México y el cambio climático

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El debate ha cesado y hay un amplio consenso en la comunidad científica: el cambio climático global es un hecho probado y su causa es fundamentalmente antropogénica. Debido a la acelerada concentración de los llamados gases de efecto invernadero –principalmente el dióxido de carbono, el metano, el óxido nitroso y los clorofluocarbonos–, la atmósfera atrapa una mayor cantidad de radiación solar reflejada desde la Tierra y esto provoca un aumento de las temperaturas promedio de los océanos y de la superficie terrestre del planeta.

Según el Instituto Goddard para Estudios del Espacio de la NASA, las temperaturas promedio han aumentado 0.8°c durante el último siglo. De este aumento, 75 por ciento ocurrió durante las tres últimas décadas. De acuerdo con el registro meteorológico, en los últimos ocho años han sucedido los seis más calurosos, y 2005 ocupa el primer lugar. En los años calurosos 1998 y 2005 también sucedieron los huracanes Mitch y Katrina.

Las consecuencias de la perturbación climática son claramente visibles: olas de calor, inundaciones, sequías, tormentas y huracanes causan muertes y grandes daños materiales en las zonas más expuestas y vulnerables, destruyen existencias y, en algunos casos, provocan la migración forzada.

Otras tendencias, quizás menos espectaculares aunque igualmente preocupantes, son el descongelamiento de los glaciares, las capas polares y el permafrost, el aumento del nivel del mar, los episodios de blanqueo de los bancos de corales, la creciente escasez de agua y la incesante presión sobre los ecosistemas, muchos de los cuales exhiben signos de colapso inminente.

Es cierto que los gases de efecto invernadero, con excepción de los clorofluorocarbonos, son de origen natural y han estado presentes en la atmósfera en distintas cantidades desde hace mucho tiempo; sin embargo, su creciente acumulación –la más rápida jamás vista– es indudablemente responsabilidad de la actividad humana.

No sólo es el caso, por ejemplo, de que la concentración de dióxido de carbono esté treinta por ciento por encima del máximo histórico. Lo que de verdad preocupa es que su tasa actual de crecimiento es doscientas veces más alta que en cualquier otro momento durante los últimos 650,000 años.

El hecho de que seamos capaces de interferir de forma tan drástica y duradera en el funcionamiento de la Naturaleza que nos sostiene ha llevado a los científicos Paul Crutzen (Premio Nobel de Química 1995, junto con Mario Molina) y Eugene Stoermer a declarar que hemos dejado atrás el período Holoceno para entrar en una nueva etapa geológica, el llamado Antropoceno, es decir “la era del hombre”.

De acuerdo con ellos, los seres humanos hemos adquirido tal grado de poder sobre nuestro entorno físico que nosotros mismos nos hemos convertido en una fuerza geológica y climatológica, al transformar entre treinta y cincuenta por ciento de la superficie de la Tierra y consumir las reservas fósiles de energía acumuladas durante cientos de millones de años en sólo un par de siglos. Estas actividades –el cambio de uso de los suelos y la quema de hidrocarburos– son precisamente las causas principales de que aumenten las temperaturas atmosféricas y, por ende, del cambio climático que estamos viviendo.

La fecha exacta del inicio de esta nueva época de profundos cambios globales provocados por la acción humana no está definida, pero Crutzen y Stoermer afirman que coincide con el crecimiento de las concentraciones de bióxido de carbono y metano en la atmósfera, revelado en muestras del hielo glaciar correspondiente al final del siglo XVIII. Esta fecha también coincide con la invención de la máquina de vapor por James Watt, en 1784, generalmente considerada la chispa inicial de la Revolución Industrial.

Así pues, la emisión de gases de efecto invernadero está íntimamente ligada a la producción, el transporte y la extracción; en otras palabras, a la base del desarrollo industrial y el crecimiento económico de los últimos doscientos años. Mientras tanto, nos hemos acostumbrado a la conveniencia y comodidad del automóvil particular, los viajes cortos en avión y el flujo constante de productos desechables, así como a las flores frescas y los alimentos perecederos traídos de otras partes del mundo. Con frecuencia definimos nuestro grado de bienestar de acuerdo con nuestra capacidad para disponer de bienes y servicios que, en la mayoría de los casos, son resultado del uso sumamente ineficiente, por no decir por el despilfarro, de materiales y energía.

