Wakefield vuelve a sonreír

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Dos son los hallazgos que Nathaniel Hawthorne legó a través de Wakefield, ese relato canónico fechado en 1842: el Apátrida del Universo, un arquetipo a cuyo desarrollo se ha abocado buena parte de la narrativa moderna, y la noción de que un personaje será recordado por sus compañeros de página y por los lectores gracias a un gesto, por más inocuo que se antoje a primera vista. Durante su exilio en una calle londinense aledaña a la suya —un exilio que se prolongará, homéricamente, dos décadas—, Wakefield cumple con un ritual cotidiano que implica disfrazarse de mendigo y pasar frente a la casa a la que renunció motu proprio; a veces logra captar, de pie ante una ventana, la figura de su cónyuge, que guarda en la memoria sólo la sonrisa con que él se despidió luego de besarla: “Más tarde, cuando ha sido más años viuda que esposa —dice Hawthorne—, aquella sonrisa retorna y se mezcla en todos los recuerdos del rostro de su marido. En sus largos ratos perdidos, la esposa abandonada adorna esa sonrisa con toda una serie de fantasías que la hacen extraña u horripilante.” Este gesto, patente de una u otra manera en varias criaturas inolvidables de la literatura, despunta de nuevo en Shimamoto, la enigmática belleza coja que —Apátrida del Universo a fin de cuentas— entra y sale a su aire de Al sur de la frontera, al oeste del sol, de Haruki Murakami, que acaba de celebrar sus cincuenta y cuatro años con la publicación de dos antologías (Vintage Murakami y Birthday Stories). Hajime, el narrador de la novela, el yuppie en perpetua crisis existencial que busca en el interior de las mujeres algo hecho especialmente para él, el trasunto no sólo del Humphrey Bogart de Casablanca sino del mismo Murakami —ambos son licenciados en letras y están vinculados a clubes de jazz en Tokio: Hajime es dueño del Robin’s Nest, Murakami trabajó de joven en el Peter Cat—, describe así el rasgo wakefieldiano de quien ha sido su amor imposible desde los doce años: “La suya era una sonrisa maravillosa. A veces me confortaba, a veces me alentaba […] Tiempo después, cada vez que evocaba su rostro, veía aquella sonrisa […] En labios de otra mujer […] tal vez hubiese resultado irónica. Pero si la esbozaba Shimamoto, parecía que el mundo entero estuviera sonriendo.” Es, hay que decirlo, un gesto similar ora a “una pequeña columna de humo alzándose en silencio un día sin viento”, ora a “una suave brisa que soplara desde algún lugar lejano”, ora “al primer rayo de sol que, abriéndose camino en silencio a través de las nubes, brilla después de la lluvia”. Un gesto sereno que sin embargo no muestra lo que se oculta tras él, y en cuya mutabilidad se cifra el espíritu de una novela que arranca como un compendio de los devaneos eróticos del narrador —lo que la hermana con Norwegian Wood, el libro titulado en homenaje a los Beatles que lanzó a Murakami a la fama en Japón— para convertirse lenta, hábilmente, en un descenso a los pozos del angst contemporáneo: una estrategia cien por ciento murakamiana.
     (Un paréntesis necesario. En Haruki Murakami and the Music of Words, Jay Rubin, traductor del japonés al inglés, revela que en el original de Al sur de la frontera los protagonistas se tratan como Shimamoto-san y Hajime-kun. Señala que “-san” es el sufijo correcto que se aplica a la mayoría de la gente —”una especie de ‘señor’, ‘señorita’ y ‘señora’ unisex”—, mientras que “-kun” es una versión cariñosa de “-san”, un sufijo empleado por lo común en un contexto infantil o juvenil que se atribuye más seguido a hombres que a mujeres. “Aun los reseñistas japoneses —abunda— piensan que es curioso que estos amantes treintañeros se apostrofen como si todavía estuvieran en primaria, pero la intención es reforzar la importancia que el narrador maduro otorga a los instantes idealizados de la niñez. Además, la delicada superioridad que ‘-san’ ejerce sobre ‘-kun’ ilustra la relación sexual de los personajes, en la que ella [Shimamoto] es la parte más activa.” Otro detalle que habla del cuidado y la complejidad con que Murakami urde sus tramas tiene que ver con el uso de la primera persona, no sólo en Al sur de la frontera sino en el grueso de su obra. Dado que en japonés no existe el pronombre “yo”, la palabra más socorrida por la narrativa en ese idioma para designar la primera persona posee un tono formal: watakushi o watashi; Murakami, anota Rubin, ha optado por utilizar boku, un sustituto de pronombre más casual, empleado primordialmente por hombres jóvenes en circunstancias informales. La razón: Murakami, angloparlante y traductor de varios autores estadounidenses, cree que boku es la palabra japonesa más cercana al “yo” [“I”] neutral del inglés.)
     El desasosiego de Hajime, boku con una identidad escindida que introduce el motivo del doble —”¿Hasta qué punto la persona llamada yo era o no realmente yo?”—, está presente desde el título de Al sur de la frontera, al oeste del sol, donde confluyen dos grandes obsesiones de Murakami: la música y la alegoría, ligada ésta casi siempre a la soledad. Mientras en el anverso Nat King Cole canta South of the Border, el tema que cobija el único encuentro sexual de los amantes inconclusos, en el reverso pulsa lo que se conoce como histeria siberiana:

