Cuando hablo de los lastres de la derecha en México me refiero al nudo formado por tres cuerdas tradicionales: la tradición católica integrista, las tradiciones vinculadas a la exaltación de la identidad nacional y el sector tradicional de la economía. Las corrientes políticas de la derecha se encuentran ante el reto de desanudar estos lazos para poder alcanzar una condición moderna. Nos enfrentamos aquí a un primer problema: hay muchos que creen que la definición misma de derecha se basa en este nudo de tradiciones, y que si se desata perderemos la posibilidad de definir este espacio político. En este sentido, la idea de una “derecha moderna”, libre de estas ataduras, sería un absurdo. La modernidad misma se encargaría de disolver la noción de derecha, que se evaporaría ante nuestros ojos sin dejar más que algunas huellas leves de su paso por la política. Sin embargo, hay elementos modernizadores que apuntalan la continuidad de un espacio para la derecha.
Citaré para abreviar sólo cuatro fuentes que mantienen fértil el terreno de la derecha política: la expansión de los sectores más sofisticados de la economía, la influencia de los focos mundiales de crecimiento científico, tecnológico e intelectual, la lucha de los grandes monopolios por orientar la administración pública de recursos y, por último, la llamada globalización. Podemos reconocer la influencia de estas fuentes de modernización en el crecimiento, sin duda demasiado lento, de una sociedad civil empresarial dotada de hábitos civilizados; es decir, de una civilidad burguesa opuesta a las tradiciones corruptas del capitalismo salvaje y predador que ha hecho estragos en las sociedades del llamado Tercer Mundo. Crece, también muy lentamente, una clase media culta y cosmopolita ávida de empaparse de las nuevas tendencias científicas e intelectuales, y que impulsa la aplicación de nuevas ideas y tecnologías. Por otro lado, los gobernantes ven con angustia cómo se estrechan sus márgenes de decisión debido a la fuerza de los grandes monopolios transnacionales, que presionan para imponer sus condiciones. A todo ello podemos sumar la expansión de una anglofilia liberal pragmática –espoleada por la globalización– que abandona paulatinamente los valores culturales tradicionales. Rodrigo Guerra se refirió muy directamente a este problema cuando escribió: “La ‘derecha’ se encuentra sufriendo su propia crisis moderno-ilustrada. No es raro encontrar líderes de ‘derecha’ que antaño tuvieron un fuerte compromiso ideológico y que ahora se encuentran decididamente abocados al estudio de la literatura de superación personal, manuales de management y novelas en las que la magia, el esoterismo y los mundos paralelos confluyen alegremente.”1 Digamos que se trata del mestizaje sacrílego de Og Mandino y Harry Potter.
Todo ello constituye un poderoso disolvente de las tradiciones que se anudan en el corazón de la vieja derecha. Pero veamos un poco más de cerca la anatomía de este anudamiento de tradiciones. Gabriel Zaid dijo con razón que no debíamos ignorar que alguna vez “el catolicismo mexicano soñó con la modernidad”; se refería a tres poetas (Ramón López Velarde, Carlos Pellicer y Manuel Ponce) que creyeron que era posible ser católicos y modernos.2 Pero el sueño quedó en el olvido y en 1989 Zaid aceptaba que la cultura católica se había acabado, salvo en sus expresiones populares y algunos vestigios aislados. El resultado ha sido que lo moderno es contemplado como una amenaza por la cultura católica, la cual puede acabar, si tiene suerte, como una zona marginal de la cultura moderna o llegar a una disolución final. Zaid, no obstante, abrigaba una débil esperanza de que estuviésemos en los albores de una cultura católica postmoderna.3
