocó en lo más hondo. Casi lo entristeció.
     Entretanto, France, puesto que así se llamaba, releía el mensaje de Bernard.
      
     Noche del jueves, Heidegger a Hannah Arendt, ya en la primera carta del libro, a su manera, tan loco como Kafka, ese filósofo físicamente raquítico, tristón (imaginárselo como amante, horribile visu!): Nunca podré arrogarme el derecho de quererla a usted para mí, pero jamás saldrá ya de mi vida
     Me topo al mismo tiempo con una frase de Morand en la que alude a su deseo de penetrar en el cuerpo de las mujeres, pero no en sus vidas… El azar, una vez más, y el talento de dos seres bastante inmundos, marcan el terreno en que se desarrollan la comedia, la tragedia y la tragicomedia del erotismo.
     Good night, Miss F. Mañana eliges el orden: talk or sex.
     B.
      
     A France le encantó la complicidad: conversación sin orden ni concierto, ininterrumpida desde hacía tantísimos años, que se reanudaba ahora animadamente.
     Igual que al placer, se atrevió a pensar. Se dejó llevar por ese pensamiento fugaz, lo habitó un instante; se dejó habitar por él, dejó que ese calor colmara su cuerpo, lo hiciera languidecer. Pero para rechazarlo de inmediato: sobre todo no había que flaquear.
     Durante su último encuentro en París, comprobaron que habían hojeado los dos, cada cual para sí pero con ánimo de comentarlo con el otro, una correspondencia Heidegger-Arendt que acababa de aparecer.
     A Bernard le interesaba Heidegger, encajaba con su modo de ser. A ella, en cambio, le gustaban las correspondencias amorosas: Kafka-Milena, Althusser-Franca y ahora Heidegger-Hannah.
     —De acuerdo —decía Bernard—, el nivel intelectual de esos intercambios epistolares no es despreciable. Pero siempre son amores imposibles o fallidos, desdichados. Más o menos frustrados, pese a la engañosa pasión del discurso. Comparada con ellas, nuestra relación es un prodigio de éxito y de facilidad —concluyó.
     France Babelson se había sobresaltado al oír aquello.
     Dos decenios de mentiras, de jugar al escondite, en ocasiones de modo humillante, de extrañas horas arrancadas a la blanduzca nada de lo cotidiano, a las obligaciones de una vida oficialmente ordenada y transparente, en el caso de Bernard, de proyectos de viaje anulados en el último momento: ¿eso le parecía fácil y un éxito?
     —Me estás hablando del contexto —contestó él secamente—.Yo te hablo de la historia en sí, de nuestra relación, de su sustancia carnal. Bajo ese punto de vista, y cualquiera que sea la periodicidad de nuestros encuentros, aunque sean espaciados, cada uno es un prodigio.
     La miraba, sus dedos le rozaron el lóbulo de una oreja, el contorno de un pómulo. Toda ella tembló.
     —Un milagro de simplicidad y de refinamiento, cada vez —murmuró Bernard.
     Se hallaban en el bar de un hotel del Premier Arrondissement, con profusión de fastuosas caobas, pero anticuado. El bar daba a un jardín interior bastante sorprendente. Aquello ocurrió la última vez, cuando surgió la posibilidad de verse en Venecia.
     Acababan de recorrer juntos las salas del Jeu de Paume, donde se exponía la obra erótica de Picasso. Al llegar al museo, Bernard había evocado un recuerdo: otra exposición, en Barcelona, años atrás. También Picasso, y también la obra erótica. El título del catálogo, en catalán, era precisamente Picasso eròtic. Algunas de las obras expuestas antaño en la calle Montcada de Barcelona no figuraban en el Jeu de Paume, según pudo comprobar Bernard. En concreto una serie de collages, provenientes del infierno de la colección Sabartés, donde se veía a Paul Claudel —noble rostro de poeta bíblico, busto verdeante de académico— entregarse, merced a un hábil montaje, a prácticas sexuales fetichistas.
     —Con bastante mala uva —comentó Bernard, muy divertido.
     France no tenía las menores ganas de reírse. Frunció el ceño y adoptó una expresión huraña. No porque la ironía devastadora de Picasso con respecto a Claudel la incomodara en lo más mínimo; lo que le resultaba irritante era que Bernard evocara aquel recuerdo. Sí, porque ¿con quién había visitado la exposición de Picasso eròtic? ¿Con qué amiga, qué amante, qué efímera relación? La inquietud retrospectiva le dolió como si le clavaran la punta de un estilete en el pecho.