Según el informe Planeta Vivo 2006 del World Wildlife Fund, en el 2003 el consumo humano rebasó en veinticinco por ciento la capacidad permisible de nuestro planeta en términos de producción de alimentos, generación de recursos maderables y absorción de dióxido de carbono. Se advierte que, si las presentes tendencias continúan como van, para el año 2050 necesitaremos el equivalente de dos planetas Tierra para cubrir nuestras necesidades.

En el presente, nos hemos percatado de que la disponibilidad de los recursos energéticos fósiles es limitada, y estamos dispuestos a realizar inversiones enormes con tal de continuar consumiéndolos. Sin embargo, este asunto de la escasez pasa a un segundo término frente al problema de la estabilización climática. Desde una perspectiva global, la verdad es que todavía existen más que suficientes recursos energéticos de origen fósil, particularmente el carbón, para seguir enturbiando la atmósfera hasta que el cambio climático sea finalmente irreversible y se haga imposible la vida como ahora la conocemos.

A falta de tecnologías que nos permitan consumir energéticos fósiles sin agravar más el problema, estaremos obligados a renunciar en buena medida a estos recursos y a dejarlos en el subsuelo, por lo menos hasta que hayamos podido frenar y revertir el crecimiento de las emisiones, y hayamos estabilizado la temperatura ambiental mundial en un nivel aceptable. Este proceso –incluso en el mejor de los casos– podría durar siglos por las inercias inherentes al sistema climático. Además, es infinitamente más complicado de lo que suena, ya que, como se sabe, la Tierra carece de termostato.

Quizás la mejor noticia es que todavía es posible evitar una catástrofe climática si actuamos con suficiente rapidez y convicción.

Durante la conferencia de los ministros de energía y medio ambiente del Grupo de los Ocho más Cinco (G8+5), celebrada en Monterrey en octubre de 2006, el consejero principal del gobierno británico para el cambio climático, Sir Nick Stern, dio a conocer avances del Stern Review, su recientemente publicado informe sobre la economía del cambio climático. Este documento –calificado por el primer ministro británico Tony Blair como el informe más importante sobre el futuro que haya leído durante su mandato– ha marcado un hito como el análisis más completo sobre las repercusiones y el costo económico del cambio climático.

En el documento se concluye que, considerados todos los aspectos, “la evidencia recogida […] nos lleva a una clara conclusión: los beneficios de adoptar medidas prontas y firmes superarán con creces los costos económicos de la pasividad”. Dicho de otra manera, se confirma una vez más que es mejor prevenir que remediar.

El Protocolo de Montreal es un ejemplo exitoso de colaboración internacional para reducir un peligroso contaminante atmosférico: los clorofluorocarbonos, identificados por primera vez en 1974 por Mario Molina y Sherwood Rowland como sustancias responsables de la degradación de la capa de ozono.

Los clorofluorocarbonos se utilizaban como propelentes, refrigerantes, solventes y en la manufactura de espumas plásticas, y sólo eran producidos en un grupo no numeroso de países, muchos de los cuales, como Estados Unidos, se habían manifestado a favor de una prohibición para ciertos usos antes del inicio del proceso de ratificación del Protocolo. Además, el tratado incluyó una cláusula que permitía aplicar sanciones comerciales a naciones que no se adhirieran al Protocolo. Finalmente, los países en vías de desarrollo recibieron incentivos financieros por su colaboración, los cuales se transformaron en hechos. Desde su entrada en vigor, se ha observado que la concentración de las sustancias reguladas por el Protocolo de Montreal se ha equilibrado o ha disminuido, por lo que se considera el convenio ambiental internacional con mayor éxito.

El Protocolo de Montreal ilustra lo que es posible hacer cuando existe una visión de plazo largo, claridad sobre los pasos por seguir y suficiente voluntad política para llevar a cabo lo que se sabe que es correcto.