Ciertamente, con el triunfo electoral del PAN en 2000 ha habido un impulso, acaso posmoderno, que colocó al catolicismo en el centro de la cultura política. Hoy en día los políticos católicos –no los poetas– vuelven a soñar con la modernidad, aunque los bruscos vaivenes posmodernos no los dejan dormir tranquilos. Pero formar parte central de la cultura política no quiere decir que se ha reconstituido una cultura basada en la fe católica. Algunos creen que ello sólo puede ocurrir gracias a las sólidas jerarquías y enseñanzas de la Iglesia, apoyadas por gobiernos de orientación católica. Justamente aquí es donde podemos reconocer uno de los lastres atados a los políticos y funcionarios de un partido, como el PAN, que obtiene parte de su inspiración en la confesión católica. Como es de esperarse, este lastre dogmático influye poderosamente en la visión que se tiene de la educación, donde se exige que la formación moral de los niños y los jóvenes sea regida por preceptos religiosos. Muy claramente lo dijo Rafael Preciado Hernández, uno de los dirigentes más importantes del PAN: “Una moral que no está fundada en convicciones religiosas, una moral ‘científica’ de tipo positivo, como una moral puramente especulativa o teórica, es insuficiente. De allí la necesidad de una enseñanza sólida religiosa y moral.”4 Desde luego, estas ideas suelen ligarse estrechamente al repudio a la despenalización del aborto, a la defensa de la familia tradicional, al rechazo de nuevas formas de organización familiar (basadas en matrimonios de parejas del mismo sexo), a la repugnancia ante el uso de anticonceptivos y ante la experimentación científica con células troncales. Estas posiciones son integristas debido a que defienden la inalterabilidad de la doctrina tradicional.
En ausencia de una cultura intelectual católica activa y creativa, la Iglesia busca su legitimación en la tradición popular. Como lo ha escrito el presbítero Rogelio Alcántara, la Iglesia “considera que de nuestra cultura mexicana han de brotar, como de una fuente, algunos contenidos básicos de la educación que deben impartirse en el país”.5 Es en la cultura popular, profundamente impregnada de catolicismo, donde los políticos católicos pueden encontrar apoyo y justificación de sus posturas morales. Es en la identidad nacional donde pueden saciar su sed de legitimidad. El sueño de una eventual reconstitución de la identidad católica, sumergida y aplastada por la revolución, con frecuencia guió las actividades de muchos políticos de derecha. Lo expresó muy bien Salvador Abascal en mayo de 1942, en sus impresionantes memorias de la militancia sinarquista: “Como el que hambre tiene en pan piensa, los acontecimientos internacionales me hacen imaginar que las Democracias van a perder la guerra; que los Estados Unidos se verán impedidos, como en el período de 1860 a 1865, para intervenir en México y que la Alemania triunfante dejaría que el mundo hispánico se reconstituyera conforme a su tradición católica y corporativa.”6 Este sueño reaccionario, ya muy lejano, a veces revive en las expresiones mucho menos duras del integrismo católico. Pero lo que predomina es la conciencia angustiada de vivir en un escenario posmoderno –como decía Carlos Castillo Peraza– donde el hombre es la medida única de todas las cosas y el fundamento de todo valor, sin dependencia y a veces sin referencia a Dios.7 Ante esta situación, Lorenzo Gómez Morín ha expresado su temor de que, frente a la creciente expansión de las ideas liberales, las personas devotas acaben constituyendo un nuevo estrato social, el de los “católicos de clóset”.8 Este grupo, impulsado por la caridad, tendría que vivir obligado a respetar las ideas falsas, aunque sus miembros creen que son poseedores de la verdad y que las otras doctrinas están en el error. No deja de ser una forma muy incómoda de vivir la modernidad (o la posmodernidad). El respeto y la tolerancia por las ideas ajenas no puede basarse en la caridad y la lástima que se siente hacia los que supuestamente viven en el error.