     —¡Pero qué cosas se te ocurren! ¡Con Clémence, mira tú qué sencillo!
     Clémence era su mujer legítima, pero eso no arreglaba nada: al revés. De haberse tratado de una amiga ocasional, incluso joven y seductora, sumisa y perversa a la vez —"¡Ya está, ya estoy otra vez imaginándome a esa rival virtual, identificándome con ella!"—, una relación efímera, France habría sabido llevar bien el asunto, defenderse, deshacerse de ella, convencer a Bernard de su futilidad.
     Pero Clémence era intocable: en eso residía el problema.
     Veinte años atrás, France Babelson había descubierto a aquel hombre en el fondo del gran salón, de pie a la entrada de la terraza. Ya había reparado en él en Blue Hill, la antevíspera, en la drugstore. Enarbolaba, exultante, un libro de bolsillo que acababa de encontrar. The Portable Plato, ese era el título. Sus miradas se cruzaron. Y la víspera, en Castine, se encontraron de nuevo en el recodo soleado de una calle tranquila. Tenía aspecto de vikingo: belleza angulosa, viril. Eso sí, no se daba humos.
     Pero, ese día, el desconocido caminaba hacia ella con un vaso en la mano, sonriendo.
     Se acercó y le habló en francés.
     ¿Cómo había adivinado que era su lengua materna, en aquel barullo, entre todos aquellos americanos?
     —Las mujeres y los vinos enseguida se sabe si son franceses —contestó él.
     France estuvo a punto de volverle la espalda de manera ostensible, grosera, de aborrecerlo para siempre. La detuvo no supo qué: un fulgor extraño en los ojos del desconocido.
     Decidió quedarse, concederle una última oportunidad.
     —Los vinos lo admito: se prueban… ¡Pero usted no sabe qué sabor tengo yo!
     Él movió la cabeza, encantado.
     —¡Eso es de Claudel, si no me equivoco! El zapato de raso… ¡Mucho ha leído usted para ser tan jovencita!
     Era realmente irritante.
     —¿Claudel? Va usted descaminado… ¡Para hablar de estas cosas prefiero a René Char!
     Entonces, como si fuera lo más lógico, él rozó levemente con el dedo el contorno de sus labios.
     —Belleza, mi guía fiel por tan sórdidos caminos/ en la época de las farolas y del coraje enterrado,/ ojalá me congele y seas mi mujer en diciembre./ Mi vida futura es tu rostro cuando duermes
     France no conocía aquel poema de Char, pero reconoció la inimitable música del lenguaje. A partir de aquel instante, se quedó indefensa. Sus cuerpos se acercaron bruscamente, los cubitos tintineaban en el vaso de whisky que Bernard seguía sosteniendo en la mano. Presa de un impulso imprevisible —imprevisto para sí misma, colmándola de divertida sorpresa cuando se abandonó a él—, rozó las caderas de aquel desconocido cuyo calor parecía tan próximo. Luego su mano izquierda, animalillo juguetón, autónomo, se escurrió en la entrepierna masculina, se demoró allí hasta notar que despertaba un imperioso deseo.
     Lo demás fue fácil. Se esfumaron de aquella recepción.
     Estaban en Stonington, en Maine, en la punta sur de la Deer Isle. La gran casa blanca se alzaba a la entrada del pueblo. Desde la terraza que dominaba el océano se columbraba la miríada de rocas, arrecifes e islotes que componen el conjunto denominado Isle au Haut en los mapas de la región, recordando así el origen francés de los primeros exploradores de aquellas lejanas costas. A ciertas horas del día, durante el mes de agosto, podían verse también las ballenas, en alta mar, formando rebaños de acróbatas. Y aquello sucedía precisamente en el mes de agosto, veinte años atrás, en 1981.
     Así pues, habían visto las ballenas. Primero, cada uno por su lado, la víspera de aquel encuentro, y ese mismo día. Juntos, al día siguiente, después de la noche en blanco.
     —Un milagro de sencillez y refinamiento —acababa de decir Bernard, en el bar de un hotel parisiense, después de visitar el Jeu de Paume, antes de hacer el amor.
     Era cierto, increíblemente cierto, si se arrancaban esas extrañas horas a la ganga de los días, a los años que pasaban; si se lograba convertirlas en una sucesión armoniosa. Pero era falso, miserablemente falso, ya que aquellas horas quedarían fijas para siempre en la ganga de los días de separación, de los años de ausencia.
