ilustración: Fernanda Gavito

Una escocesa en nuestro país

La marquesa de Calderón tomó el pulso de nuestras primeras décadas como nación independiente. Sus cartas son el legado de una testigo privilegiada.
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“Navidad, 1839. Son alrededor de las tres de la madrugada; desperté hace una hora con los cantos que dan la bienvenida a la mañana de Navidad. Y al mirar por mi ventana vi, bajo una tenue luz, bandadas de niñas vestidas de blanco que cantaban a coro por las calles […] Como si no hubiese ya viajado lo suficiente con el cuerpo, empecé a hacerlo también con el pensamiento, allá lejos, hacia escenas tan distintas y tan distantes. Finalmente me quedé dormida pensando en Escocia y ¡desperté en México!”

Una de las grandes figuras de la historia mexicana es una escocesa. Las cartas a su familia, publicadas en el libro La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, se encuentran entre los documentos más importantes sobre este país. Con más de quinientas páginas, este volumen se ha consolidado como una referencia imprescindible sobre el México de mediados del siglo XIX.

“Fanny” Calderón de la Barca, como se hacía llamar, llevaba por nombre Frances Erskine Inglis. Nació en Edimburgo el 23 de diciembre de 1804. Fue la quinta de los diez hijos de William Inglis, un terrateniente que ostentaba el título de “writer to the signet” (una suerte de juez). Su madre, Jane Stein, estaba emparentada con varias familias nobles en Escocia incluyendo a los condes de Buchan. En Escocia, Fanny tuvo una buena educación e incluso viajó a Italia. Sin embargo, en 1828 las dificultades económicas forzaron a su padre a mudar a la familia a Normandía. Después de su muerte, Erskine viajó a los Estados Unidos con la esperanza de ganarse la vida.

Fue en este país que, a los 33 años, Fanny Erskine conoció a Ángel Calderón de la Barca, de 48. Don Ángel había nacido en Buenos Aires; era hijo de un español empleado del gobierno y había estudiado en Inglaterra. Radicaba en los Estados Unidos en calidad de ministro español en Washington y, en 1839, poco después de casarse con Fanny, se mudaron a México donde fue nombrado embajador de España, el primero desde que la Corona reconoció al México independiente.

La vida en México durante una residencia de dos años en ese país fue publicado por primera vez en 1843 simultáneamente en Boston y en México. Ese mismo año cosechó reseñas en The North American Review y en The Edinburgh Review. Desde entonces se le consideraba un documento detallado y preciso y se sugería como guía para los oficiales estadounidenses durante la guerra de 1847.

En la “carta séptima” del volumen, Fanny Calderón de la Barca describe su llegada a la capital: “Hice mi debut en México yendo a misa en la catedral. Paseamos por la Alameda, muy cerca de donde vivimos, y admiramos cómo sus nobles árboles, flores y fuentes brillaban bajo el sol. Encontramos pocos carruajes allí, ocasionalmente algún caballero montado, y unas cuantas personas solitarias descansando sobre las bancas de piedra, también muchos mendigos y los forçats encadenados regando las avenidas.”

La vida en México durante una residencia de dos años en ese país es un libro sorprendente en muchos niveles. La autora fue testigo de la compleja cotidianidad de México, como también de dos pequeños levantamientos, de la crisis del cobre y de un cambio presidencial. Con su aguda mirada pudo imaginarse el México con el que se había encontrado Hernán Cortés tres siglos atrás. Esto apunta al hecho de que ella había estudiado historia mexicana y probablemente, antes de su llegada a México, había leído las cartas de Cortés al rey de España. De hecho, sus impresiones suelen estar enriquecidas por un sentido de la historia. Esto sucede, por ejemplo, con su descripción de una pieza prehispánica: “Después, en el patio de la universidad, vimos la ‘piedra de los sacrificios’. Tenía un hueco en el centro donde recostaban a la víctima mientras que seis sacerdotes, vestidos de rojo, con tocados de plumas verdes (debieron parecer pericos), aretes dorados y verdes, y piedras azules en sus labios superiores, lo detenían, mientras que el sacerdote principal le abría el pecho, arrojaba el corazón a los pies del ídolo; luego lo recogía y se lo metía a la boca con una cuchara de oro.”