Podríamos pensar que sería mucho más razonable que estos católicos saliesen del clóset para aceptar la alternativa propia del pensamiento ilustrado al admitir que existen ideas morales que no se fundan en la religión, y que no por aceptar esta evidencia se cae en el torbellino del relativismo, donde todos los postulados éticos son igualmente aceptables, incluyendo los más extraños, aberrantes y marginales. Basta al respecto un ejemplo: este relativismo vería tan legítima la ablación del clítoris practicada en algunas regiones de África como los usos y costumbres indígenas que marginan a las mujeres. Volveré más adelante al tema del relativismo, aunque quiero adelantar una afirmación: no es necesario buscar en la religión católica las razones para rechazar estas ideas.
Sin embargo, es muy fuerte la tentación fundamentalista de buscar la legitimación de las verdades católicas en las profundidades barrocas de una identidad mexicana esencial, que sería el soporte metademocrático de las posturas políticas de la derecha integrista. Algo similar hicieron durante muchas décadas los gobiernos del autoritarismo revolucionario, que apoyaron su legitimidad en una supuesta identidad nacional, fuente inagotable de la religiosidad revolucionaria que impregnaba la política mexicana.
El mejor ejemplo de una búsqueda fundamentalista de la identidad nacional lo podemos encontrar en las páginas del libro de Agustín Basave Fernández del Valle (1923-2006), Vocación y estilo de México, publicado en 1990.9 El subtítulo de este libro es revelador: Fundamentos de la mexicanidad. El estilo brioso de Basave, un intelectual católico que perteneció a la élite política de Monterrey, promueve una impetuosa vocación mexicanista a lo largo de un río de más de mil páginas. Diríase que quiso componer una especie de summa tomista de lo mexicano, una verdadera teología de la mexicanidad. Las primeras palabras de este enjundioso torrente nacionalista son sintomáticas: “México está en inocultable crisis.” Se refiere principalmente a una crisis moral que se manifiesta en la falta de solidaridad de los mexicanos, en el individualismo exacerbado y el egoísmo mezquino. El México de finales del siglo XX habría llegado, según Basave, a extremos nunca vistos. Recoge los ecos de Ortega y Gasset para afirmar que México es un país invertebrado. Se trata de una angustia auténtica: ciertamente México vivía la crisis cultural y moral que auspició el fin del sistema autoritario. México se enfrentaba (y se enfrenta aún) no sólo a problemas de desarrollo, sino a problemas de civilización. Desgraciadamente, la discusión de estos problemas civilizatorios ha sido abandonada por muchos intelectuales y políticos. Hay que reconocer que es necesario realizar estudios de la constitución moral de la cultura mexicana, para poder estimular una crítica de las costumbres. Las reflexiones que habían emprendido intelectuales católicos como Basave se internaron en los terrenos escabrosos de la moral y las costumbres. Es un mérito que hay que reconocerles.
La crítica social y política se enfrenta con las fibras racionales (o pretendidamente racionales) de la sociedad. Pero la crítica de la cultura se topa generalmente con las fibras emocionales y con las texturas de los sentimientos, de los mitos y de la fe. Los antropólogos conocemos bien estos riesgos, que son como gajes del oficio. Ya lo advertía Renan: es mejor estar equivocado con la nación que compartir demasiadas razones con aquellos que le dicen duras verdades.
Esto me lleva al argumento central del fundamentalismo católico. La pretensión de que ciertos fenómenos culturales son la cristalización de una llamada, de una vocación. En la línea de la sociología weberiana, esta idea se aplica a las vocaciones científica y política. Las sociedades modernas desarrollan formas no religiosas de definición del yo individual, como un llamado a cumplir ciertas funciones y a respetar los valores civiles. Esta llamada, opuesta a la famosa “llamada de la selva” de Jack London –que atrae al hombre hacia estados primigenios de animalidad– es la vocación moderna que empuja a los hombres a aceptar los mandatos de la civilización industrial.
