Dentro del grupo de los Contemporáneos –al que, dicho sea de paso, se sumó poco y tarde– Jorge Cuesta había sido una presencia borrosa. En 1928, cuando firma la Antología de la poesía mexicana moderna, no faltó quien declarase su inexistencia ni quien lo degradase en la escala biológica: alguien lo acusó de ser chivo expiatorio; otro (Abreu Gómez) lo llamó “el perro de presa del grupo al que pertenecía; era una debilidad suya de la cual no pocos abusaron con mala fe”.1 Hasta la polémica de 19322 y hasta que comienza a editar Examen, el sinuoso Cuesta se empecina en conservarse al margen. Publica poco, escribe muy lentamente su trabucada poesía, no frecuenta los mentideros literarios y parece prepararse para la agitada vida pública que comenzará con su revista.
En todo momento, Cuesta asumirá la responsabilidad del debate público con un inflexible sentido de la responsabilidad intelectual. Resumo un comentario sobre su persona que ya he publicado antes: interesado en nadar contra la corriente en una cultura propensa a la molicie, al acriticismo y al consecuente uso interesado de la actividad intelectual, Cuesta era un heterodoxo regido por una inteligencia batalladora y adversa a cualquier concesión. Dice Cardoza que “su perspicacia hería su orfandad desmesurada. Vivió la agonía de entender y no aceptar; de no aceptar sin entender […] su cultura fue el infierno de comprender y de crear o no esa cultura elaborada con tesón y tedio”.3 El retrato colectivo coincide en presentar a un hombre cortés, amable y modesto, celoso de su independencia. Ermilo Abreu Gómez, a quien Cuesta testereó sin indulgencia durante sus polémicas, escribe que la intimidad de su adversario “estaba siempre oculta bajo la nublazón brillante de su inteligencia”.4 Y su inteligencia, que era un mito ya en sus años, aparece siempre como un añadido fáustico, el punto de luz del carácter en el retrato. Se le recuerda como un contrincante preciso, dueño de una memoria perfecta, que pasaba velozmente cualquier idea por el cedazo de una lógica inmisericorde, antes de refutarla o enriquecerla. Novo, ese monumento a la duplicidad, lo desdeña, ya muerto, pero preserva su ambigüedad: “Cuesta era un muchacho genial, un desequilibrado, o dueño de un equilibrio tan propio que hacía perder el suyo a quien lo oía.”5 El mejor retrato es el de Octavio Paz (uno de sus dos discípulos, Samuel Ramos el otro). Un día de 1934 lo abordó –con insolencia confesa– en la preparatoria de San Ildefonso, a la que Cuesta acude a observar de cerca el problema universitario sobre el que está escribiendo. Paz evoca al hombre “alto, delgado, elegante, vestido de gris, rubio, ojos de perpetuo asombro, labios gruesos, nariz ancha, extraña fisonomía de inglés negroide”, ese hombre sólo diez años mayor que, sin hacer caso a la soberbia del joven de veinte, lo invita a comer:
Esas horas fueron mi primera experiencia con el prodigioso mecanismo mental que fue Jorge Cuesta. Al hablar de mecanismo no pretendo deshumanizarlo; era sensible, refinado y profundamente humano. En su trato conmigo fue siempre atento, generoso y hasta indulgente. Pero su inteligencia era más poderosa que sus otras facultades; se le veía pensar y sus razonamientos se desplegaban ante sus oyentes con una suerte de fatalidad invencible, como si fuesen algo pensado no por sino a través de él. He conocido a personas muy inteligentes y casi todas ellas se servían de su inteligencia para esto o aquello (por ejemplo el escritor español José Bergamín) pero Jorge Cuesta era un servidor de su inteligencia. Mejor dicho: de la inteligencia.6
Y agrega poco después:
Jorge Cuesta estaba poseído por un dios temible, la inteligencia. Pero inteligencia es una palabra que no designa realmente a la potencia que lo devoraba. La inteligencia está cerca del instinto y no había nada instintivo en Jorge Cuesta. El verdadero nombre de esa divinidad sin rostro es Razón. La gran tentadora: sólo la Razón endiosa.