Fanny Calderón de la Barca describe el paisaje, la indumentaria, las costumbres, la música y la cocina de México con referencias que pueden incluir a personajes como Hamlet o Medea. Así que en sus palabras no solo descubrimos México; también nos asomamos a la compleja mente de la autora. En una carta describe los vestidos que usan las mujeres mexicanas en un baile de disfraces: “La señora de G. vestía de María Estuardo, con terciopelo negro y perlas y un espléndido collar de diamantes; lucía muy atractiva; llevaba una toca puesta de moda por Albini en su papel de reina de Escocia, pero aunque la pieza era muy bella, se trataba de una completa variación de la auténtica toca de la reina María. Parecía que hubiera llegado a la flor de la edad sin haber conocido Fotheringay.”

En sus recuentos no perdonaba. Su chispa es evidente a lo largo del texto. En cierto momento, por ejemplo, describe la costumbre mexicana de usar zapatos demasiado chicos: “cosa que deshace la gracia ya sea al caminar o al bailar”. Más tarde añade: “los hombres y las mujeres son iguales en todas partes, ya sea envueltos en una graciosa mantilla, con lo último de Herbault, arropados bajo una capa española, con un sarape mexicano, o con un plaid escocés”. En otro momento aprovecha una visita del médico a su domicilio para desplegar el gran juego del galanteo mexicano:

Todos los días me tomaba el pulso y me daba alguna inocente pócima. Pero lo que yo realmente recibía era una lección de conversación educada. Siempre que se preparaba para partir, teníamos el siguiente diálogo:

–Señora, estoy a sus órdenes (decía esto a un lado de la cama).

–Muchas gracias, señor.

–Señora, sepa usted que soy su humilde servidor (decía esto al pie de la cama).

–Buenos días, señor.

–Señora, beso sus pies (aquí se detenía junto a una mesa).

–Señor, yo beso su mano.

–Señora, mi pobre casa, y todo lo que contiene, yo mismo, aunque sea poco, todo lo que tengo es de usted (decía esto ya cerca de la puerta).

–Muchas gracias, señor.

El aspecto más interesante de La vida en México durante una residencia de dos años en ese país es, sin embargo, el hecho de que Fanny Calderón de la Barca tuvo acceso al silencioso mundo de las mujeres mexicanas de la alta sociedad, de las sirvientas y especialmente de las monjas católicas y dio cuenta de ello. Ningún hombre habría podido relatar estas historias. Sus descripciones de muchachas jóvenes regaladas a la Iglesia son conmovedoras y críticas, pues relata, por ejemplo, cómo hablaba con esas monjas que vivían tras los muros de hierro forjado y, dado que no podía observarlas, se refería a ellas como “la voz”: “Aunque no la pueda ver, puedo escuchar su voz, y puedo hablar con ella a través de una puerta giratoria de madera que produce un efecto bastante misterioso. Me cuenta de sus ocupaciones y de las pequeñas cosas que se llevan a cabo en el pequeño mundo al interior del convento; mientras yo le traigo noticias del mundo exterior.”

Los Calderón de la Barca pasaron dos años en México. En la última carta que escribe desde el país, Fanny reflexiona en torno a cómo ha cambiado su perspectiva durante su estancia:

Eso que hace dos años me parecía detestable ¡hoy me parece delicioso! ¡El pescado es excelente! ¡Los frijoles son incomparables! Parecen minucias; pero, después de todo, el viajero puede comparar los juicios que ha emitido en los distintos periodos para corregirlos justo en las minucias y en los asuntos cotidianos. Las primeras impresiones son importantes si se les toma como tales; pero si se exponen como opiniones definitivas se puede incurrir en el error. Es como juzgar a los individuos por su fisonomía y sus modales, sin haber tenido el tiempo de profundizar en su carácter. Todos lo hacemos de alguna manera, pero ¡con qué frecuencia nos engañamos!

Los Calderón de la Barca permanecieron en Washington hasta 1853 cuando los cambios políticos en España forzaron a don Ángel a regresar a Madrid como ministro de Asuntos Exteriores. En 1861 él murió y Fanny se fue a vivir a un convento situado apenas cruzando la frontera francesa. Más tarde, aceptó una petición de la reina Isabel para educar a la joven infanta Isabel, su hija menor. Calderón de la Barca fue nombrada marquesa en 1876 por méritos propios y pasó el resto de su vida entre la realeza madrileña. Murió el 3 de febrero de 1882. ~

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Es autora de las novelas El veneno que fascina (Emecé, 2009), Una historia verdadera basada en mentiras (Anagrama, 2003) y Ladydi (Lumen, 2014). Debolsillo acaba de reeditar este año La viuda Basquiat


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