Sin duda esta vocación moderna tiene un origen religioso. La Reforma protestante desarrolla la idea a partir de la imagen paulina de la llamada salvadora de Dios. La vocación de Calvino se acabó convirtiendo en el vehículo que podía orientar la vida terrenal de las personas motivadas, no sólo por la llamada religiosa, sino por el trabajo secular civil orientado hacia buenos propósitos. Allí se encuentran las fuentes de las legitimidades modernas basadas en identidades nacionales.
Pero el rescate que hace Basave de la “vocación de México”, que se inscribe en esta añeja tradición religiosa, significa un paso atrás. Para él la vocación es una voz interior que nos impulsa: “la vocación de México necesitó, para cumplirse, del milagro del Tepeyac” (p. 24). Desde este punto de vista es comprensible que en su exposición Basave dedicase todo un apartado a criticar las consideraciones aberrantes y ofensivas a la fe católica del pueblo mexicano –como las llama– que yo había expresado en mi libro La jaula de la melancolía. Pero el problema no radica en la discusión y la crítica de las diferencias. El problema con esta fervorosa “vocación mexicanista” es que define a sus enemigos con arrebatado ardor: “La proyección de nuestra tradición hispano-católica ha tenido también en nuestro suelo sus torvos enemigos. Son –conciente o inconscientemente– el anti-México” (p. 29). Se refiere directamente a los que llama afrancesados y tecnócratas ayanquizados. En ocasiones los tilda de descastados.
En contraste, desde la perspectiva de una civilidad democrática, no podemos hablar de enemigos, sino de adversarios. Por ello debemos criticar este uso abusivo de la identidad nacional como vocación religiosa, pues lleva directamente a la guerra contra enemigos propios y extraños, contra Masiosares que profanan nuestro suelo.
¿Qué puede significar este viaje hacia las fuentes de un ethos barroco popular? Rodrigo Guerra nos da una inquietante indicación: es una búsqueda de las formas de modernidad no ilustrada, que desde Pascal hasta Ratzinger “asumen todas las preguntas fundamentales del proyecto moderno, pero dando una respuesta neo-agustiniana a todas ellas”.10 Es una afirmación muy sugerente. Los jansenistas agustinianos estaban convencidos de que el hombre en su mundo, el del siglo XVII, continuaba inmerso en la sombra de la Caída, con el ánimo nublado, la razón oscurecida, escasas capacidades de elegir libremente y entregado a la concupiscencia. Los nuevos agustinianos de hoy creen que vivimos una condición similar, sumergidos en una crisis profunda de la cultura ilustrada y del liberalismo. En contraste, esta cultura es exaltada por unos modernos pelagianos que se ilustran con los valores liberales del rational choice, de la elección racional. El antiguo hereje Pelagio, contra san Agustín, estaba convencido de que el pecado original no había tenido secuelas históricas ni había dañado la naturaleza humana y su capacidad de elegir libremente. Podría ser que hoy en día estuviésemos presenciando los avatares de un enfrentamiento entre una derecha neojansenista tradicional y otra derecha neopelagiana moderna. Esta última estaría convencida de que la libertad del hombre, encarnada en estructuras políticas representativas, nos permite elegir una moral política sin apelar a recursos metademocráticos.
He señalado dos de las cuerdas tradicionales que forman el nudo que lastra los impulsos modernos de la derecha: la tradición católica de inclinación integrista y la identidad popular mexicana entendida como sustento de la vida política. Falta abordar ahora la tercera cuerda. Es conocido el hecho de que en el seno del catolicismo integrista han crecido ideas hostiles al desarrollo capitalista moderno y que –como he dicho– consideran que dentro del sistema democrático no pueden definirse posturas éticas verdaderas. Luis Eduardo Ibáñez ha observado que los católicos integristas han optado por defender y promover los gremios artesanales y rurales ante los estragos del capitalismo monopólico.11 El fundamentalismo con frecuencia exalta la pobreza. Por ejemplo, Agustín Basave afirma el valor de la pobreza que caracteriza a la mayoría de los mexicanos. La vocación fundamental de México, según él, “proclama la primacía del enfoque espiritual, ético y social sobre el desarrollo simplemente económico”.
