Tres poemas

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En el bosque
     Adónde se van las bicicletas, si no es a los suburbios de la arena mojada. Un barco ballenero perdido en la neblina. Una casona con mamparas de vidrio y un terraplén azul. Son las cosas del mar y ya no tienen la menor importancia. Al otro lado, en cambio, a cuadra y media de la panadería y a dos de la botica, se extiende una foresta interminable, repleta de tortugas y una que otra lechuza colorada. Debajo del ramaje, el aire es negro como una piel de foca. El reino de las sombras tan temido. Allá voy. Igual que un chancho viejo camino al matadero. Ancas de jabalí (cerdo peruano) y el dolor en la nuca que anticipa el tajo de la muerte. Y sin embargo, todo ese gran dolor sería lo de menos, si no fuera porque al volver los ojos al poniente, aparecen mis hijas, a lo lejos, en medio de la luz y los geranios. Entonces puedo verlas, atisbarlas, perdiéndose entre la hierba para siempre, cada vez más lejanas, tan hermosas, con sus faldas floreadas y sus limpios cabellos secándose brillantes bajo el sol. –

 
     El viaje de Alejandra
     Me veo (veo a mi padre Alfonso) sentado como un sapo sesentón al borde de la cama. El mar se bambolea y arrastra entre sus tumbos los ropajes brillantes de las vírgenes locas y un lomo de ballena congelado. Algún avión retumba, en medio de la noche, como un temblor de tierra. Yo no sé qué hora es. Sólo sé que mi hija menor partió en la madrugada. Iba serena, con su mochila al hombro, y aunque acaba de cumplir los 23, parece un coatí adolescente. Cúbrela con tu manto, Madre mía. Yo te la recomiendo. Es una joven bella y de buenas costumbres. No la pierdas de vista. Aunque los aires estén endemoniados, como este cielo fiero al borde de mi cama. Es fácil distinguirla. Tiene el pelo amarillo y no es muy alta. Por lo demás, camina con suma dignidad. Ahora ya no sé cuántos inviernos pasarán para que vuelva a casa. Apachúrrala, Madre milagrosa. Que sean sus jornadas amables y propicias. Que los carabineros y guardias de frontera le sean bondadosos. –

 
     El reposo de un jesuita
     Y quién puede saber, a ciencia cierta, si el dulce animalito que pasta entre su tráquea está llorando. A primera vista, el cuerpo permanece con los poros abiertos y en la misma posición desde hace tres semanas (casi un siglo). Igual que una columna tallada de granito tumbada entre la hierba, cubierta a medias, levemente, por las sábanas y una frazada de color melón. Los deudos y unas pocas plañideras (rentadas a buen precio) sólo ven la columna tallada de granito tumbada entre la hierba, cubierta a medias, levemente, por las sábanas y una frazada de color melón.
     En qué rincón del páncreas aletean los diablos de Lutero. En dónde los llamados oscuros y gozosos de la peluda pelvis. En medio del silencio (una libélula de sondas amarillas y un gran pulmón de acero) revientan los aullidos y bramidos y berridos y maullidos y gruñidos y balidos y mugidos y ladridos y rugidos y chillidos y alaridos. Eso depende de cuál de sus animalitos se despierta. A menudo, también, los gritos de la bestia desollada (columna de granito) se pueden confundir con los jadeos de amor apasionado. Fantasmas que perturban el silencio de la mañana azul del hospital. –

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