Imagínatelo —dice Shimamoto—: eres un campesino y vives solo en los páramos de Siberia. A tu alrededor, hasta donde alcanza la vista, no hay nada […] Y entonces, un día, algo muere dentro de ti […] Y tú arrojas el arado al suelo y, con la mente en blanco, emprendes el camino hacia el oeste. Hacia el oeste del sol. Y sigues andando como un poseso, día tras día, sin comer ni beber, hasta que te derrumbas y mueres.

Por estos páramos metafóricos que encarnan en el paisaje nevado de Ishikawa, en cuyo río deposita Shimamoto las cenizas de su hija muerta al cabo de nacer —una escena escalofriante vigilada por cuervos que se antojan extraídos de las fotografías de Masahisa Fukase—, deambula Izumi, la novia que Hajime traiciona en la adolescencia y que termina mutando en una de las mujeres vacías que Murakami ha patentado. La desoladora descripción final de este personaje (“Me recordó una habitación de la que se hubieran llevado todos los muebles, sin dejar ni uno”) evoca a la Creta Kanoo de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, la vidente vuelta prostituta que, luego de una experiencia sexual extrema, se asume como “un ser nuevo pero a la vez vacío”, y sobre todo a la Myû de Sputnik, mi amor, la bon vivant que acaba semejando “un cascarón vacío […] una habitación desierta después de que todos se han retirado”. (Los narradores se topan con Izumi y con Myû en la calle, a bordo de sendos automóviles.) Los lazos que Al sur de la frontera establece con otros textos del autor son profundos: está la desaparición, una recurrencia de bordes metafísicos explorada en el cuento que bautiza El elefante desaparece; en Crónica del pájaro a través de Kumiko, la esposa del protagonista, y en Sputnik a través de Sumire, el amor platónico del narrador. (Shimamoto, que como ya se dijo entra y sale a sus anchas de la trama, se esfuma definitivamente luego de acostarse con Hajime.) Están también las puertas como emblemas del lado oculto, los mecanismos del doppelgänger, la cotidianidad que se enrarece despacio y la imposibilidad de conocer al otro, que en Crónica del pájaro cristaliza en la imagen de un encendedor capaz de alumbrar apenas una parte de una estancia enorme y oscura. Y está la lluvia: una presencia hipnótica, más simbólica que real, que signa el primer encuentro entre Hajime y su cónyuge Yukiko. Es una lluvia cómplice de las misteriosas irrupciones de Shimamoto, la “estrella lejana” que antes de fugarse a la tierra de nadie ubicada al sur de la frontera y al oeste del sol sonríe, al igual que Wakefield, para no ser olvidada. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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