     Y así, en el Jeu de Paume, de pronto había surgido Clémence, su obsesiva ausencia, debido al recuerdo de Barcelona.
     En cambio, veinte años atrás, en Stonington, no se habló de Clémence. A lo largo de las horas, ambos habían flotado en el presente absoluto, en lo efímero, en el intemporal e insaciable desgarramiento del deseo. ¿Qué necesidad había de ponerle un nombre a aquella felicidad? Sí, bastaban sus propios nombres, aunque tampoco los necesitaran para reconocerse. Sólo eran una especie de punto de referencia, de llamado genérico. Bastaban las manos, los labios, las lenguas, la ternura de los alientos, la brutalidad de la posesión.
     Un mediodía, en la terraza de la casa donde Bernard la había secuestrado, al otro lado de la isla, en el estrecho de Eggemoggin —aceradas ráfagas de viento disipaban las brumas estivales—, se conocieron más a fondo. Sabían ya quiénes eran, el uno y el otro, en lo más recóndito de sus cuerpos, en la penumbra sin trabas del placer. También su alma, inevitablemente, se había abierto a la del otro, a ratos, en la deslumbrante enajenación del espasmo corporal, en la transparencia de la mirada que devoraba sus rostros.
     Había llegado el momento de saber quiénes eran para el mundo, en el mundo.
     France Babelson, veintitrés años, de prácticas en Nueva York, en uno de los más importantes bufetes jurídicos de la costa este. Había cursado brillantes estudios de derecho en París. Kamiker, su mentor, temido abogado especialista de empresas —Bernard conocía su reputación: verdugo incorruptible, summum de la eficacia, Robespierre de la abogacía—, la había animado a seguir la vía, que él preveía fructífera, del derecho internacional de cine y televisión; de los media en general.
     Tenía ante sí una brillante carrera.
     Por otro lado, Bernard Boris, treinta y cinco años, ex alumno de la École Normale Supérieure, periodista especializado en grandes reportajes e investigación, dedicado posteriormente a la aventura de la imagen: exclusivamente documentales, nunca ficción. Cuando le preguntaban por qué, tenía siempre una respuesta lista. Demasiado lista y demasiado preparada para ser honesta de verdad, por lo demás.
     —La única película de acción que me hubiera gustado hacer —decía— ya está hecha. Es La escollera. Insuperable.
     Los auténticos motivos de su rechazo eran más complejos, probablemente. Para empezar, no le gustaban los actores. O, mejor dicho, más exactamente no le gustaba la faceta de Pigmalión del director de cine. Le parecía un tanto indecente. Por añadidura, no creía estar dotado para ello.

Comoquiera que fuese, La escollera era su película de culto y Chris Marker su maestro a la hora de imaginar lo real. Pero, desde hacía unos años, a Bernard le interesaba sobre todo la producción, con la que había obtenido considerables éxitos. En Stonington, había trabajado con unos americanos en un fabuloso proyecto que era preferible no difundir.
     Una vez hechas las presentaciones mundanas, reinó un silencio.
     En ningún momento, durante aquellos días de vela amorosa, entrecortada por breves sueños electrizados, se mencionó el futuro. Ningún proyecto, ningún horizonte, ninguna ilusión. Se había alcanzado un límite, por eso reinaba ahora el silencio. El teléfono había empezado a sonar antes por la mañana, cada uno había concertado citas: proseguía la vida.
     Fue entonces cuando Bernard habló de Clémence, con quien acababa de casarse hacía pocos meses. ¿Por qué? Nada lo obligaba. Clémence no suponía un problema entre ellos, ni mucho menos un obstáculo. Al menos en aquel momento. Más adelante, discutieron sobre ello durante largos años. Pero su interpretación de aquel anuncio intempestivo era contradictoria. Siempre lo fue.
     —Me hablaste de Clémence —aseguraba France de manera reiterativa, a veces pesada, porque era demasiado previsible, demasiado premeditada también— para señalarme mi insignificancia, para arrojarme a la nada. Con una frase restaurabas el orden establecido, la realidad burguesa: una mujer para toda la vida; otras, efímeras, yo una de ellas, para las citas amorosas.