Sin embargo, no se puede decir lo mismo del Protocolo de Kioto –el acuerdo que pretende reducir los gases de efecto invernadero–, como se pudo ver en la reciente conferencia de Nairobi, que concluyó sin una respuesta firme y unánime ante el desafío climático. En este tema, por ejemplo, nadie se ha atrevido siquiera a sugerir la aplicación de sanciones comerciales a los países que no se adhieran al Protocolo.

Pero si de verdad estamos ante una emergencia planetaria, ¿cuáles son las implicaciones para México? Antes de poder responder a esta pregunta, es necesario ver la contribución de México al problema y cómo se ve afectado por él.

México y su contribución al cambio climático

En el 2000, México produjo aproximadamente 1.5 por ciento del volumen global de emisiones de gases de efecto invernadero, un nivel equiparable al de Francia. Este hecho lo coloca en la decimocuarta posición en la lista de los grandes emisores –encabezada por Estados Unidos con 20.6 por ciento del total mundial– y detrás de otros países en vías avanzadas de desarrollo, como China, la India, Corea del Sur y Brasil. Con respecto a las emisiones per cápita, México ocupa el puesto 76 en la clasificación mundial, con 5.2 toneladas anuales, un poco por encima de las 4.5 toneladas anuales del ciudadano global promedio.

De acuerdo con las estadísticas más recientes para el periodo 1990-2002, el sector energético fue el que más contribuyó a la generación de emisiones en México, incluidos el transporte, la manufactura y la construcción, con 61 por ciento, seguido por los cambios de uso de suelo y la silvicultura (catorce por ciento), los desechos (diez por ciento), los procesos industriales (ocho por ciento) y la agricultura (siete por ciento).

Entre 1990 y 2002, las emisiones de México aumentaron aproximadamente treinta por ciento, sobre todo debido al crecimiento económico y poblacional, ya que en la década de 1990 el número de habitantes se incrementó de 84 a más de 98 millones.

Durante este periodo, se registró también un fuerte aumento de veinticinco por ciento en el consumo de combustibles fósiles. Otro rubro que tuvo un gran crecimiento fue el de los procesos industriales, con una subida de sesenta por ciento, en su mayoría atribuible a la construcción y la industria siderúrgica.

Proyecciones del World Resources Institute para el 2025 indican que las emisiones de México tendrán un alza notable, de entre 68 y 215 por ciento, correspondientes a una tasa significativamente más elevada que el promedio mundial.

México vulnerable

Nuestro país es altamente vulnerable a las variaciones climáticas, no sólo por sus características físicas y ubicación geográfica, sino también por las condiciones socioeconómicas imperantes, que tenderán a amplificar los efectos negativos del clima sobre él. Aunque es claro que los estragos causados por fenómenos climatológicos poco discriminan con respecto a las zonas que afectan, es igualmente cierto que la capacidad de evitar y sobrellevar daños depende mucho del grado de adaptación al cambio climático.

Los países y las regiones más afectados por las consecuencias negativas del cambio climático serán aquellos que en el presente ya enfrentan retos importantes, como altos niveles de pobreza, rápido aumento poblacional, agotamiento de recursos naturales, crecimiento urbano desmesurado y acelerada degradación ambiental. Esto, debido a que su capacidad de previsión, adaptación y recuperación es limitada.

La Estrategia Nacional de Acción Climática, publicada por la Comisión Intersecretarial de Cambio Climático (CICC), considera el fenómeno como un “problema de seguridad estratégica nacional”. Según la CICC, setenta millones de mexicanos viven en zonas de riesgo con respecto a desastres naturales; además, subraya que los segmentos más pobres de la sociedad son los más amenazados por fenómenos climáticos extremos. El problema se exacerba por el hecho de que muchas personas de bajos recursos habitan viviendas precarias o viven en asentamientos irregulares y no tienen acceso a los servicios públicos.

Las instituciones gubernamentales que componen el CICC concluyen que “en suma, prácticamente no existe un sector de la economía o de la población, ni ninguna región del país que quede al margen de los impactos negativos del cambio climático: hay riesgos en materia de salud pública, de producción de alimentos básicos, de disponibilidad del agua, de protección de ecosistemas, de seguridad de los asentamientos humanos y de infraestructuras básicas, de generación y suministro de energía e incluso, en la cada vez más importante industria turística (una de las fuentes principales de ingreso de divisas y dinero a la economía nacional), con la posible erosión de las playas y la inundación de las costas”.

