Hay personas que nacen huérfanas. Esther Seligson fue una de ellas. Tuvo padre, madre, hermana, esposo y dos hijos, pero siempre me dio la impresión de vivir en la orfandad, una palabra tan acariciada por ella para hablar de los otros que parecía que la había inventado para su uso personal, o que había nacido al nacer ella, en ella y con ella, para recibir su entero significado. Tuvo la patria espiritual de su pueblo, y llevó en alto su nombre de reina judía, comprometida por su identidad, para actuar y levantar la voz en aras de lo justo, entendiendo por justo lo que no se podía callar. Pero esa fue sólo una de sus identidades, y también allí se unió a las voces más solitarias, aquellas voces hermanas a la suya. Su orfandad era mayor que todo, un duelo sin raíces. No se trataba solamente de una afición a la soledad, a la que regresaba de continuo. Los escritores por los que intercedió con su escritura se le parecen. Rilke, Kafka, Beckett, Clarice Lispector, Marguerite Yourcenar, Edmond Jabès, Cioran (la lista es larga), en todos volvía a oír la pregunta insistente sobre el sentido de la existencia, la posibilidad del ser, la responsabilidad de estar vivos. Cualquiera de ellos se hubiera sorprendido por la lectura que Esther hizo de sus obras, por la apremiante compañía que les ofreció con su alma, al escucharlos con tanta atención.
En persona, era imprevisible, por encontrarse siempre al borde de sí misma en un frágil equilibrio. Vulnerable y explosiva, sarcástica y genial, sabía ser una amiga verdadera. Lo que tenía lo regalaba, si hacía falta, porque nada consideraba como patrimonio suyo digno de conservarse. Sólo lo espiritual contaba, tomando en cuenta la muerte como una salida natural, que le era familiar, conocida en vida. Le dio a la literatura todo lo que tenía.
Vivió cambiando de domicilios, abandonando sus más queridos lugares, entregándose en extraños sacrificios. Fue un ser en tránsito, habituado a la mudanza como destino de cada día. Se iba sin detenerse, sin vacilar, arrancándose la piel antes de tiempo y permaneciendo a la intemperie de sí misma. Sabía que así abandonaría algún día su última morada, su cuerpo. Tampoco este parecía ser un lugar seguro para ella. Tan delgada, casi volátil, Esther parecía habitar a conciencia un domicilio temporal. Ave que levantaba el vuelo ante el olor de la tormenta que sólo ella presentía.
Si todo “lo que no se nombra deja de existir”, si todo lo que no se retiene perece en el olvido, la recuerdo caminando por las calles de la colonia Condesa, cruzando la avenida Sonora, donde una vez el destino le hizo una visita fatal, o por las calles de la ciudad vieja de Jerusalem, como a una de esas figuras pintadas por Remedios Varo, una aparición imborrable de un cuerpo inmaterial pero presente, haciendo su “tránsito en espiral” hacia alturas desconocidas por los demás, soportando habitar en una zona de lucidez intolerable, para, desde allí, gobernar en su escritura, con un tono de franco asombro, y una mezcla de sabiduría y perplejidad, las palabras que respetuosamente, cuidadosamente enhebró para darnos, en el tejido luminoso, que ahora nos queda de sí misma. ~
(Buenos Aires, 1957) es ensayista, poeta, traductora y profesora-investigadora de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa. Ha difundido la obra del poeta israelí Yehuda Amijái en español. Es autora de La ciudad de los poemas. Muestrario poético de la Ciudad de México moderna (Ediciones del Lirio, 2021).