     —Para ser una efímera, no lo has hecho mal —replicó él—. No, en serio: te hablé de Clémence en primer lugar para que supieras la verdad, y luego para que lucharas. Habría bastado una palabra tuya, en Stonington, estoy seguro, para que renunciara a una vida de pareja que apenas acababa de empezar, para que me reuniera contigo dondequiera que fuera. Y no sólo no luchaste, sino que me anunciaste que te ibas a vivir con tu Wassermann, que quizá te casarías con él.
     A veces, Bernard se mostraba implacable con ella.
     —Tu Wassermann —le decía—, pretendías compararlo con Rothko… Pues mira, mona, ¡nunca le ha llegado a la altura del zapato!
     France Babelson odiaba que la llamara "mona", que la saludara con un "hola" desenfadado, falsamente juvenil. Cuando lo hacía, ella reaccionaba con violencia. Pero el caso es que había vivido con Wassermann, que se había casado con él. Y que éste nunca le había llegado a Rothko a la altura del zapato.
     Seguía casada con su pintor americano cuando volvieron a verse, años más tarde. En París, casualmente, en una galería y librería de arte de la avenida Matignon. Él alzó los ojos de un libro que estaba hojeando; contemplaba una reproducción del Desnudo azul de espaldas, de Nicolas de Staël. France estaba allí, a un metro de distancia, al otro lado de la mesa donde se exponían los libros. Él alargó la mano hacia aquel rostro, como antaño. Pero ese antaño estaba olvidado, abolido. De nuevo les asaltó el deseo de lo inmediato, de la primera vez. Ella acababa de rodear la mesa para arrojarse en sus brazos. Bernard sorprendió miradas de envidia a su alrededor.
     El conserje había comprobado que ella iba por su tercer bellini y que no oía nada.
     —¡Señora Babelson! —insistió.
     France se volvió hacia él, en el bar del Mónaco.
     El hombre le alargaba un sobre colocado en una bandeja de plata.
     —Acaba de llegar otro fax —anunció con tono admirativo.
     France cogió el mensaje, angustiada. Tal vez a Bernard le había surgido un impedimento en el último minuto, o iba a retrasarse. Ella sólo disponía de dos días, no podría esperarlo más. Imposible aplazar la reunión con los de Telepiù, en Milán.
     De pronto, soltó una carcajada: ¡una angustia tan estúpida por un posible retraso, cuando tenía decidido que era la última vez que le hablaría a Bernard de su deseo de romper definitivamente! "¡Una inconsecuencia de lo más femenino, abogada Babelson!", se dijo, con la lucidez intermitente y chispeante del alcohol, que toleraba mal.
     Abrió el sobre torpemente. El mensaje de Bernard era lacónico, imperioso: "Hasta ahora. Llego a las 13.30. Estáte lista, Miss F." Por lo menos, había añadido una posdata con una cita de René Char. Era habitual, eso sí, casi un rito, pero el verso elegido era condenadamente explícito: ¡Cuán hermoso es el grito que me da tu silencio!
     Se ruborizó, pues le vino a la memoria el hotel de la calle Ponthieu, el día de su reencuentro: el grito que creció en ella, que no pudo contener. Volcó el vaso en la mesa con un gesto incontrolado. Estuvo a punto de pedir otro. Se contuvo. Releyó el mensaje.
     En el Jeu de Paume, quince días atrás, Bernard se detuvo largo rato ante uno de los picassos: un cuadro de formato pequeño, blanco y negro, un abrazo amoroso. Sólo se veía el rostro de la mujer, la nuca y los hombros del hombre que la poseía, que estrujaba, sin duda incansablemente, aquel cuerpo invisible. Al menos eso se deducía de aquel rostro de mujer joven, pletórico en el grito de placer, de aquella mirada extasiada.
     Bernard le había hablado, tomándola de la mano ante aquel abrazo amoroso de Picasso. Le había hablado del placer de ambos, de los sueños no realizados, de la imaginación necesaria —"el erotismo es como la bicicleta: ¡si uno no avanza, se cae!"—, de la aventura que supone una transgresión interminable. Había evocado deseos, nuevas posturas, alquimias por descubrir.
     Entretanto, una mujer joven y morena se había colocado al lado de ellos, para contemplar aquel rostro del placer; parecía absorta en él.
     De pronto, al oír a Bernard —al principio, probablemente, las palabras de éste, pronunciadas en voz baja pero nítida, habían sido un mero susurro cuyo sentido no habría alcanzado a entender, pero Bernard acababa de expresar a France su deseo de sodomizarla de frente: ella era flexible, se pondría un cojín debajo, que le alzara las caderas: quería ver su rostro en un momento así—, la joven se volvió hacia ellos, la mirada desorbitada, disponible.