No había para él debate secundario. Una vez provocada, su inteligencia se apasionaba tanto con su objeto como con el deleite de someterlo a escrutinio intelectual y moral. Paz opina que su inteligencia llegó a convertirse en una tentación, la de la “razón divina”, y que la consecuencia fue una “intoxicación racional” que lo llevaría al suicidio (a los treinta y ocho años de edad). Su lema podría haber sido el que José Bianco adjudica a Julien Benda, una de las figuras tutelares de Cuesta: “Contra el odio a la inteligencia y contra la confusión mística.”7 Curioso que este hombre, “condenado a la cadena perpetua de la lucidez” como escribe su amigo Gilberto Owen,8 terminase por encarnar una personalidad tan angular y delirante. Ante su complejidad, los amigos y los adversarios recurren al retrato por comparación: Luis Cardoza y Aragón escribe que la vida de Cuesta corrió “en el surco abierto por Abelardo y Edipo”;9 Elías Nandino es más prolijo y menos arquetípico: “Parecía estar hecho del ánima de varios difuntos: Baudelaire, Rimbaud, quizá también Nietzsche, Voltaire y Lutero.”10 O por las valoraciones sumarias: Xavier Villaurrutia dice “era el escritor más inteligente de mi generación”;11 y Octavio Barreda: “era endiabladamente inteligente”.12
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Más que la Antología de la poesía mexicana moderna (1928)13 la revista Examen muestra la vertiente del quehacer público más combativo de Cuesta como miembro del grupo. El último número de la revista Contemporáneos había aparecido en diciembre de 1931, cuando ya eran evidentes cierto desgano, el castigo de la rutina y la ausencia del vigor y el rigor de sus primeros tiempos (había nacido en junio de 1928). De hecho, conscientes de su debilidad, apenas a un año de haber aparecido esa revista, José Gorostiza, Villaurrutia, Owen y Enrique González Rojo le insistían a su director, Bernardo Ortiz de Montellano, que había llegado la hora de cerrarla. Cuesta había colaborado con algunos ensayos, pero deja de hacerlo luego de que Ortiz de Montellano –hombre no especialmente brillante– le pide que “corrija en su forma” un enérgico comentario contra La rebelión de las masas de Ortega y Gasset (en el número 33, febrero de 1931). Cuesta se negó a corregir (nada lo desesperaba tanto como el reproche de “oscuridad” –escribe Villaurrutia— “acaso porque él sabía que a pensamientos complicados difícilmente corresponde una expresión sencilla”14), y no publicó más ensayos, aunque sí algunos poemas. La negativa era interesante: el contenido del ensayo “tiene que ver con mi arbitrio y mi deseo de perfección”, contesta, y su forma obedece a “mi naturaleza, que está de por medio”.15 Que a partir de ese desencuentro Cuesta haya pensado en hacer su propia revista es una conjetura que fortalecería su interés por conservar activo a su grupo de amigos. La decisión de crear una revista en la que nadie podría reprocharle su arbitrio ni su estilo, podría tener una explicación agregada: en 1932 Cuesta tiene 28 años de edad, cinco menos, en promedio, que Ortiz de Montellano, Jaime Torres Bodet y Enrique González Rojo, fundadores y primeros responsables de Contemporáneos. Era su turno para crear una revista que se alejara del eclecticismo de la época y que exigiera nuevas responsabilidades al ya maltrecho esprit de corps del grupo. Lo hizo con dinero propio, de Samuel Ramos y de Villaurrutia, sus amigos más cercanos, pero sin subordinarles su autoridad. De los Contemporáneos fundacionales colaboran en Examen sólo José Gorostiza y Carlos Pellicer, siempre reticente a ser agrupado. También participan Villaurrutia y Novo, los Contemporáneos de segunda promoción. Por otro lado, Cuesta suma tres colaboradores que no pertenecen, sino tangencialmente, al grupo: Samuel Ramos, Rubén Salazar Mallén y Luis Cardoza y Aragón, recién instalado en México.
