Agnès Varda: trapera deambulante

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Godard no le abre a Agnès Varda al final de Caras y lugares cuando ella quiere saludarle en su casa lacustre, a la que ha ido acompañada de su correalizador JR para rememorar la antigua amistad; cansada de llamar, entristecida, le deja el regalo de unos brioches comprados ex profeso y un mensaje a rotulador en el que evoca a “Jacquot” (Jacques Demy, marido de Agnès fallecido en 1990 y persona querida por Godard). Varda sospecha, y con ella los espectadores, que Jean-Luc sí está dentro, agazapado tras las cortinas o haciendo oídos sordos en otra habitación de la casa. Y JR le dice entonces para consolarla: “Quizá ha querido alterar el curso de tu línea argumental”. No es una suposición insensata.

Pero Godard sí abrió las puertas del reconocimiento, siendo ya un crítico muy señalado y antes de convertirse en el refundador del séptimo arte, a la única directora de la nouvelle vague, quien, dos años mayor que él, había iniciado con veintiséis una carrera fílmica en la ficción y el documental que no tiene comparación igualable en la historia del cine, mujeres y hombres incluidos. A propósito de Du côté de la Côte (1958), cuarto título de la filmografía vardiana y tercero de sus numerosos cortometrajes, Godard, con el desbordamiento encomiástico propio de la época, escribió que esa breve mirada a la Costa Azul, tan literaria como impertinente en el humor, era una película admirable “multiplicada por Chateaubriand (el del Voyage en Italie), por Delacroix (el de los bocetos africanos), por Madame de Staël (la de De lAllemagne), por Proust (el de Pastiches et mélanges), por Aragon (el de Anicet ou le panorama), por Giraudoux (el de La France sentimentale), y por más que me olvido”. En medio de sus superlativos, el autor de Al final de la escapada repara en un detalle: “la maravillosa panorámica de ida y vuelta que sigue una rama de árbol recortada por la arena para llegar hasta las alpargatas rojas y azules de Adán y Eva”.

Las alpargatas del hombre y la mujer desnudos en un prado no son de ese color, sino verdes y magenta, pero el ojo “godardiano” acertaba ya entonces en algo subsidiario e importante: la presencia en el cine de Varda del más modesto utillaje de la vida corriente. Villages et visages, título que en francés tiene un gusto aliterativo perdido en la traducción española, sigue la senda periférica de Los espigadores y la espigadora, esa obra maestra con la que inició el siglo XXI y a partir de entonces continuó de diversas formas y en distintos formatos, desde las películas cinematográficas hasta las instalaciones museísticas, en un conjunto fílmico que ha ido cobrando a lo largo de sesenta años de abundante actividad una densidad, una coherencia y una riqueza de signos siempre impregnados por la personalidad de la artista, tantas veces presente, tras la escritura del guion y la labor directiva, en tanto que narradora ambulante de sus historias.

Los países, los temas, las ocasiones y los personajes, reales o interpretados por actores, fueron cambiando y alternándose, pero queda claro a la hora de hacer recuento (provisional, por supuesto) que la predilección de la cineasta siempre va hacia los depósitos donde se almacenan desechos, olvidos, carencias; el caudal de lo que un día fue básico en comunidades urbanas o rurales “de proximidad” y que ahora tan lejos nos queda. Agnès Varda se ha convertido en la gran fabulista de lo abandonado y lo desportillado, de los segundos términos sociales hoy apenas visibles, de los restos de la opulencia que para tantos es el Progreso. Esto no es nuevo en ella. Cléo de 5 a 7< (1961), en su estructura de crónica en tiempo real de la tarde que pasa su protagonista, una joven cantante de poca monta a la espera de un grave dictamen médico, tenía algo de retrato proletario de la ansiedad, y en la originalísima La Pointe Courte, su primer largo, de 1954, la historia de la crisis de una pareja reunida en el poblado marítimo cercano a Sète del título, hasta el minuto doce no aparecen el hombre y la mujer, primero largamente de espaldas, al fin de frente ambos, precediéndoles un introito sobre la vida de los pescadores furtivos, las básicas comidas familiares, el miedo a los policías de la Salud Pública; esa línea documental reaparece en bellas escenas de astilleros y arcaicas fiestas acuáticas del lugar, entremezclada sagazmente con la letanía doliente de la pareja, una inspiración discursiva clarísima de Hiroshima mon amour (1959).

En esta gloriosa última fase de su cine, Varda se ha convertido en el contrapunto femenino del chiffonier (trapero) que Walter Benjamin, tomando el molde poético de Baudelaire, quiso ser en sus propias obras de recogedor monumental de lo mínimo: “todo lo que la gran ciudad ha tirado, todo lo que ha perdido, todo lo que ha desdeñado, todo lo que ha roto, él lo cataloga y colecciona. [El trapero] Compulsa los archivos del derroche, el Cafarnaum de la basura. Y hace un expurgo, un surtido inteligente.”

En su filmografía ya había un excelente título, Daguerréotypes (1975), descrita por ella como una película sobre los comerciantes y los comercios de una manzana parisina de la calle Daguerre, donde vivía. Pero en esta última hay que señalar el papel jugado junto a ella por JR, el artista viajero en su caraván de fotomatón con impresora. Juntos inician un paseo de rescate por los campos y pueblos menos lucidos de Francia, JR siempre con gafas negras, y ella con crecientes problemas oculares; es bellísimo el momento en que Agnès por fin convence a su compañero de que se quite las gafas para ella, y al hacerlo lo ve borroso en la bruma de sus cataratas.

Caras y lugares glosa lo efímero y lo practica. Las fotoimpresiones gigantes de JR son estampadas en muros donde no hay publicidad pero queda vida, como en el caso de la única habitante de un pueblo minero fantasma, retratada y adherida a su vacía casa, o el homenaje emocionante a Guy Bourdin, el amigo muerto de Varda, cuyas fotos de joven ella rescata, para quitarle muerte, e imprime con el método JR en un acantilado que la marea y el salitre irán borrando. Todo lo irá borrando el paso del tiempo; se trata de recordarlo, de documentarlo: el recóndito cementerio rural de diez tumbas, una de las cuales es la de Cartier-Bresson, o las tres esposas rubias de los estibadores de El Havre, magnificadas en los contenedores de un cargamento con incierto destino. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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