Numerosos estudios indican que México es particularmente vulnerable a cambios en los patrones de precipitación, los cuales tienen un impacto directo sobre la disponibilidad de los recursos hídricos.

Un caso ilustrativo es el cultivo de maíz de temporal, sustento principal para millones de agricultores mexicanos y sus familias. Hay modelos que demuestran que una duplicación de los niveles preindustriales de dióxido de carbono en la atmósfera –hecho que, según el Panel Internacional sobre el Cambio Climático de la ICLEI, podría ocurrir en el año 2050 si continúan las tendencias actuales– aumentaría las temperaturas medias entre dos y cuatro grados centígrados y causaría una disminución de la precipitación, principal fuente de irrigación para la gran mayoría de los cultivos. Terrenos bajo cultivo clasificados cómo “medianamente aptos” a “no aptos” para la agricultura se degradarían aún más, especialmente si no se dispone de los recursos para mantener la productividad de los suelos. En conclusión, es de esperar que el cambio climático fomente el éxodo del campo hacia las ciudades y la migración al extranjero.

En años recientes, se ha observado también un aumento en la frecuencia y fuerza de las tormentas tropicales y los huracanes en el Golfo de México y el Caribe. El año 2004 fue el tercero más activo desde 1950, y en el 2005 se vivieron más eventos de este tipo que nunca. Los daños sumados en México de los huracanes Emily, Stan, Wilma y otros ocurridos durante ese año se calculan entre 2,200 y tres mil millones de dólares.

Un ejemplo bien documentado de una aberración climática son las apariciones periódicas del fenómeno llamado El Niño. Se ha estimado que el episodio de 1997-1998 causó daños de hasta dos mil millones de dólares para la economía nacional, principalmente por pérdidas en la agricultura y la pesca, fuegos forestales y desastres naturales como inundaciones y sequías. Es probable que un alza en las temperaturas atmosféricas agrave los episodios de El Niño.

Por último, pero no menos importante, el cambio climático también afectará negativamente la riqueza natural de México, uno de los doce países megadiversos o de gran biodiversidad en el mundo. Las elevadas temperaturas atmosféricas tendrán un doble efecto: por un lado, el proceso acelerado de cambio climático muy posiblemente tendrá un ritmo superior a la capacidad de adaptación de muchas especies; por otro lado, es de suponer que aumentará aún más la presión antropogénica, que de por sí ya afecta los ecosistemas naturales a través de la fragmentación de los hábitats, la creciente contaminación y otros factores.

Adaptabilidad

Una de las principales consecuencias de la vulnerabilidad de México es la necesidad de implementar mecanismos para lograr una mejor adaptación. Sin duda alguna, el mejoramiento de las condiciones socioeconómicas generales –en otras palabras, el propio desarrollo económico– es una parte integral de la respuesta, ya que aumenta la flexibilidad y la capacidad de reacción frente a los desafíos climáticos.

También son necesarios un mejor entendimiento y una comunicación más efectiva de los posibles efectos del cambio climático; esto incluye, por ejemplo, sistemas eficaces de pronóstico del tiempo y del clima que permitan modificar los planes de cultivo. Otra respuesta institucional debe ser el fomento de estrategias para la gestión eficaz del agua, como las tecnologías avanzadas de irrigación o el reciclaje y la promoción del uso inteligente del agua en las zonas urbanas.

Otro factor importante es la mejor planificación del uso de los suelos, ya que, por ejemplo, la deforestación y la expansión de las tierras usadas para la ganadería reducen la humedad de los suelos, y esto tiene un efecto negativo en la precipitación.

El diseño racional de infraestructura y de zonas urbanas es necesario para minimizar los riesgos de catástrofes climáticas y para reducir el consumo de energía y las emisiones asociadas.

Implementar sistemas de alerta temprana para desastres naturales como huracanes e inundaciones es esencial, al igual que desarrollar esquemas adecuados para el manejo de riesgos.