Así pues, Examen suele considerarse, como escribe Octavio Paz, la “última empresa común” del grupo, la “más lúcida y rigurosa”.16 Algo relevante, sobre todo si se considera que Contemporáneos publicó cuarenta y tres números y Examen sólo tres. Ese par de adjetivos, lucidez y rigor, son el blasón de Cuesta. No se trata sólo de dos juicios, sino de dos programas: lucidez para entender, rigor para exponer. Contemporáneos fue la revista más duradera, pero la menos estricta, sin el sentido de la aventura de Ulises (la que Villaurrutia y Salvador Novo dirigen en 1928) y sin el riesgo intelectual de Examen. Ulises es la más little review, juvenil, avezada, irreverente; Examen es la más analítica. Novo y Villaurrutia se divertían con el juguete Ulises; Cuesta entiende Examen como un instrumento crítico, como una continuación de las discusiones con sus amigos o consigo mismo. Ulises se dispersa desde su nombre; Contemporáneos expande una agencia de difusión cultural y un aula. Examen se reconcentra en el estudio de sus objetos. Ulises curiosea; Contemporáneos patrocina; Examen analiza.
La revista Examen es más recordada por sus problemas con la ley que por sus méritos literarios y culturales: pero esos méritos no dejan de ser responsables, también, de sus problemas con las inercias sociales y culturales que la ley consagraba. A pesar de su limitado tiraje y su brevísima vida, Examen es la primera revista en México que ya no es sólo moderna, sino contemporánea. Marca un hito en nuestra hemeroteca y adelanta un estilo que aumentará su pertinencia con los años: en la medida en la que la politización se acelera entre las guerras mundiales, la revista literaria se convertía cada vez más en una revista de ideas y crítica. De hecho, Examen anticipa la crítica cultural que comenzará a cumplir la inteligencia en las revistas literarias contemporáneas del país. Es la primera en que la crítica de la cultura, de las ideas filosóficas, políticas y sociales, no orbita alrededor de la literatura sino que coexiste y dialoga con ella en un convenio de mutua necesidad. En este sentido, es la publicación paracleta de El Hijo Pródigo (1943-1946) y de su progenie, las revistas que dirige Octavio Paz (Plural y Vuelta) entre 1971 y 1998. Sus ideas y su manera de esgrimirlas inauguraron una noción del compromiso crítico y de la naturaleza de la responsabilidad intelectual que marcaría profundamente a la generación de Barandal y, después, a la llamada “generación de (nacidos en) 1932”. Examen es la revista de Cuesta, pero también, digamos, es su manifiesto, un manifiesto sui generis. Por su crítica del nacionalismo a su revisión de Marx, por su crítica a las letras y a las artes que se subordinan al interés colectivo e inmediato, o se deleitan en el uso sentimental de la responsabilidad intelectual, no sería exagerado referirse a la primera mitad del siglo XX mexicano como la era de Cuesta. “Todos los que lo oímos le debemos algo –y algo esencial”, dice Paz.17 Aplicó, e hizo aplicar, la responsabilidad de la inteligencia a la escritura crítica; en tiempos propensos a la facilidad, prefirió rechazar las ideas recibidas y su conversión en tambaleantes catálogos de respuestas simples para las complejas interrogantes culturales. No pocos temas que el pensamiento de este solitario postuló, ordenó o desarrolló sobre la poesía, la crítica, la sociedad, la política, la educación y la ciencia, continúan vigentes, de manera a veces subrepticia y aun a contrapelo.
He aquí el índice de los tres números de Examen (con su clave: e, ensayo, p, poesía, n, narrativa, r, reseña, v, varia):
Número 1 (agosto de 1932):
“Carlos Díaz Dufoo, Jr.”, por Julio Torri (e).
“Diálogos”, por Carlos Díaz Dufoo, Jr. (v).
“Música en la noche”, por Aldous Huxley (e).
“Psicoanálisis del mexicano”, por Samuel Ramos (e).
“La pintura superficial”, por Jorge Cuesta (e).
“Segundo amor”, por Salvador Novo (p).
“Cariátide”, por Rubén Salazar Mallén (n).
