Shelley

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Cuando tenía veinte años, el único
     espíritu libre del que tenía noticia era Shelley,
     Shelley, que escribió opúsculos en defensa
     del ateísmo, del amor libre, de la emancipación
     de las mujeres, de la abolición de riqueza y clase,
     y poemas sobre la gloria del amor romántico,
     Shelley, quien, después supe (tal vez
     demasiado tarde), se volvió a casar con Harriet,
     entonces embarazada de su segundo hijo,
     y que unos meses después huyó con Mary,
     ella también embarazada, llevándose con ellos
     a Claire, la hermanastra de Mary,
     tal vez también su amante,

y vivieron en ese malaise à trois
     —un “oasis de exiliados” según Shelley—
     junto al fantasma de Harriet,
     quien se suicidó en el río Serpentino,
     y de Fanny, la media hermana de Mary,
     también suicida, tal vez por amor no
     correspondido de Shelley, y con las sombras
     de adorados pero desatendidos niños
     concebidos incidentalmente
     en la búsqueda de Eros —Ianthe y Charles,
     los de Harriet, proscritos para Shelley
     y entregados a padres adoptivos; Clara,
     la de Mary, muerta al año; y su Willmouse,
     favorito de Shelley, muerto a los tres; Elena,
     la bebé de Nápoles, casi seguramente
     también de Shelley, a quien él “adoptó”
     y después abandonó, muerta al año y medio;
     Allegra, la hija que Claire tuvo con Byron
     y a la cual éste mandó al convento
     en Bagnacavallo a los cuatro, muerta a los cinco—

y en esos días, antes que yo supiera
     nada de esto, creí seguir a Shelley,
     quien creyó que seguía al deseo radiante. –
     

— Versión de Julio Trujillo
     © 2004 Galway Kinnell. Primero publicado en The New Yorker.

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