El pasado 21 de enero el presidente Enrique Peña Nieto visitó el municipio de Las Margaritas, Chiapas, para lanzar desde allí la así llamada Cruzada Nacional contra el Hambre. En esa comunidad, alguna vez ocupada por el Ejército Zapatista, y ante un nutrido corro de gobernadores y senadores y diputados y secretarios de Estado, Peña Nieto realizó una hazaña retórica nada modesta: presentó el que parece ser el principal programa social de su gobierno, expuso la manera en que el Estado mexicano se alista para combatir una vez más la pobreza, sin hablar apenas de la pobreza misma. Hay que ver: entre las dos mil y pocas palabras que leyó ese día ninguna fue desigualdad o iniquidad o explotación o concentración o corrupción, y ni siquiera propiedad, tenencia o mercado. Revísese el texto: dos mil palabras acerca de la “condición lacerante” que padecen millones de mexicanos y ni una línea sobre el modelo económico en que esa laceración tiene lugar, ni una referencia a la asimétrica distribución de los recursos, ni el más mínimo esfuerzo por identificar las causas de la miseria y de su violenta persistencia a lo largo de nuestra historia. Nada. Dos mil palabras. Aplausos.
Lo que sí hubo aquel día en el discurso presidencial fue un leve asombro (¡oh, Chiapas, tantas “selvas, agua en abundancia, climas y productos variados” y tanta miseria!) y una clara intención de minimizar el problema de la pobreza, de ubicarlo en los márgenes del país y no en el centro mismo de la sociedad mexicana. El escenario elegido para el evento es ya significativo: una comunidad en los bordes de la nación, casi en la frontera con Guatemala, y no cualquier ciudad, donde la pobreza urbana no es menos masiva ni menos escandalosa. También sintomáticos son esa negativa a conectar el fenómeno de la miseria con otros procesos sociales y el anuncio, repetido cuatro veces por Peña Nieto, de que la “primera prioridad” de la campaña es y debe ser atender los cuatrocientos municipios más necesitados del país, como si la pobreza fuera un mal incrustado en sitios precisos y pudiera ser extirpado sin necesidad de alterar el resto del sistema. Al final no extraña que, con un diagnóstico tan insuficiente, el gobierno proponga lo que propone, una cruzada asistencialista animada por la ciudadanía (“Las mujeres y los jóvenes serán el ejército que movilizará la Cruzada”), y no políticas de redistribución o reformas al modelo económico.
A estas alturas la detención de Elba Esther Gordillo tiene aún a la mayoría de los columnistas preguntándose si esa acción fue tan solo un acto aislado del gobierno o si ya revela el estilo personal de gobernar del nuevo presidente. Por lo pronto, esto puede decirse: a cien días de la toma de posesión es ya posible identificar un estilo personal de hablar de Peña Nieto y –¡malas noticias!– no es muy distinto a lo mostrado aquel día en Las Margaritas ni a lo que acostumbran desde hace años los dirigentes de los regímenes neoliberales. Para empezar, el tinglado discursivo de Peña Nieto se monta sobre ese lugar común que tantos han venido masticando desde la caída del comunismo: la idea de que ha terminado la era de los grandes proyectos políticos y es hora de ser eficientes. El primero de diciembre, en Palacio Nacional, Peña Nieto lo puso de este modo: “La democracia plena llevó su tiempo, pero hoy la democracia ha logrado consolidarse y ser parte de nuestra cultura.” Un día después, en la firma del Pacto por México, agregó: ahora que la democracia es ya una “realidad irreversible”, no queda sino dar “el siguiente paso en el perfeccionamiento democrático: transitar del sufragio efectivo al gobierno eficaz.” Una y otra vez aparece entre sus palabras ese término, eficacia, lo mismo que la noción de que el Estado, para ser eficaz, debe adaptarse al ritmo y las circunstancias del mercado global. Es decir: el Estado no está ahí para alterar ese ritmo y esas circunstancias, y ni siquiera para servir de contrapeso a las dinámicas mercantiles, sino –tal como dejó ver la reforma laboral– para adecuar las leyes y estructuras al estado actual de las relaciones sociales. Es, al fin y al cabo, el argumento de la modernización que tantas veces han blandido los gobiernos latinoamericanos: vamos a destiempo, un paso atrás del mercado, y la prioridad es darle alcance, no desarrollarnos más equitativamente. Es, también, ese falso realismo que Jacques Rancière descubrió en las democracias consensuales: “la lógica policial del orden que afirma, en cualquier circunstancia, no hacer más que lo único que es posible hacer.”
Desde luego que un gobierno que insinúa que los proyectos ideológicos son cosa del pasado, y se define como un “gobierno facilitador” (EPN,1 de dic.), hará cuanto sea posible para distanciarse de la dicotomía izquierda/derecha y situarse en un supuesto centro político. Desde luego que evitará mezclarse en polémicas culturales (véanse las tímidas referencias de Peña Nieto a la historia mexicana) y gastará un lenguaje técnico, desprovisto de toda ilusión política y saturado de términos (eficacia, excelencia, calidad) que rara vez alientan la controversia. Desde luego que revestirá sus acciones con un lenguaje de unidad y consenso (alianza, frente común, Pacto por México) y advertirá que todo disenso no es sino “encono” y “discordia” y que, por lo mismo, puede ser “desterrado” (EPN, 1 de dic.) con buena voluntad. Todas estos recursos retóricos, practicados por Peña Nieto en todos y cada uno de sus mensajes públicos, persiguen al final un efecto nada democrático: ocultar el conflicto, negar el antagonismo social y político.
Aunque ya un tanto obvio y gastado, este tipo de discurso no deja de plantear problemas a todos aquellos que, ubicados a la izquierda del espectro político, deseamos debatirlo. Por una parte, esconde su signo ideológico detrás de una superficie tecnocrática –y de ese modo condena a sus antagonistas a debatir técnicamente o a practicar una suerte de crítica que ya otros tacharán de paranoica o sospechosista–. Por otra parte, al jugar la carta de la unidad y el consenso, reduce el espacio para el desacuerdo. Por ejemplo, si uno señala las limitaciones del Pacto por México y advierte sobre el peligro de acotar la política al acuerdo entre las fuerzas ya constituidas, ya escucha: ¿qué tú no estás con México? De un modo u otro, es urgente superar el impasse en que se encuentra la opinión pública de izquierda desde el primero de diciembre del año pasado (impasse solo roto por algunas voces aisladas y refrescantes, como las de los miembros del colectivo Democracia Deliberada) y oponer un discurso de veras crítico a las palabras del gobierno.
Ese contradiscurso, me parece, debe cumplir con, por lo menos, cinco tareas:
Primero, insistir una y otra vez en que debajo de las políticas y el habla de los dirigentes estatales hay una ideología y tiene nombre: neoliberalismo.
Segundo, poner en suspenso el término restauración (que tiene a muchos meditando si esta o aquella práctica es o no esencialmente priista) y activar un signo que le va mejor al gobierno de Peña Nieto: continuismo.
Tercero, señalar cuantas veces sea necesario que el conflicto social existe, que no ha sido sembrado allí por el encono de algunos actores políticos y que no desaparecerá con acuerdos cupulares ni programas asistencialistas ni llamados a la buena voluntad.
Cuarto, rechazar la idea de que no hay más soluciones que las que el gobierno ofrece y alumbrar otras experiencias políticas y sociales exitosas, nacionales o comunitarias.
Quinto, denunciar todo intento de reducir la política al acuerdo entre partidos y grupos de poder y advertir que hay, y siempre habrá, otros muchos sujetos políticos: minorías, comunidades, multitudes. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).