“L’U.R.S.S. sans passion, de Marc Chadourne”, por Cuesta (r).
“Lo rojo y lo azul, de Benjamín Jarnés”, por Rubén Salazar Mallén (r).
Número 2 (septiembre):
“Las pasiones políticas”, por Julien Benda (e).
“Motivos para una investigación del mexicano”, por Samuel Ramos (e).
“Dúos marinos”, por Carlos Pellicer (p).
“Cariátide”, por Rubén Salazar Mallén (n).
“El Teatro de Orientación”, por José Gorostiza (e).
“Música inmoral”, por Jorge Cuesta (e).
“Efrén Hernández”, por Xavier Villaurrutia (e).
“La luciérnaga, de Mariano Azuela”, por Celestino Gorostiza (r).
Número 3 (noviembre):
“La política de la moral”, por Jorge Cuesta (e).
“La política de altura”, por Jorge Cuesta (e).
“El raptor”, “Cursos veraniegos”, “Mujeres”, por Julio Torri (v).
“El martirio de San Dionisio (según la alondra y el caracol)”, de Luis Cardoza y Aragón (n).
“Un escritor mexicano (Mariano Azuela)”, por Darío Puccini (e).
“La consignación de Examen (opiniones de Alejandro Quijano, Genaro Fernández MacGregor, Enrique Munguía, Xavier Icaza, Luis Chico Goerne, Mariano Azuela, Enrique González Martínez, Bernardo Ortiz de Montellano, Julio Torri, Eduardo Colín, Rafael López)” (e).
“Extractos de la prensa” (v).
“Comentarios breves”, por Jorge Cuesta (v).
No se puede ver en Examen una revista literaria como las que la anteceden, aunque sea la literatura lo que proporcionalmente más espacio ocupe en sus páginas: su médula está en los ensayos de Huxley, Benda, Ramos y Cuesta, es decir, en la discusión sobre la filosofía de la cultura.
La poesía es el género con mayor cantidad de aportaciones (Novo, Pellicer, Torri, Cardoza y Aragón). Son textos rigurosos, a veces lo mejor de cada uno (el “Segundo amor” de Novo, por ejemplo) y su homogénea calidad hace pensar en la que exigía y conseguía Ulises. Cabe destacar la aparición de Cardoza, recién llegado de París, como un “sagitario sonámbulo disparando lluvias de flechas que descubren blancos impensados”, como escribió Villaurrutia.18 Su “Martirio de San Dionisio (según la alondra y el caracol)”, poema narrativo con resonancias surrealistas y del folklore centroamericano, emparienta con lo que, también en París, había intentado una década antes Miguel Ángel Asturias en sus Leyendas de Guatemala. El texto debió asombrar con su flujo asociativo y lúcido de imágenes telescopiadas, su radical hiperestesia y sus disparos de humor histérico.
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Uno de los motivos por los que Paz puede considerar a la revista como la empresa “más lúcida y rigurosa” del grupo es el que se deriva de su actitud ante el problema del “desinterés”, es decir, de los usos del sentimentalismo. La polémica entre “nacionalismo y cosmopolitismo” se había reducido al previsible rosario de lugares comunes, pero Cuesta y Reyes la habían graduado a problema intelectual serio. Hay en Examen dos ensayos de Cuesta que se antojan secuelas a la polémica de 1932 y forman parte de la médula de la publicación: ninguno de los dos se refiere a literatura o a filosofía, sino a la pintura y a la música, obviamente porque en estas artes “ha sido una exigencia todavía más imperiosa y más tiránica la exigencia nacionalista que ha esclavizado a nuestras artes”. Ambos ensayos continúan y ahondan el tema del “interés y el desinterés” que se había iniciado desde el artículo de Cuesta sobre Ortega y Gasset en Contemporáneos.19
En una década agobiada por el partidismo y la carga de las ideologías, Cuesta propone criticar al arte en términos que no estén gravados por realidades subordinadas (la realidad social, la mexicana, la moderna, etcétera):