Está convencido de que la “pobreza es creadora de cultura”; dice más adelante: “nuestra pobreza nos insta a tomar distancia frente a la fascinación por lo económico” y alaba “el modelo cultural de la pobreza mexicana” que puede convertirnos en “una sociedad humanista”.12
Creo que estamos ante una situación que Gabriel Zaid ha descrito admirablemente en su libro El progreso improductivo. Frente a la inmensa pirámide del sector económico moderno hay una economía tradicional de subsistencia que es necesario apoyar. Este sector no piramidado constituye un vasto conjunto de gobiernos aldeanos, pequeñas empresas, trabajadores por su cuenta y formas no académicas de aprendizaje e investigación. Frente al sector tradicional –esencialmente pequeñoburgués– encontramos las inmensas pirámides formadas por los bloques administrativos e industriales, las grandes empresas nacionales e internacionales y los poderosos centros de investigación y enseñanza. Desde la perspectiva de la economía tradicional las grandes pirámides de la modernidad capitalista son execrables. Las ideas progresistas suelen ilustrar la vía trepadora que sólo busca, si acaso, la igualdad en el sector piramidado. Así, surge lo que Zaid denomina el mercado piramidal de la obediencia, donde confluyen asalariados privilegiados, universitarios progresistas y buenas conciencias revolucionarias. Se trata de una curiosa progresía, rodeada de proletarios en Cadillac –como dice Zaid– que bloquea el desarrollo de los empresarios en bicicleta oprimidos, de los campesinos, los reaccionarios, los atropellados por el progreso industrial, político e ideológico. Esta visión es heredera de las tesis sociológicas de izquierda que definían el llamado colonialismo interno y de las propuestas que E.F. Schumacher cristalizó en su famoso libro Small is Beautiful, publicado en 1973. Schumacher se había convertido al catolicismo dos años antes de publicar su libro, e intentó recrear y ampliar en él las ideas distribucionistas de G.K. Chesterton. Contra el socialismo y el capitalismo, el distribucionismo alienta el amplio reparto de medios de producción; el objetivo es, parafraseando a Chesterton, poco capitalismo y muchos capitalistas.
Que la derecha rechace vigorosamente el socialismo es algo que a todos nos parece natural. Más extrañas pueden parecer sus actitudes anticapitalistas; sin embargo, paradójicamente, suelen formar parte de los lastres que atan a la derecha a posiciones conservadoras, antiliberales e integristas. Es posible afirmar que, en muchos casos, cuanto más anticapitalista es la derecha más conservadora se vuelve. No obstante, hay que señalar que la actitud opuesta de salvaje y ciego procapitalismo de algunas dictaduras –como la de Pinochet en Chile– han estimulado a una derecha que, además de ser conservadora, es ante todo reaccionaria y antidemocrática. Es de lamentarse que esta clase de derecha nace en América Latina gracias al apoyo de Estados Unidos, la gran potencia democrática. Afortunadamente en México este tipo de derecha es casi inexistente.
He descrito el anudamiento de tres expresiones tradicionales que lastran a la derecha mexicana. El tríptico al que hago referencia está conformado por el integrismo católico, los mitos de la identidad nacional y la defensa de la pequeña burguesía. Debo advertir que estas tres corrientes no forzosamente se ligan para formar un núcleo coherente de ideas. El integrismo más cerrado puede ser ferozmente procapitalista e hispanizante. El culto a la identidad guadalupana del pueblo no forzosamente se hermana con la defensa de los changarreros, los campesinos y los negocios rústicos. La crítica a las concentraciones piramidales del poder económico, político e intelectual no se liga necesariamente con la práctica de un catolicismo rancio y anticuado.