     —Sólo tenías que decir una palabra —aseguraba France, más tarde—. ¡Habría venido con nosotros adonde fuera!
     —¿Y a ti te habría gustado? —preguntó él.
     France dudó. Probablemente analizaba todos los pros y contras de esa posibilidad.
     —No es que fuera imprescindible —concluyó—, pero te tocaba decidir a ti. De todas formas, la habríamos despachado pronto, ¿no?
     No obstante, en Berlín, la propia France había insistido en que se quedara más tiempo con ellos, en la penumbra de la suite del Kempinsky, la jovencísima vendedora de la tienda de ropa de la Kurfürstendamm, a quien habían convencido de que los acompañara: no se cansaba de ver cómo las tormentas del exceso iluminaban y ensombrecían el rostro de la chiquilla.
     La presencia del conserje, insistente, la sacó de sus ensueños.
     ¿Qué miraba aquel hombre? France siguió la dirección de su mirada y descubrió que llevaba puestas las zapatillas de tenis que se ponía para viajar y que Bernard detestaba. "13.30. Estáte lista": tenía el tiempo justo.
     Se puso de pie de un salto, le dijo al barman que cargara las consumiciones en su cuenta, le mostró el número de su habitación agitando la llave y se puso en marcha.
     En la puerta del bar, se volvió hacia el conserje, que se había inclinado ligeramente al pasar ella.
     —Gracias —dijo.
     —Para lo que usted mande, señora Babelson. —Un tanto ceremonioso, pero cómplice. —¿Tiene pensado la señora Babelson comer más adelante?
     El tono era ya francamente picarón. No, más bien libertino. Su mirada inteligente no dejaba traslucir la menor chocarrería. Bien plantado, además. Lo pondría en su sitio sin ofender su orgullo de macho italiano.
     —¡Es probable! Ya lo llamaré, si lo necesito…
     Luego agregó, esgrimiendo su mejor sonrisa:
     —¡Muy amable por pensar en todo!
     Veinte minutos. Antes que nada, una ducha. Luego, aún desnuda, se maquilló ligeramente. Falda, desde luego; medias negras con liguero: "mis instrumentos de trabajo", se dijo, con ese cinismo que le permitía mantenerse distante. De sí misma, llegado el caso. De la ceguera de la pasión, comoquiera que fuese. ¿Pasión era la palabra? Bernard había bromeado a veces al respecto. France le recordaba, según él, a un personaje de La conspiración de Nizan: Catherine Rosenthal. Pero Catherine carecía de imaginación, y su cuerpo, de memoria. Era una mujer que en el amor era como esa gente que se emociona con la música en el momento de oírla, pero que luego olvida la melodía… France estaba más o menos de acuerdo. Pero ¿no es lo más importante, le decía a Bernard, que me emocione cada vez tu música? Además, mi ausencia de memoria te impide dormirte en los laureles y transformar, sin darte cuenta, los rituales en rutinas.
     Medias negras, en cualquier caso; con liguero. Minúscula braguita de encaje. Eligió una falda ceñida en la cintura y en las caderas, más ancha por abajo. Una falda alegre, fácil de levantar. Por último, sandalias de elegante diseño, con tacones y tiras, que hacían resaltar la finura de los tobillos, la esbeltez de las piernas delgadas y delicadamente musculadas.
     Estaba lista.
     De repente, como a veces le sucedía en esos casos, la asaltó una terrible angustia. Un tedio nauseabundo invadió su alma en un instante. ¿Para qué estaba lista? Sin duda, los momentos que se avecinaban serían radiantes. Sin duda, ningún hombre la había hecho gritar de placer como Bernard. No porque los demás hombres le hubieran sido indiferentes sexualmente, ni porque la hubieran dejado insatisfecha. En absoluto. Había dado mucho, porque era generosa también en ese plano. También había recibido mucho.
     Eres placer, cada ola separada de las siguientes. Por fin todas cargan a una. Y es el mar que se crea, que se inventa. Eres placer, coral de espasmos. Había descubierto ese texto de Char, lo había reservado para sí misma, sin comentárselo nunca a Bernard.