Es por esto por lo que el arte se ha convertido en abastecedor de realidades, como si la realidad nos hubiese fallado de repente. Es el arte lo que nos ha faltado desde entonces. Incapaces de vaciar en sus obras las ideas y los sentimientos que alimentamos, al arte le pedimos ideas y sentimientos que suplan nuestra miseria interior. Y, abandonada nuestra propia realidad, a la obra de arte exigimos que nos traiga aquella otra de la cual podamos despojarla, para atribuirnos aunque sea momentáneamente, aunque sea para abandonarla también en seguida.20
Los ensayos de Cuesta en su revista continúan esa discusión: “La pintura superficial” (sobre Agustín Lazo) y “Música inmoral” (sobre Higinio Ruvalcaba) discuten la “superficialidad” y la “inmoralidad”, que prevalecen sobre sus contrarios convertidas en nuevas, inesperadas, virtudes. Ser superficial o inmoral en arte, opina Cuesta, equivale a “decepcionar” las expectativas que el poder (cuya moralidad siempre es interesada) espera de formas de arte de las que espera utilidad. “Música inmoral” cuestiona la contradicción inherente a la expresión “arte popular” (con razones que se adelantan, por cierto, a las que un lustro más tarde los poetas españoles –como Luis Cernuda– habrán de esgrimir ante las exigencias de los ideólogos republicanos). Para Cuesta es imposible: buscar un tono “popular” accesible o un tono “nacional” supone la subordinación de la moral individual del artista a la moralidad colectiva de la sociedad o el Estado. También le parece una “moralidad” el enaltecimiento de cualquier contenido en teoría del arte, pues conduce al público a fijar su atención en los efectos bienhechores de esa moralidad más que en el “sentido” propio del arte. El músico puede llenar su obra de tales efectos bienhechores pero, al hacerlo, privar a su auditorio del superior enigma musical. Una usurpación que va más allá, pues toca en lo íntimo al artista que, en lugar de escribir “lo que oye”, escribe “lo que deberá ser oído”, lo que desvirtúa su labor en tanto que no pretende otra cosa que ésta: que los mejores oídos son los que oyen mejor: no los que oyen lo mejor con el fin de comunicarlo a quienes no tuvieron el privilegio de oírlo originalmente. Ninguna dignidad, ningún valor imparte a la realidad oída; ninguna significación real.
El argumento de Cuesta radica en una lógica que emana de una “idealidad” que es imprescindible en un artista individual. Las acusaciones de artepurismo, que no le eran desconocidas, no dejan de fastidiarlo en tanto que surgen de mentes sentimentales, interesadas o morales.
Como complemento a esos ensayos, firmará otro que surge de la presión de la denuncia contra la revista, “La política de la moral”. Otro, también en el tercer número, titulado “La política de altura”, remite indirectamente al problema judicial en que se encuentra involucrado por su revista. Aunque parece enderezado contra el filisteísmo político, el ensayo va más allá y critica una de las marcas de agua de la naciente “década roja”: la idea del compromiso. Cuesta rebate la concepción orteguiana del arte “deshumanizado” y se pregunta por qué no acusaría Ortega a la ciencia, a la historia o a la política –como al arte– de haberse separado de la vida. Demuestra cómo “hasta la biología es la demostración de la incertidumbre de los instintos”, la reivindicación de la duda y el misterio esenciales. Así un arte o una ciencia cercanos a la vida –“humanos”– no son sino una ciencia o un arte piadosos, complacientes, aduladores, vulgares y populares, no actividades desinteresadas del espíritu. En último término, deshumanización y distanciamiento de la vida no significan sino desinterés y rigor, que no son, por cierto –sostiene Cuesta– virtudes del pueblo. El vulgo comprende lo que le resulta inmediato y le es favorable, no lo que es distante y lo lastima. Su arte, su ciencia, su historia, su política se deben a su necesidad de satisfacciones “aquí y ahora”. Su enciclopedia es el periódico, cuya función no es otra que la de poner al alcance de todos, de la mediocre