Finalmente, el apoyo internacional y la asistencia gubernamental para el desarrollo serán necesarios para poder enfrentar el reto del cambio climático. Esto debe incluir la transferencia de tecnologías apropiadas, variedades resistentes de cultivos y herramientas para el diagnóstico.

Aun así, lo que se puede lograr con la adaptación tiene límites. Casi siempre habrá daños inevitables cuyos costos deberán ser asumidos con los de la propia adaptación, por lo que ésta no puede ser un sustituto para mitigar el cambio climático.

 

Mitigación

La adaptación es una respuesta localizada; en cambio, la mitigación es el conjunto de acciones que se emprenden para reducir la concentración atmosférica de gases de efecto invernadero. La mitigación se vuelve así un bien público global del que todos se benefician, ya que, desde el punto de vista climático, no importa en qué lugar del mundo se lleve a cabo.

Esto es una oportunidad para México, ya que los países industriales signatarios del Protocolo de Kioto y comprometidos a reducir sus emisiones pueden –mediante el Mecanismo de Desarrollo Limpio– invertir en proyectos en países en vías de desarrollo y adjudicarse los resultantes ahorros de gases de efecto invernadero para cumplir con sus metas de reducción. En octubre 2006, México ya tuvo registrados veintinueve proyectos ante las autoridades del Mecanismo, y otros 146 estaban en trámite.

Las medidas mitigatorias frecuentemente se dividen en dos categorías: la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, y la captura y fijación de estos gases una vez que estén presentes en la atmósfera. Algunos ejemplos de la primera categoría son el aumento de la eficiencia energética o la sustitución de energía de origen fósil por la energía de fuentes renovables; mientras que la segunda incluye la siembra y conservación de árboles, cuyo proceso de crecimiento captura el carbono del aire y lo fija en la biomasa.

México tiene un potencial tan considerable como subutilizado con respecto a la mitigación. Existen muchas oportunidades en el sector energético e industrial, especialmente en lo referente al aumento de la eficiencia energética, la cogeneración y la sustitución de combustibles por alternativas menos contaminantes. En la vivienda también hay un potencial considerable, desde el uso de focos ahorradores para la iluminación hasta la arquitectura bioclimática.

En el área de las energías renovables, como la energía hidroeléctrica, eólica, geotérmica y solar, es donde México aún tiene mayores posibilidades de crecimiento.

Según estimados de la Comisión Nacional para el Ahorro de Energía, el potencial técnico para la energía hidroeléctrica en México es casi cinco veces mayor de lo que actualmente está en operación. En el caso de la energía eólica, hay estudios que indican que sería posible la instalación de una infraestructura de hasta cuarenta mil megavatios, si se consideran sólo los tres estados de México más aptos, lo que igualaría la capacidad actual de España, segundo productor mundial. Aún no se utiliza el potencial pleno de la energía geotérmica, donde México es ya uno de principales productores. La energía solar también podría tener un papel importante en un país con un promedio de insolación tan alto como México, pero pocas veces se usa en aplicaciones conectadas a la red eléctrica.

Los biocombustibles, como el etanol y el biodiesel, son opciones muy interesantes y una posible fuente de ingresos para muchas comunidades rurales, especialmente si se considera la proximidad al creciente mercado estadounidense. En México, al menos diez por ciento de los combustibles vehiculares se podrían reemplazar por biocombustibles sin necesidad de modificaciones técnicas en los motores.

Los bosques y suelos de México representan casi dos tercios del potencial de mitigación del país. Sin embargo, su tasa actual de deforestación es una de las más elevadas del mundo, y el sector forestal y del uso del suelo en México es una fuente neta de carbono; esto significa que las pérdidas de biomasa exceden el volumen total de crecimiento natural. No obstante, esta tendencia se podría revertir si, en estrecha colaboración con comunidades locales, se logran impulsar políticas que reduzcan la tala y el riesgo de fuegos forestales, y fomenten el manejo adecuado de bosques y áreas protegidas.

