A los voceadores se les llamaba “papeleros”, al editor “publicista”, a los periodistas “habladores”, a los poetas “compositores”. Pero componer era también crear una colección, armarla en tipografía e igualmente corregir y adaptar a las circunstancias versos de algún autor tan anónimo como su plagiario. Las estanquilleras atendían los estanquillos en donde se vendían periódicos y hojas volantes. Además de los cuentos, comedias, canciones y tragedias, el editor ponía a la venta blocks y cuadernos para los estudiantes. El papel lo mercaba en la fábrica de San Rafael, la tinta en la Casa Braniff. Trabajaban con él redactores, cajistas, prensistas, criados y un grabador “tan listo, especial en calaveras”, José Guadalupe Posada.
Los grabados para las hojas volantes de la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo fueron originalmente estampados en papel deleznable. Decenas de ellas pueden admirarse en estos días en el Museo de la Ciudad de México. Contemporáneas de la primera prensa diaria industrial en el país, esas hojas no fueron hechas para durar. Siempre que se exponen a la vista del público, la humedad, la resequedad, el polvo y la polilla a las que pudieron estar expuestas en algún momento, añaden un poco más de calamidad a la de por sí calamitosa crónica de crímenes pasionales, inundaciones, terremotos, fines del mundo y demás de que alardean. El tiempo se ha ensañado especialmente con la letra, siempre un tanto cascada, a veces chimuela, que tras los cristales de una muestra museográfica se vuelve medio ilegible. Uno suele conformarse con leer el encabezado que acompaña cada grabado, antes de pasar al siguiente, aunque sepa que está viendo a medias.
En algunas muestras, y en el afán de consagrar a Posada como artista primigenio, se opta por escindirlo del texto, exhibiendo impresiones tardías de sus placas originales, ahora sobre papel fino (editadas en los años cuarenta o posteriormente), amputaciones hechas con el fin de salvar lo que importa a ojos de los curadores que eliminan así el ruido visual. Ese ruido visual es, sobre todo, la lectura de esos poemas romos, de esas crónicas inverosímiles. En otras muestras, en cambio, se intenta apreciar la obra de Posada desde los usos de la letra impresa. Así se hizo en la exposición Posada y la prensa ilustrada, 1996, en el Munal, y ahora se hace en José Guadalupe Posada. Su tiempo y su historia, muestra con la que se han celebrado los ciento cincuenta años del nacimiento del grabador, en el Museo de la Ciudad de México.
Impresas para leerse en voz alta en la casa o el taller, para ganarle a los periódicos la noticia, para cantar y memorizar las canciones y corridos de moda, para rezar devotamente a la imagen en ellas grabada, esas hojas fragilísimas y decoloradas documentan una historia de la literatura popular en México. Cómo no ver en ellas la vigencia a principios del siglo XX de modos de transmisión originales del XVI, cuando los impresores difundían romances en hojas volantes, pliegos de cordel y pliegos sueltos (doblados en ocho o diez páginas, y cuyas colecciones podían encuadernarse luego como librillos) con relatos de sucesos y crímenes, jaculatorias, poesías, milagros, ejemplos, canciones, etc., de los cuales quedan escasas muestras conservadas en bibliotecas europeas y colecciones particulares. Las ediciones de Vanegas Arroyo reproducen casi puntualmente esos géneros adjuntos de la literatura del Siglo de Oro. El uso de los términos “ejemplo” y “ejemplar” (v.gr.: “Horroroso ejemplar y terrible castigo del cielo a una hija desnaturalizada que asesinó a sus padres en Zacatecas…”) sugiere el eco de los exempla, historias morales a manera de testimonio que se desarrollaron en la Edad Media y que no se perdieron con el advenimiento de la imprenta.
Al recorrer la extraordinaria colección de hojas volantes y demás impresos en el Museo de la Ciudad, se asiste así no sólo a una muestra de grabados de Posada sino al encuentro de la literatura popular en México, una literatura secular cuyos modelos europeos fueron adoptados especialmente durante el siglo XVIII mediante los pasquines, los avisos y las trágicas o tragedias (nombre que se daba entonces a los corridos de desenlace funesto). ¿Y qué hay de las calaveras, el género que distingue por excelencia a José Guadalupe Posada?