Sin embargo, hay fuertes afinidades electivas entre estas tres expresiones del tradicionalismo. Su confluencia suele auspiciar las corrientes más conservadoras de la derecha, aquellas que desconfían de la democracia, frenan las innovaciones científicas y tecnológicas, defienden las formas tradicionales católicas de organización familiar, apoyan la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, ponen en duda algunas facetas del Estado laico, son poco amigas de las influencias culturales extranjeras y son alérgicas a la despenalización del aborto y al uso de anticonceptivos. Me gustaría poner un ejemplo europeo de lo que significa concretamente la confluencia de estas tres expresiones tradicionales. La Liga Norte, encabezada por Umberto Bossi, reúne un acendrado catolicismo, un culto a la identidad regional y una exaltación de la pequeña empresa familiar. El resultado ha sido un espectacular fortalecimiento de una extrema derecha agresiva y un exitoso ímpetu neocapitalista.
Parafraseando a Gabriel Zaid, podríamos decir que en México hay una derecha que va en bicicleta y otra que va en Cadillac. Hay una derecha conservadora y una derecha liberal (o incluso, si se quiere, neoliberal). Agregaría que hay otra derecha que en sus orígenes iba a caballo y que terminó viajando en el tren autoritario del nacionalismo revolucionario, un tren que acabó atropellando a los ciclistas y menospreciando a los automóviles de lujo, sin dejar de exprimir a unos y otros. Me parece que debemos destacar la importancia de esta derecha “revolucionaria”, pues ha sido hegemónica durante varias décadas. Sus personeros más emblemáticos han sido el inmensamente corrupto Miguel Alemán y el siniestramente represivo Gustavo Díaz Ordaz, quienes son sólo algunos de los hitos de la larga trayectoria de la derecha autoritaria que impidió tercamente durante decenios toda alternativa democrática en México. Esta derecha burocrática es la responsable de la erección de la imponente pirámide estatal de intereses económicos, administrativos, sindicales y corporativos que saltó del caballo al tren, para por último apropiarse de muchos Cadillacs para transportar a los dóciles asalariados de la revolución institucionalizada. Esta otra derecha –revolucionaria y burocrática– ha perdido la hegemonía, pero controla todavía muchas regiones del país con el viejo estilo de gobernar: Oaxaca, Puebla, Veracruz, para sólo citar unos pocos ejemplos. Un típico representante de esta otra derecha, Roberto Madrazo, compitió para perder en las elecciones presidenciales de 2006. Por fortuna, el PRI no es monolítico: aloja corrientes abiertas, tecnocráticas y modernizadoras, como las que fueron capaces de aceptar (e incluso propiciar) la transición democrática que se inició con las elecciones del año 2000.
Octavio Paz solía decir que la derecha no tiene ideas sino sólo intereses. Esta afirmación destaca un aspecto muy importante: los intereses de quienes poseen el poder económico son referentes importantes para definir la noción de derecha. Pero los intereses, que podemos definir sociológicamente, no permiten comprender la amplia complejidad del fenómeno político de la derecha. La derecha política no forzosamente coincide con la derecha social. No es lo mismo la Unión Nacional de Padres de Familia que la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex). La derecha política con frecuencia utiliza recursos religiosos para legitimarse y además se define por contraste con las corrientes de izquierda. Podemos comprender que las definiciones de esta polaridad dependen del momento histórico. Por ello, los parámetros y las coordenadas son cambiantes, y no es fácil extrapolar la situación de unos países a otros. En ciertos lugares y situaciones la polaridad izquierda-derecha puede casi desaparecer, sea porque los partidos confluyen en el centro del espectro político (como en Estados Unidos) o porque las condiciones son tan peculiares que las definiciones se vuelven casi inútiles (como en Cuba o Corea del Norte).
