Psicópata americano

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No por previsible deja de notarse: adaptar al cine la novela Psicópata americano, de Brett Easton Ellis, parecía para todo lector un tiro incierto, si se conocen las tensiones naturales entre un texto minucioso y visualista y los códigos del cine: la novela es una tentación mortal, un señuelo que pide a gritos ser filmado, como todas las de Ellis y otros tantos escritores influidos por el cine (¿hay alguno que no, a estas alturas?). Es barroca en sus detalles, tiene un narrador fascinantemente antipático, Patrick Bateman, el triunfador del auge reaganiano que no admite equívocos, una anécdota de acumulación de asesinatos bestiales. Durante la última década del siglo, Hollywood tuvo Psicópata americano como su proyecto soñado, sobre todo cuando ascendió Leonardo Di Caprio como su intérprete ideal. El castigo, por supuesto, se escondía detrás de la tentación.
     La versión cinematográfica, adaptada y dirigida por la canadiense Mary Harron, no sólo no supera la brutalidad de la novela, sino que se contiene, deja las muertes en off o en plano general, se desvía, avanza a zancadas largas e impone cortes severos en su versión original que le escamotean veinte minutos. El éxito de la novela de Easton Ellis era la venta del yuppie como asesino serial, la sátira de un mundo aséptico y regido por la competencia selvática en los restaurantes de lujo y las salas de juntas de Madison Avenue, donde se esconde una mente que se pasó al otro lado de la violencia, el de la ejecución mortal de todo competidor o todo lacayo. Mary Harron simplemente no tenía cómo ganar ante los admiradores de Ellis, como tampoco lo logró John Huston con Bajo el volcán, porque hizo lo más sabio para ella y peligroso para la película: no darle al consumidor de la novela lo que pide.
     Bateman compendia varias genealogías del thriller literario (Bloch, Woolrich, el seguimiento periodístico o psiquiátrico de los asesinos seriales) y el cine le aporta otras: es la versión asesina del atribulado Sherman McCoy de La hoguera de las vanidades (la de Tom Wolfe, no la de De Palma y Tom Hanks), aunque ambos era las caras exitosas del sueño nunca alcanzado por el prostituto californiano Julian Kay (Richard Gere) y su obsesiva atención por la apariencia, la decoración, el vestuario, los músculos, siempre que no dijeran nada de él de Gigoló americano (1980, Paul Schrader); pero es una caricatura de grupo, la psicopatología de la decencia que tiene como pareja a la Beverly Sutphin (Kathleen Turner) de Mi mamá es una asesina (1994, John Waters) y cuya desesperada superficialidad se cubre y hace evidente cuando distrae a sus inminentes víctimas reseñándoles la música que les hace oír (Huey Lewis, Phil Collins), con fórmulas sacadas de cualquier sección de recomendaciones.
     La directora se ocupa de trazar la moraleja mayor del libro: la inutilidad de la culpa cuando el infractor no tiene identidad más que para sí mismo: pese a que la voz interior de Bateman insista en que quien actúa no es su conciencia, y busque al final la redención de la confesión a su abogado (el momento más alto de la actuación, notable en su amaneramiento, de Christian Bale), la ironía final es que a nadie importan el asesino ni las víctimas: puede revelarle a la camarera de la disco sus deseos de destrozarla sin que ella reaccione: ¿no le oyó, no le creyó, no le importó? Paul Allen (Jared Letto) le confunde siempre con otro, pero tras asesinarlo, habrá testigos que juren haber visto a Allen con vida después y esa indiferencia entre todos será su máscara, su salvación, su inutilidad final. No importa un asesino serial en el grupo; en el fondo, es nadie.
     Con todo, Mary Harron cae víctima de su psicópata y de la corrección política; más segura de lo que no quería hacer que de lo que sí, en su esmero por situar histórica, cultural y psicológicamente a Bateman lo individualiza demasiado, lo sobreexplica, le quita la significación colectiva que le haría realmente inquietante, como sí lo conseguía Spike Lee en El verano del asesino, donde el Hijo de Sam era un fantasma en el fondo de un cuadro mucho más amplio. Los momentos brillantes son frecuentes (las ejecuciones; el intercambio de tarjetas como competencia de virilidad; la novia dormida en la cena), pero su administración es azarosa; después de un bache de ritmo de veinte minutos, sobreviene el clímax casi sin aviso, pudiéndose haber dado mucho antes. El trato que impone la literatura al cine es tramposo, traidor, y el gran cineasta se prueba cuando sujeta del cuello a la novela y la sacude hasta que le da lo estrictamente cinematográfico; hace falta ser tan canalla como el contrincante, y Mary Harron es una buena lectora pero, para su desgracia como directora, muy buena gente. –

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