Locura como demolición: Monty Python

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Es 1972. Michael Palin, cliente insatisfecho, parte de la oficina de John Cleese: éste, supuesto especialista de una clínica de argumentaciones, siempre se las arregla para transformar la conversación (“Que no”, “Que sí”, “Que no”, “Que sí”, “Que no”) en un intercambio absurdo. Palin busca el despacho de quejas, y lo halla: en él, un funcionario (Terry Jones) le da martillazos en la cabeza y sugiere mejoras diversas a sus gritos de dolor. Graham Chapman, detective de Scotland Yard, irrumpe de pronto para arrestar a los otros dos por “tomar parte voluntariamente en un sketch […] de naturaleza no convencional, con el fin de causar penosa confusión mental al gran público británico”. Inmediatamente después, otro agente (Eric Idle) entra para arrestar a los tres por “comportamiento autoconsciente […] ofensas contra la ley que obliga a acabar un sketch con el apropiado chiste final […] y simplemente terminar cada maldito número haciendo entrar a un policía y…”
     No puede continuar porque un nuevo policía entra y arresta a los cuatro. Luego, claro, aparece otro para arrestar a los cinco. La mise-en-abîme se interrumpe por el corte abrupto que señala el fin del programa, luego de un par de avisos en falso, y el gran público británico se da cuenta —o no— de que ha tenido su muestra de Borges o Robbe-Grillet sin apostillas; la oportunidad de reírse de sus propias costumbres de espectador y residente en un mundo ordenado; su media hora semanal, en fin, de transgresión gozosa.
     Toda la obra de Monty Python, el grupo británico de guionistas y comediantes, parte de la misma paradoja. En especial, su primer trabajo: la serie televisiva El circo volador de Monty Python, transmitida entre 1969 y 1974, tiene dos rasgos que no carecen de precursores en la televisión y el teatro cómico del Reino Unido pero nunca han vuelto a coincidir con la misma brillantez. El primero: un humor corrosivo, indiferente a las normas del “buen gusto” y con la voluntad para atacar cualquier cosa, desde la realeza y las prendas de la alta cultura hasta los hábitos de las clases bajas. El segundo: un enorme desprecio por la forma habitual (¡todavía hoy!) del sketch, incluyendo la conclusión con pastelazo o notas de trompeta para indicar al público cuándo debe reírse.
     Para dejar atrás esa forma, los Python optaron por una estrategia surrealista de escritura y montaje. Los números de El circo volador podían terminar de cualquier modo, una vez que se hubiera desarrollado su premisa, y se conectaban entre sí por medio de asociaciones libres o secuencias intermedias. Además, muchas de éstas, junto con las cortinillas de entrada de cada programa, eran dibujos animados hechos de forma artesanal por Terry Gilliam, caricaturista estadounidense emigrado a Europa y, con el tiempo, sexto miembro del grupo. Creadas con una mezcla de originales y collages, las imágenes de Gilliam contrastaban con las composiciones rutinarias de las tomas con actores (en ése y en la gran mayoría de los programas británicos) y dieron a la serie un estilo visual inconfundible. Todavía hoy, el más reconocible de sus emblemas es el hermoso pie, recortado de un cuadro de Bronzino, que aplasta a los habitantes saltarines de un paisaje.
     En este año, que se cumplen treinta y cinco de la primera transmisión de El circo volador, la mayor parte de los miembros del grupo vive de regalías, refritos de viejos éxitos y los inevitables artículos promocionales, y sóloJones (quien se ha vuelto escritor y académico) y Gilliam (el director de Brasil, Doce monos y Las aventuras del barón de Münchausen) se han procurado carreras totalmente distintas a las de sus comienzos. Esta historia, por supuesto, es la de muchas otras figuras del espectáculo, que ven pasar su tiempo de esplendor y cuyas obras, tras la desaparición de sus partidarios más sinceros, llegan al olvido que merecían desde mucho antes.
     Pero las huellas de Monty Python son más profundas. Además del término spam, que nombra al “correo electrónico no deseado” (y a la palabrería inútil) a partir de algún número de la serie, está el adjetivo pythonesque, adoptado al menos por los diccionarios ingleses y que significa “absurdo”, “excéntrico”, “loco”. Esa locura existe en el programa, como en ninguno de sus precursores o discípulos, y en efecto recupera lo mejor de la subversión olvidada de las vanguardias —para constante perplejidad de nosotros, tan lejos de tanta diablura; o tal vez sea un espíritu humorístico, partidario de la demolición de nuestras convicciones y seguridades, aún más antiguo. Si no el mismísimo Swift, por lo menos el Carroll de las Alicias y La caza del Snark —brutal, irónico, desbordado, elegante— está en viñetas memorables como el reportaje sobre el compositor “barroco” Johann Gambolputty von Ausfern Schplenden Schlitter Crasscrenbon Fried Digger Dingle Dangle Dongle Dungle Burstein von Knacker Thrasher Applebanger Horowitz Ticolensic Grander Knotty Spelltinkle Grandlich Grumblemeyer Spelterwasser Kurstlich Himbleeisen Bahnwagen Gutenabend Bitte Ein Nurnburger Bratwustle Gernspurten Mitz Weimache Luber Hundsfut Gumberaber Shonendanker Kalbsfleisch Mittler Aucher von Hautkopft, de Ulm. En entrevista, el último pariente vivo de dicho personaje muere antes de que se termine de decir su apellido, y el reportero debe conseguir una pala y enterrarlo. –

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(1970) es autor de Cartas para Lluvia, Los atacantes, La torre y el jardín, Los esclavos y Gente del mundo, entre otros. Por su libro Manda fuego (2013) ganó el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para obra publicada.


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