Regresemos a ese núcleo triangular que he señalado como un pesado fardo que dificulta la modernización de la derecha. De este núcleo se desprende la idea y la sensación de que la modernidad nos ha hundido en el materialismo individualista que ahoga a las personas, “en la vacuidad y la frustración de una cultura de las cosas ‘útiles’ por encima de las emociones y los sentimientos”, como dice Carlos Abascal.13 La jerarquía eclesiástica se habría percatado desde fines del siglo XIX de que “el progreso material y el individualismo nihilista conducen a la infelicidad”. La conclusión es que la modernidad entra en crisis conforme el materialismo del mercado y el consumismo capitalista se expanden, lo que lleva a una profunda deshumanización. La modernidad socialista también condujo a horrendos totalitarismos, que se supone existen en forma embrionaria en las ideologías de izquierda que niegan la existencia de un orden natural.
Este negro panorama, según Abascal, encuentra su expresión, por ejemplo, en que incluso el socialismo democrático del siglo XXI “aprovecha la democracia procedimental y la economía de mercado” para construir “una especie de ‘dictadura del relativismo’ que afirma que no hay principios éticos universales”. Estas ideas constituyen el meollo de la visión integrista conservadora que define sus propios valores católicos como leyes naturales de las que emanan las doctrinas morales correctas y universales.
El argumento fuerte pareciera que radica en la denuncia del relativismo. Ciertamente, podemos llegar al absurdo si –frente a la globalización de valores occidentales– afirmamos que todas las manifestaciones culturales, religiosas e ideológicas son válidas por igual. A partir de esta afirmación, que hoy ha cristalizado en las corrientes multiculturalistas, cada expresión cultural o religiosa conllevaría sus propias reglas internas de juicio sobre lo correcto y lo anormal, y cada una de ellas tendría el mismo derecho democrático a ocupar curules en el gran parlamento del mundo. Pero el argumento relativista no requiere, para ser refutado, de la exaltación de normas éticas trascendentes y universales. El propio relativismo se refuta a sí mismo, pues para ser válido como opción debería partir de una condición que no existe: todas las manifestaciones culturales, religiosas, étnicas e ideológicas deberían ser igualmente relativistas y tolerantes, cosa que obviamente no ocurre. Otra condición que requeriría el relativismo para ser aceptable sería un hecho no comprobado: que los límites entre cada expresión fuesen identificables y estables. Ni siquiera el enorme peso doctrinario de las diferentes iglesias cristianas ha logrado precisar en la práctica los límites de cada confesión. La diversidad desde hace mucho ha penetrado en sus bases, sobre todo en las expresiones religiosas que agrupan a grandes masas de creyentes.
Con frecuencia el relativismo se sostiene por la necesidad del fundamentalismo de crear la imagen de un mundo caótico, desordenado, pecaminoso, corrupto y decadente. Ante esta imagen aterradora la afirmación de Abascal cae con toda su fuerza doctrinaria: “La democracia necesita valores absolutos para existir.” Por supuesto, estos valores absolutos son aquellos pertenecientes a la llamada “persona humana” definida por la tradición católica. Esta tesis fundamentalista no es más que la otra cara del relativismo: su rostro absolutista. Calificar como relativistas las ideas que buscan la legitimidad en el seno de la comunidad política y de los acuerdos democráticos constituye un abuso usado para descalificar a toda manifestación que se escape de los preceptos doctrinales anquilosados.14
Quiero por último preguntarme: ¿por qué es importante ubicar y analizar los lastres de la derecha mexicana? ¿Por qué tiene interés, desde una perspectiva de izquierda democrática –que es la mía–, observar y señalar las formas conservadoras de la derecha? Desde luego, todos sentimos la necesidad de entender la coyuntura mexicana durante la accidentada transición democrática. Pero además creo que es necesario comprender que el peligro de una restauración del viejo nacionalismo autoritario sigue presente. La amenaza de un retorno de la derecha priista es un hecho que forma parte de nuestro panorama político. Solamente el fortalecimiento de una derecha liberal y de una izquierda democrática puede evitar que las tensiones políticas propias de la transición nos lleven hacia una restauración del rancio autoritarismo priista. Desde luego, no parece posible un retorno directo al antiguo régimen. Se trataría más bien del fortalecimiento de una tradición política corrupta y burocrática. Mi temor es que estemos ante la posibilidad de una repulsiva regurgitación de las cloacas del antiguo régimen, un fenómeno que no es desconocido en la historia política. Ahí tenemos como ejemplos la Rusia de Putin y, en América Latina, los diversos retornos del peronismo argentino (especialmente nefastos fueron el de Isabelita Perón y López Rega, en los setenta, y después el de Carlos Menem en los noventa).
