En la actualidad la mayoría de los libros para niños parece haber salido de una pastelería: lucen bonitos, están bien hechos… y son excesivamente dulces. En las raras ocasiones en que sus personajes son niños –y no animales o adultos– se trata de niños buenos, que ayudan a los mayores, que confirman la validez de determinados valores y que hasta dan la impresión de saber más del mundo que los propios adultos. En el extremo opuesto, pienso en lo mucho que a los pequeños lectores les gustan los personajes que son niños malos. No es difícil adivinar por qué se abre una brecha entre el exitoso (y despreciado por los padres) Diario de Greg y los libros buenos y bonitos que los adultos se empeñan en que los pequeños lean: Greg dice las cosas que piensa sin que le importe la opinión de los demás.
Pero claro, ¿a quién le interesa la opinión de los niños? Desde que se comienza a publicar específicamente para niños, los libros han sido utilizados por la pedagogía para modelar a los jóvenes lectores según la moral de la época. En contraparte, los niños siempre han encontrado la manera de llegar a libros que no estuvieron en un inicio destinados a ellos y que ponían en ridículo el mundo de los adultos: Robinson Crusoe, las fantasías de Jules Verne, Los viajes de Gulliver o los cuentos recopilados por los hermanos Grimm. Cada vez que esto ha ocurrido la pedagogía se ha enojado y ha ordenado versiones idóneas para la edad de los menores. En esta época surge de manera accidental el tema del niño terrible, es decir, la representación negativa del niño burgués. En 1842, el caricaturista francés Paul Gavarni comienza su serie Les enfants terribles en el periódico Le Charivari. Un desastrado niño que ha tenido la imprudencia de jugar con el bote de Pommade du Lion, cuyos terapéuticos efectos lo convierten en un pequeño monstruo. Las promesas del anuncio fueron tomadas al pie de la letra y la caricatura funcionó bien como juego publicitario.
Con un tono que iba de lo real a lo extravagante, Pedro Melenas (Struwwelpeter), del joven médico Heinrich Hoffmann, apareció dos años más tarde en Alemania. Hoffmann explicó más tarde en un prólogo que, como no encontraba ningún buen libro para sus hijos, él mismo compró un cuaderno en blanco y se puso a escribir con mucha gracia y talento algunas historias rimadas. En ellas advertía a sus hijos de los peligros de no comer correctamente, no seguir cierta higiene, desobedecer o chuparse el dedo. Insatisfecho con las simples rimas y dado que estaba acostumbrado a hacer dibujos para sus pequeños pacientes, decidió ilustrar también estos versos. Sin proponérselo, sus dibujos resultaron tan exagerados que terminaron siendo cómicos. Las imágenes de enormes tijeras que cortan los dedos de un niño, de un personaje que chupa su pulgar hasta desaparecer o de una niña que acaba consumida por las llamas por literalmente “jugar con fuego” resultaron exageradas a tal punto que solo podían dar risa. Las historias de Pedro Melenas tuvieron un efecto contrario a las intenciones originales del joven médico: los jóvenes lectores comenzaron a ver en esos versos el triunfo de los niños anarquistas, de los personajes a los que no les importa morir si antes pueden hacer su voluntad. Las supuestas malas costumbres de los niños tuvieron de repente desenlaces tragicómicos, algo que liberó la imaginación y los fantasmas interiores. El tono y la iconografía en los libros para niños se habían renovado de manera fortuita. Una revolución que generaciones de lectores siguen agradeciendo hoy día.
Un par de años más tarde surge otro libro que muestra a niños burlándose de la educación. El ilustrador y caricaturista alemán Wilhelm Busch tuvo la idea de componer una obra en verso que describiera las travesuras de dos hermanos. Max y Moritz son esa clase de niños que ponen pimienta en la pipa de un pacífico músico o llenan de insectos la cama de su tío. Nada logran con esconderse: los agraviados encuentran a los dos chicos, que terminan como alimento para gallinas, después de ser convertidos en pan y triturados. Los colegas artistas de Busch le dijeron que les parecía una obrita menor, aunque reconocieron haberse divertido. Fueron los jóvenes lectores quienes convirtieron en un éxito las aventuras de Max y Moritz y los que apreciaron de inmediato sus parodias, su innovador surrealismo.
Los escritores que, años después, entendieron esta simpatía de los jóvenes lectores por los personajes transgresores y decidieron escribir, de verdad, para ellos, tuvieron que enfrentarse a opositores de todo tipo: bibliotecarios, pedagogos, docentes, padres, feministas y hasta policías del lenguaje políticamente correcto. Huckleberry Finn de Mark Twain, Travesuras de Guillermo de Richmal Crompton, Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren, Konrad o el niño que salió de una lata de conservas de Christine Nöstlinger o Matilda de Roald Dahl forman un escasísimo canon donde los niños desobedecen a la autoridad. Y aquí queríamos llegar. Comprendo que haya pocos padres dispuestos a leer a sus hijos una frase como esta: “A los niños les conviene llevar una vida ordenada, sobre todo si pueden ordenársela ellos mismos” (Pippi), o esta otra: “Pero el señor y la señora Wormwood eran tan lerdos y estaban tan ensimismados en sus egoístas ideas que no eran capaces de apreciar nada fuera de lo común en sus hijos. Para ser sincero, dudo que habrían notado algo raro si su hija llegaba a casa con una pierna rota” (Matilda). Sin embargo, ¿qué hay de malo en que los libros infantiles reflejen la estupidez de los adultos?, ¿quizás que confieran a los niños el poder de cuestionar los mandatos adultos y, por lo tanto, la sociedad que les ha tocado?
Vivimos épocas de grandes movimientos sociales, de ciudadanos que promueven cambios, de protestas que han servido para objetar lo obtenido por las generaciones anteriores. La literatura para niños y jóvenes de la actualidad parece estar al margen de estas cuestiones. Ignora que los jóvenes pueden encontrar en los libros figuras inspiradoras para sus revueltas y revoluciones. Aquellos niños terribles de otros siglos, que hacían tambalear los dictados morales y sociales, no están hoy en día en los libros. Y así andan los niños nuestros, que el pis les huele a vainilla. ~
(Madrid, 1965) es profesora, traductora y crítica literaria, se especializa en literatura infantil y juvenil. Algunos de sus libros son Historia portátil de la literatura infantil (Anaya, 2001)