Traducir a Nabokov supone traducir a un admirable traductor que, además, opinó y pontificó de manera constante, irónica y tajante sobre el arte de traducir: “Al verter Eugenio Onieguin del ruso de Pushkin a mi inglés he sacrificado todo elemento formal, incluyendo el ritmo yámbico cuando su conservación impedía la fidelidad, en favor de un significado pleno y cabal. He sacrificado a mi ideal de literalidad cuanto el melindroso imitador aprecia por encima de la verdad (la elegancia, la eufonía, la claridad, el buen gusto, el uso moderno e incluso la gramática)”. O bien, hablando de la traducción de sus propios poemas rusos al inglés: “Tan sólo he aceptado un pequeño compromiso: cuando ha resultado posible, he dado la bienvenida a la rima, o a su sombra; pero no le he torcido la cola ni a un verso en pro de la consonancia; y el metro original no ha sido conservado si ello exigía reajustes de sentido”. ¿Qué se puede hacer al traducir a Nabokov sino traducirlo como a él le gustaba traducir, es más, como él se traducía a sí mismo? Rigurosa fidelidad. Ahora bien, para ser enteramente fiel a Nabokov y a su espíritu hay que tener bien presente que él jamás era del todo sincero: sus traducciones pueden ser muy fieles porque de vez en cuando comete una infidelidad; y, por supuesto, poseen elegancia, eufonía, claridad, buen gusto…— Javier Marías Habitación de hotel No cama del todo, no del todo banco. Papel pintado: un amarillo torvo. Un par de sillas. Un espejo bizqueante. Entramos, mi sombra y yo. Con vibrante sonido abrimos la ventana; se desliza hasta el suelo el reflejo de la luz. Es la noche sin aliento. Lejanos perros con variados ladridos fracturan el silencio. Inmóvil, me quedo junto a la ventana, y en la negra vasija del firmamento como gota dorada de miel refulge la pulposa luna. –— Sebastopol, 1919 Al atardecer Junto al mismo banco, al atardecer, como en los días de mi juventud, Sabéis bien cómo, al atardecer, con un abejorro y una nube de vivos colores, En el banco del asiento medio podrido, en lo alto sobre el río encarnado, Como entonces, en aquellos días lejanos, sonríe y aparta el rostro, Si a las almas de los muertos hace tiempo les es a veces dado regresar. –— Berlín, 1935 En el paraíso Más allá de la distante muerte, alma mía, veo tu imagen así: un naturalista provincial, excéntrico perdido en el paraíso. Ahí, en un claro, dormita un ángel salvaje, criatura más o menos pavonada. Tantéalo curiosamente con tu paraguas verde, especulando cómo, en primer lugar, escribirás un ensayo sobre él, después… ¡Pero no hay revistas eruditas, y en el paraíso lectores no hay! Y ahí estás tú, sin creerte aún tu callada aflicción. Sobre ese soñoliento animal azul ¿a quién le contarás, a quién? ¿Dónde está el mundo y las rosas clasificadas, el museo y las aves disecadas? Y tú miras y miras a través de tus lágrimas esas alas … Sigue leyendo Seis poemas
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