En México, hay varios proyectos que ya aprovechan la oportunidad de obtener financiamiento por la provisión de servicios ambientales, como el secuestro de carbono en la biomasa. Algunos casos son el proyecto Scolel Té, en Chiapas y Oaxaca, y la Reserva de la Biosfera de la Sierra Gorda, en Querétaro. Un programa para la construcción de estufas de leña mejoradas Patsari, en hogares rurales, también recibe financiamiento internacional por ayudar a evitar emisiones de la quema de biomasa. El Fondo Mexicano para la Conservación de la Naturaleza hace algo similar para Olla Solar, su proyecto de cocinas solares, mientras desarrolla un mecanismo para apoyar a las comunidades y organizaciones de la sociedad civil en la gestión y la comercialización de proyectos de mitigación de carbono.

También hay ejemplos esperanzadores de acción voluntaria contra el cambio climático en el mundo corporativo. Por ejemplo, varias grandes empresas mexicanas –incluidas las más importantes cementeras, petroleras y cerveceras del país– participan en la Greenhouse Emissions Initiative, un programa voluntario para calcular y reportar las emisiones de gases de efecto invernadero.

En Estados Unidos, país que no es signatario del Protocolo de Kioto, la acción voluntaria contra el cambio climático se lleva a cabo a nivel municipal, estatal y regional. Por ejemplo, hasta diciembre del 2006, 339 alcaldes estadounidenses representantes de casi 54 millones de ciudadanos se habían comprometido a lograr las metas de reducción de Kioto en sus ciudades.

En México, los municipios afiliados al ICLEI (Gobiernos Locales por la Sustentabilidad) que participan en el programa Ciudades por la Protección Climática han emprendido un conjunto de acciones para reducir sus emisiones.

Todas estas iniciativas son apenas un primer paso, ya que es muy probable que México esté entre los países que tomarán algún tipo de meta con respecto a la reducción de emisiones para la próxima fase del proceso de Kioto, después del año 2012. Por otro lado, si el gobierno de Estados Unidos decidiera entrar al proceso de Kioto o a algún otro esquema obligatorio de reducción de emisiones que incluya algo similar al Mecanismo de Desarrollo Limpio, el primer beneficiado, aparte del clima global, podría ser México.

Conclusiones

El caso de México demuestra que un país grande, productor de petróleo y en vías de desarrollo puede tomar una posición activa con respecto al cambio climático y apoyar los procesos internacionales para la estabilización climática. Ahora tiene la oportunidad de consolidarse en el ámbito internacional como un socio responsable si acepta metas posibles y realistas de reducción de emisiones que no perjudiquen su capacidad de desarrollo económico y social.

Hay la esperanza de que el medio ambiente y las iniciativas en pro del clima global tengan una posición más prominente en el programa político de este nuevo sexenio presidencial, aunque siempre existe el peligro de que se caiga otra vez en la falacia de pensar que se puede perseguir el desarrollo duradero sin respeto por la base misma de la vida.

El medio ambiente con frecuencia es una de las primeras víctimas a la hora de definir prioridades políticas. Sin embargo, según el Instituto Mexicano para la Competitividad, la sustentabilidad es el segundo factor más importante para la atracción y retención de inversiones, después de la legalidad y por delante de otros factores, como un sistema político funcional, la efectividad y la eficiencia del gobierno, e incluso la estabilidad macroeconómica. Esto subraya que actuar de una forma responsable con el medio ambiente ya es parte de la lógica económica.

Como se ha visto, el cambio climático ya no es simplemente un problema ambiental, es un problema con implicaciones serias para la salud humana, el desarrollo económico y la seguridad nacional e internacional. Desatender esta estrecha relación equivale a poner en riesgo cualquier avance que se logre en otros ámbitos.

Finalmente –como escribió Al Gore, ex vicepresidente de Estados Unidos convertido en activista climático, en su muy recomendable película Una verdad incómoda–, enfrentar el desafío climático es también una cuestión moral.

Para asegurar nuestro futuro en la Tierra y poder crear políticas efectivas en pro de la estabilización climática, es necesario que exista una sociedad civil informada y capaz de convencer a sus gobernantes de que reconoce la magnitud del problema y está dispuesta a colaborar en la elaboración y puesta en práctica de soluciones. Ojalá este artículo haya comunicado la importancia y la urgencia de este proceso, y también algunas de sus grandes oportunidades. ~

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