En un librito publicado en 1953, Paul Westheim exhibió el origen gráfico de las calaveras mexicanas, aunque no se animó a establecer una verdadera hipótesis iconográfica. En La calavera (obra que formó parte de la colección “México y lo mexicano” de la Antigua Librería Robredo y que luego reeditó Era), Westheim embalsó en las calacas de Manilla y Posada los cultos prehispánicos de Mictlantecuhtli y Tezcatlipoca con la tradición europea de las Danzas de la Muerte, uno de cuyos máximos representantes fue Hans Holbein “el joven”. Imágenes de las danzas macabras europeas en las que los esqueletos se arrancan de la fosa y conviven con los vivos, a los que conducen a la tumba, se secularizaron durante los siglos XVII y XVIII precisamente a través del grabado, y debieron llegar a la Nueva España. Puesto que a Posada se le consideraba a mediados del siglo XX ordinariamente como un artista primigenio, producto del alma del pueblo y hombre de férreas convicciones revolucionarias (tal como lo retrató idealmente el grabador Leopoldo Méndez), no se le prestó gran atención a la aportación de Westheim, quien, cuidadosamente, al no calar más en la tradición gráfica colonial, dijo lo que tenía que decir sin herir susceptibilidades.
Westheim indicó un camino. En 1996, Ricardo Pérez Escamilla puntualizó algunas fuentes iconográficas de Posada, entre ellas algunas de fines del siglo XVIII, como esa obrilla moral de Joaquín Bolaños, La portentosa vida de la muerte, 1790 (reeditada por la UNAM en la Biblioteca del Estudiante Universitario, desgraciadamente sin sus grabados) y El infierno abierto al christiano para que no caiga en él o Consideraciones de las penas que allá se padecen, impreso en Puebla en 1780. El camino está abierto.
Los grabados de Posada se anclan en los usos culturales de aquellos impresos populares que, a partir del siglo XVII, ostentaban al frente un grabado ilustrativo. En ese siglo, los pliegos y las hojas que alguna vez fueron vehículos de la gran poesía española recogida en cancioneros, se comienzan a acercar al lenguaje oral, a distanciarse del libro formal, y a mantener lectores entre el pueblo. En el XIX esos grabados pasan “naturalmente” a la prensa escrita. Como en todo el mundo, en México el florecimiento de la caricatura coincidió con el auge del periodismo crítico. Posada vivió a caballo entre el advenimiento del periodismo industrial y el ocaso de las hojas volantes. Sus grabados, como las caricaturas de prensa, se acompañan de alguna leyenda que refuerza o explica el encabezado. Como gran parte del periodismo humorístico, su trabajo fue de denuncia y resistencia. Pero es verdad que sus opiniones, expresadas gráficamente, fluctuaban de acuerdo con el criterio del editor y según el momento: a favor o en contra de Porfirio Díaz, a favor o en contra de Madero, y siempre en contra de Zapata…
Por ser considerada literatura mediocre, poca importancia se le confiere a los textos en prosa y verso de las hojas volantes de Vanegas Arroyo, a no ser para celebrar sus extraordinarios encabezados sensacionalistas. A los ciento cincuenta años del nacimiento de Posada, es momento de reconocer que, a pesar de su debilidad ante el canon literario, esos poemas de ocasión, cuentos, crónicas y canciones constituyen remanentes de géneros populares que habrían circulado más o menos informalmente durante poco más de tres siglos en México, y que una lectura de la obra de aquel grabador “tan listo, especial en calaveras” que tome en cuenta su dimensión textual enriquecerá mucho nuestro aviso de las hojas volantes. ~
(ciudad de Mรฉxico, 1956) es poeta y ensayista. Su libro mรกs reciente es 'Persecuciรณn de un rayo de luz' (Conaculta, 2013).