Puntos o la ley de Heisenberg (V)

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Suele decirse con ironía en el español del Río de la Plata y, en forma equivalente, en el portugués del Brasil: Aquí hay mucho cacique y poco indio. Es como sostener: hay muchos dispuestos a mandar y pocos a ser mandados. Ya Platón en el Fedón había advertido: "Son muchos los portatirsos pero pocas las bacantes". No es que el filósofo griego no empleara muchas veces tan útil figura retórica, pero no cabe duda de que, de un texto a otro, siglos cargados de escepticismo han popularizado la ironía. *De pronto, el tiempo del surrealismo salta como un conejo de su cueva perturbada, resucitando aquí, junto a los viveros de Coyoacán. En la acera, modestamente
     extendidos sobre una hoja de diario por un vendedor, que sin duda ignora todo con lo que entroncan, aparecen los famosos frijoles saltarines. Verlos, los veo por primera vez, pese a tantos años mexicanos, pero los reencuentro como a viejos amigos. Por un momento, escritores próximos, a través de historias, documentos, biografías y chismes podrían ser nuestros contemporáneos, casi nuestros vecinos.  A Breton le fueron llevados a París y, perfecta prueba del carácter mágico de su tierra de origen, los exhibió el 26 de diciembre de 1934, en el café en que tenía la costumbre de reunirse con su grupo. Como los que ahora miro, aquellos se sacudían, de modo intermitente, cada uno por su lado.  Para quien los mirara en estado de inocencia, se entregaban a un baile maravilloso. Habiendo existido de manera anodina y como desecada, llegaban ahora a un primer plano casiceremonial.
     Breton no estaba solo. Junto a él, muchos encontraron la explicación irrefutable de los frijoles saltarines en la magia natural. A veces había que rechazar sucesos avalados por muchas voces, pero inciertos. Ahora estaba ahí, a la vista de quien quisiera verlo, tal como en México a la vista del pueblo inocente, el innegable fenómeno.
     Al igual que Breton, algunos veían en ellos pretextos para exacerbar la imaginación, como cuando practicaban la escritura automática. Quizás otros se desentendieron de buscar explicaciones, sólo interesados por el efecto en sus espíritus. Le tocó al joven Roger Caillois romper la hora metafísica, aunque lacerado entre su devoción al grupo y su fidelidad a la ciencia, entre lo tentador que puede ser entregarse a una manifestación hierofánica y el placer de operar bajo los focos y bisturíes del razonamiento inteligente. Su pretensión de cortar el grano para ver si encerraba una larva o un insecto, daba un duro martillazo en el prodigio aceptado sin más por los otros. Su explicación sencilla y confortable lo convierte en un traidor para sus compañeros de poco tiempo atrás: él parte del rechazo de lo maravilloso y de la búsqueda del esclarecimiento inalcanzable. Por descarte de la explicación superrealista —que así debiera traducirse si la costumbre ilógica no hubiese impuesto el error— negándose a saltar un puente sobre la realidad, sobre lo lógico, Caillois llega al insecto que, encerrado en cada frijolito apestado, se agita y lo agita, como si tuvieran la responsabilidad, todos ellos juntos, de hacer triunfar, sobre la realidad cada vez menos misteriosa y más anodina, la dosis de fantasía sin la cual las cosas dejan de tener sentido. En cada uno de los campos decía a gritos su verdad uno de los perpetuos del grupo. Éste sería abandonado por Caillois, aunque sin enemistad.
     Esta historia del siglo XX es uno de esos últimos asombros que llenaron de discusiones apasionadas los siglos anteriores, preparatoriamente necesitados de cosas de las que nosotros disponemos con naturalidad. –

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