     Cada ola separada de las siguientes: el oleaje, el placer habitual, agradable y profundo, reconfortante. Pero el placer, coral de espasmos, eran las horas con Bernard. Incomparables, eso sí, aunque desgarradoras, porque no creaban la sensación de compartir algo con alguien, un cariño duradero, una complicidad de lo cotidiano.
     ¿Recibía Clémence todo eso?
     Le daba rabia no saber más al respecto. Cierto que en una época, a finales de los ochenta, cuando Bernard y ella volvieron a encontrarse, no le planteaba ningún problema la existencia de Clémence. Ambos estaban casados, cada cual por su lado. Infieles ambos: perfecta igualdad en la traición del placer y en la comodidad del vínculo conyugal.
     Pero Wassermann, el pintor que ella había deseado que fuera tan grande como Rothko, y que nunca llegó a serlo, había dejado plantada a France: envejecido, en el declive de su arte, no necesitaba ya una compañera cariñosa, inteligente, capaz de brindarle su apoyo y de estimularlo, de exigir de él lo mejor. Sólo aspiraba ya a la presencia, más bien libidinosa y servicial, de alguna joven enfermera. Encontró una, y France Babelson hizo las maletas.
     Esa libertad recién obtenida había hecho tambalearse el equilibrio, ilegítimo pero exclusivo, de la pareja que formaba con Bernard. De pronto France le exigía la libertad que no había conquistado ella misma, que le había llegado por una ruptura que ella no provocó.
     Clémence trabajaba en Canal Plus desde los inicios de la cadena. Incluso ocupaba un cargo importante como directora de desarrollo estratégico. A veces, cuando pasaba unos días en París, France Babelson seguía a Clémence. Los días festivos, por supuesto, los fines de semana. Los días laborables, no había nada que descubrir: de la calle de Tournon al muelle André-Citroën y de regreso. Coche, trabajo, cama. Este último aspecto le hubiera interesado, desde luego, pero tampoco podía introducirse en casa de los Boris, a la hora nocturna adecuada para efectuar un estudio moroso.
     En una ocasión, France coincidió con Clémence en una reunión internacional a la que había acudido como asesora de un grupo que negociaba con Canal Plus. Durante la discusión, a ratos dura, Clémence se mostró en todo momento precisa, tranquila y segura de sí misma, sin arrogancia. Toda ella desprendía un aura de desenvoltura y rectitud. Así era. Mala suerte.
     Rectitud. France no supo nunca que, un año antes de conocerla en Deer Isle, Bernard había conquistado definitivamente la imaginación e incluso la ilusión por el futuro que tenía Clémence susurrándole al oído, una noche, al salir de un club nocturno, las palabras de René Char: Belleza, mi guía fiel/ Mi vida futura es tu rostro cuando duermes… Pero ese sueño compartido se lo llevaba Clémence. Bernard y ella casi nunca dormían juntos.
     13:25. Estaba lista.
     Puesto que la habían dejado elegir, decidió comenzar aquel encuentro con una conversación. Talk or sex. Pues muy bien: talk! Le anunciaría el final de su relación. Él, a buen seguro, esgrimiría toda suerte de argumentos, como de costumbre. Hábilmente, como siempre. Por lo general, harta de lidiar, con la desesperanza del deseo resurgido, estéril pero acuciante, se entregaba a él. O, al menos, le permitía que iniciara los primeros gestos para reconquistarla. Sabía que a Bernard le gustaban las mujeres; no ignoraba que, en su memoria y sus fantasmas, había un momento privilegiado, auténticamente inefable, siempre nuevo: aquel en que la mujer se abre por entero a la caricia, a la posesión… Le daría ese placer, por última vez. Consultó el reloj, decidió de repente ir a esperar a Bernard al portón del hotel, donde el taxi podía aparecer en cualquier momento.
     El conserje estaba abismado en la lectura de un periódico, La Repubblica.
     —¿Qué lee usted con tanta atención? —preguntó France.
     El hombre cerró vivamente el diario desplegado ante él.
     —¡Es un día histórico, señora Babelson! ¡Los rusos destruyen la MIR, su estación espacial!
     —¡Pero si no es más que un montón de chatarra!
     El conserje movió la cabeza y adoptó un tono extrañamente serio.