conciencia de cualquiera, cuanto se piensa y cuanto ocurre que pueda impresionar a esa conciencia… La historia (“cuyo objeto no es el hombre sino su especie”) y la política (alejada de todo desinterés, de toda “noción clásica”) son formas falsamente humanizadas (las más interesadas) puesto que pertenecen a la burguesía, “la clase impolítica por excelencia”, para la que hace mucho dejó de ser imperativo que “el único poder político concebible es el fundado en el interés general, es decir en el desinterés (distanciamiento de la vida, distanciamiento de los intereses particulares)…”. La conclusión es radical: “Son los artistas vulgares, mediocres, quienes acuden a la vulgaridad del interés para interesar con sus obras; quienes recurren a los resortes inferiores del alma para conmoverla.” Cauteloso ante toda absolutización de valores, Cuesta reivindica la duda y la lucidez del rigor, e insinúa que son los ingredientes del verdadero ideal revolucionario. No obstante, estas ideas se ven reducidas a unas cuantas tipificaciones de las que los adversarios de Cuesta aíslan frases sulfurosas (como “México es un país de cultura francesa en todos los órdenes”). Por otro lado, es fácil percatarse de que estas ideas, sacadas o no de contexto, se encontraban muy lejos del otro ideal revolucionario: el que la sep de Narciso Bassols tiene sobre la educación y sobre el papel que la cultura debe jugar en la sociedad… ~
Hace veinticinco años Guillermo Sheridan terminó su libro Los Contemporáneos ayer con un epílogo que trazaba una semblanza de Jorge Cuesta. Esa semblanza inicia ahora Malas palabras: Jorge Cuesta y la revista Examen, de próxima aparición en Siglo XXI Editores, que desentraña aquel legendario agravio del Estado contra la libertad de expresión.
1. Abreu Gómez, “Jorge Cuesta”, Sala de retratos, pp. 70-73.
2. Narré y documenté esa polémica en México en 1932: la polémica nacionalista, México, FCE, 1998.
3. Cardoza y Aragón, El río; novelas de caballería, p. 387 y ss.
4. Abreu Gómez, “Jorge Cuesta”, en Sala de retratos, p. 70.
5. Citado por Emmanuel Carballo en Diecinueve protagonistas de la literatura mexicana, p. 10.
6. Octavio Paz, “Contemporáneos. Primer encuentro”, Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, Obras completas, pp. 71-72.
7. “De nuevo Julien Benda”, en Ficción y reflexión, p. 222.
8. “Encuentros con Jorge Cuesta”, Obras, p. 244.
9. Cardoza y Aragón, Apolo y Coatlicue: Ensayos mexicanos de espina y flor, p. 145.
10. Elías Nandino, “Retrato de Jorge Cuesta”, p. 8.
11. Villaurrutia, citado en “Con Xavier Villaurrutia”, Tierra Nueva, pp. 73-81.
12. Barreda agrega: “Pudo ser el Ortega y Gasset mexicano, [pero] como poeta no es muy bueno.” Citado por Carballo en Diecinueve protagonistas de la literatura mexicana, p. 186.
13. Precedida de un estudio preliminar, publiqué esa antología en la colección “Letras mexicanas” del Fondo de Cultura Económica en 1995. La siguiente edición (1998) fue corregida a partir de nuevos documentos.
14. Villaurrutia, “In memoriam: Jorge Cuesta”, en Obras, p. 848.
15. Cuesta, “Carta a propósito de la nota preinserta”, en Obras reunidas (ii). Ensayos y prosas varias, p. 127. Todas las citas de Cuesta remitirán a esta edición –la más confiable– del Fondo de Cultura Económica, preparada por Jesús R. Martínez Malo y Víctor Peláez Cuesta, México, 2004.
16. Octavio Paz, Xavier Villaurrutia en persona y en obra, p. 25.
17 .Octavio Paz, “Jorge Cuesta, pensar y hacer pensar. Carta a José Emilio Pacheco”, Letras Libres, núm. 58, octubre de 2003, p. 41.
18. Villaurrutia “Luis Cardoza y Aragón”, en Obras, p. 893.
19. “La rebelión de las masas”, en el número 33, febrero de 1931. El ensayo se recoge en Ensayos y prosas varias, Obras reunidas, pp. 121 y ss.
20. Examen, 1, pp. 11-14.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.