Una hegemonía de la derecha conservadora católica puede auspiciar el retorno del nacionalismo autoritario, que intentaría recolocarse en la escena política como el antiguo y fiel guardián de la tradición popular revolucionaria. El panorama, visto así, parece desolador, dominado por conservadurismos de diverso signo. Estoy convencido de que, impulsados por una actitud crítica y constructiva, podemos poner nuestro grano de arena y contribuir a que, en los diferentes partidos, las actitudes conservadoras retrocedan para abrir paso a ideas más modernas y, sobre todo, democráticas. ~
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1 “Vuelve el humanismo político. Crisis y necesidad de superación de la ‘derecha’ en el contexto tardo moderno”, conferencia en el ciclo de primavera “Gobierno, derecha moderna y democracia en México” del Seminario de Estudios Avanzados (sea), en el Instituto de Investigaciones Sociales (IIS), UNAM, 10 de marzo de 2008.
2 “Tres poetas católicos”, en Ensayos sobre poesía, México, El Colegio Nacional, 1993.
3 “Muerte y resurrección de la cultura católica”, en Ensayos sobre poesía, México, El Colegio Nacional, 1993.
4 Ideas fuerza. Mística de Acción Nacional, México, pan, 2008, p. 39.
5 “La Iglesia católica y la educación en México”, en Identidad en el imaginario nacional, Javier Pérez Siller y Verena Radkau García (comps.), Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Puebla, BUAP, 1998.
6 Mis recuerdos. Sinarquismo y Colonia María Auxiliadora (1935-1944), prólogo de Salvador Borrego, México, Tradición, 1980, p. 530.
7 El porvenir posible, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 583.
8 Lorenzo Gómez Morín Escalante, “¿Hacia una sociedad de pieles rojas? El distanciamiento entre la ciudadanía y la Iglesia Católica en México”, Bien Común 156 (2007): 37-42.
9 Agustín Basave Fernández del Valle, Vocación y estilo de México. Fundamentos de la mexicanidad, México, Noriega/Limusa, 1990.
10 “Vuelve el humanismo político”.
11 “Políticos católicos en México: coyunturas críticas y afinidades electivas”, conferencia en el ciclo de primavera “Gobierno, derecha moderna y democracia en México” del sea, IIS, UNAM, 24 de marzo de 2008.
12 Agustín Basave Fernández del Valle, Vocación y estilo de México, pp. 736 y 737.
13 Carlos María Abascal y Salvador Abascal, “Más allá de la izquierda y la derecha: recuperar el sentido de la política al servicio de la persona”, conferencia en el ciclo de primavera “Gobierno, derecha moderna y democracia en México” del SEA, IIS, UNAM, 14 de abril de 2008.
14 El lector podrá encontrar una ampliación de mis ideas sobre el relativismo y el fundamentalismo en los siguientes artículos: “Ensayo lúgubre sobre la fama póstuma, los agujeros negros, el fundamentalismo moral y los jardines multiculturales” (La sangre y la tinta: ensayos sobre la condición postmexicana, México, Océano, 1999); “Las redes imaginarias del terror político” (Territorios del terror y la otredad, Valencia, Pre-Textos, 2007).
Es doctor en sociologรญa por La Sorbona y se formรณ en Mรฉxico como etnรณlogo en la Escuela Nacional de Antropologรญa e Historia.