     —Toda Rusia es un montón de chatarra, de ruinas. ¡Aun así, es un símbolo, señora Babelson! Actualmente una reliquia, por supuesto… Pero la MIR ha aguantado en el espacio mucho más tiempo que cualquier otra… Observe usted con qué precisión la destruyen… Está todo calculado al segundo, cada nueva fase de la operación… Un milagro tecnológico, un prodigio de la ciencia, para que al final el viejo sueño se convierta en un montón de chatarra, como usted dice…
     El hombre estaba lanzado y France tuvo que cortarlo.
     —Voy al embarcadero, Giovanni… Si la persona a quien espero llega por el otro lado, avíseme…
     Giovanni asintió maquinalmente, volviendo a la carga mientras ella se alejaba.
     —¿Sabe usted lo que quiere decir MIR, señora Babelson?
     France se volvió, dándole a entender con un gesto que no lo sabía, pero que tampoco le importaba.
     Nada hubiera podido detener al conserje.
     — MIR, señora Babelson, significa a la vez "la comunidad campesina de la antigua Rusia"… Y "universo"… Y también "paz"… Una sola palabra para cosas tan fundamentales. ¿No es genial?
     Tendré que presentárselo a Bernard, pensó France, excitada. Puede sernos muy útil este guapo y apasionado italiano… En la cama, para follar… En la mesa, para conversar… Sex or talk? Both, milord!
     ¿Era un día de acqua alta? Lo ignoraba. En cualquier caso, un súbito banco de niebla invadía el Gran Canal. En medio de la humedad fuliginosa, llegaba un taxi. Creyó reconocer a Bernard en la parte trasera del coche.
     Corrió al embarcadero.
     El tacón de su bonita sandalia quedó atrapado en un agujero de la superficie de madera. Tropezó, cayó hacia delante, no logró asirse a ningún sitio, cayó al canal, se hundió, emergió una vez, la boca abierta para gritar, lo que le llenó los pulmones de agua helada, y desapareció a la deriva.
     El taxi se acercó. La persona que iba sentada detrás era efectivamente Bernard.
     Estaba en el bar del hotel. Anochecía.
     Giovanni le llevó otro vaso. No se atrevía a contarlos. Con todo, para limitar los estragos, el conserje reducía cada vez la cantidad de alcohol y aumentaba el número de cubitos. Bernard se daba cuenta, pero no decía nada. No quería emborracharse, quería morirse.
     Sonó un timbre musical; tardó en comprender que era su móvil. Oyó la voz de Clémence: pausada, nítida, incontenible.
     —No te pregunto dónde estás, Bernard. Puedes decirme lo primero que se te ocurra, y ya no me interesa. En cualquier caso, donde sea que estés, estás con France Babelson. Mira por dónde la conozco. Una vez coincidí con ella en una reunión de Canal Plus con la gente de Murdoch; fue allí de asesora. O sea que llevas veinte años follándotela, casi tanto tiempo como a mí, bien pensado. Te diré que merece el polvo, valga la expresión. No es una mala puta por eso en concreto, pero, en cualquier caso, el fax es el desliz más logrado que me he echado a la cara, porque imagino que tendríais algún apaño para comunicaros en secreto la menor cosa; siempre has sido un hombre organizado, y de pronto, zas, pasados veinte años, te manda un fax revelador (sólo faltan los Polaroids de vuestros revolcones) al número de casa. ¿Qué buscaba? ¿Que yo me enterase? ¿Ponerte entre la espada y la pared? ¿Obligarte a elegir? ¿Enseñar las cartas para salirse ella de esa situación? Desde luego, ha sido todo un éxito; no vuelvas nunca por casa, te mandaré a mis abogados. Pero, Bernard, ¿sabes lo más grave? No que te la folles, probablemente te la chupa mejor que yo, nobody is perfect, lo siento. Ni siquiera esa mentira que ha durado veinte años: los hombres son cobardes, sois cobardes, es cosa sabida. Y quizá en cierto modo seguías necesitándome; vamos viejo amigo, nos conocemos desde hace tiempo. No, verás: lo más grave es lo de Char, que le hicieras también a ella el numerito de René Char: Cuán hermoso es el grito que me da tu silencio. Porque menciona todo eso, la muy gilipollas, en esta mierda de fax… Estaba cayendo una tormenta, entro en tu despacho para comprobar que estén bien cerradas las ventanas, el aparato parpadeaba: RECIBIDO EN MEMORIA…. He apretado la tecla y ha salido el fax… Pregúntale qué anda buscando, si la tienes a mano…
     La voz de Clémence se quebró de repente en una especie de sollozo. Se cortó la comunicación. –— Traducción de Javier Albiñana

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