¿Todavía queda alguien que no haya visto El encargado? La serie, dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat, crea adicción, y este enganche se debe en gran medida a su personaje principal, Eliseo, el portero de un edificio lujoso de apartamentos situado en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires. Lo interpreta Guillermo Francella, un actor ojiceleste de setenta años excelentemente bien llevados. Bajo el disfraz de hombre servicial y bonachón, Eliseo despliega una astucia que oscila entre la picaresca y el maquiavelismo. Su vida laboral transcurre principalmente en los no lugares del bloque: descansillos y ascensores desde los que observa y teje artimañas con parsimonia. Sus horas de descanso las pasa en su vivienda situada en la azotea, donde, además de deleitarse alimentando a sus plantas carnívoras, atesora información tan confidencial como la del servicio de inteligencia de cualquier gobierno. Por algo Eliseo es el último depositario de un saber antiguo: el de los porteros que conocen los secretos más vergonzosos de los vecinos.
El edificio de la serie existe: se encuentra en el número 1630 de la calle Arribeños, en el barrio de Belgrano, un lugar al que muchos querríamos mudarnos por la calidad de sus viviendas y el ambiente que se respira en la zona. El inmueble, con su voladizo apoyado en una columna en V de hormigón visto y en un pilar cilíndrico también de hormigón, tiene bastante influencia de la arquitectura brasileña modernista. Los enganchados a la serie, que somos muchos y en ambas orillas del Atlántico, nos sabemos de memoria ese amplio portal con cristaleras dentro del que se acomoda Eliseo para repartir las cartas a los vecinos o vigilar lo que ocurre en el edificio, ejerciendo de panóptico humano sobre cualquier asomo de vida detectable.
Como habitante de un bloque de apartamentos sin portero –algo cada vez más común en España–, echo de menos esa figura que, al menos en Buenos Aires, es casi ubicua y cuenta con cierto poder: según me cuentan, allí los porteros tienen su propio sindicato –el SUTERH–, con piscinas y clubes deportivos a su disposición en la ciudad. ¿Qué otra profesión puede presumir de semejante privilegio? Quizá por eso, en mi última visita a la megalópolis argentina, se me ocurrió acercarme al edificio de la serie El encargado para venerarlo como si fuera un retablo viviente.
Otras personas, sobre todo parejas jóvenes, habían tenido la misma idea, y por allí paseaban tomándose selfis conmemorativos. En la pecera para humanos que es el portal del edificio, encontré al encargado real, al que no pude evitar hacerle una pregunta muy de reportera de televisión local: “¿Qué se siente al ser el encargado del edificio de El encargado?” Él me hizo ver que disfrutaba de la situación y me dio cierta información reservada que, como buen encargado, poseía: “en febrero de 2025 comienzan a grabar la siguiente temporada”.
Me fui de allí añorando un pasado idealizado, añoranza que se acrecentó al pasear por otros barrios bien –o muy bien– de Buenos Aires, donde los edificios todavía tienen esos interfonos tan característicos de bronce bien bruñido, a juego con los pomos de la puerta principal. En realidad, debería hablar en pretérito, pues en bastantes viviendas el bronce ha sido hurtado y sustituido por otros materiales más humildes: su desaparición nos hace reparar en los idealizados tiempos que vivió ese país apodado “el granero del mundo”, cuyo recuerdo suena siempre con bandoneón de fondo y con hombres repeinados a base de gomina, como el propio Gardel.
No hay vuelta atrás: la contemporaneidad, con sus vicisitudes socioeconómicas, está acabando con ese símbolo de estatus que supone tener a una persona en la entrada del edificio velando por tu seguridad. Por esa sensación de pérdida anticipada me he hecho adicta a escudriñar en los portales porteños, siempre visibles desde el exterior por sus cristaleras: nada de un portón de madera con aldabas que se cierra de un portazo y no desvela nada de lo que ocurre adentro. En estos acuarios de secano que son los portales de muchas viviendas de Buenos Aires se respira el confort que emana de los sofás tapizados en terciopelo, las lámparas de pie con grandes pantallas de pergamino y otras piezas de mobiliario que te llevan a un bienestar insólito, siempre vigiladas por la atenta mirada –en ocasiones algo aburrida– del portero de la finca.
Obviamente, no soy la única en haber dedicado atención a este universo; el poeta y ensayista porteño Daniel Samoilovich comenta en un ensayo inédito una idea alocada que tuvo al pensar en las luces encendidas de todas las lámparas de mesa ante las cuales se sientan indefectiblemente los porteros de Buenos Aires:
… podría tal vez hacerse un plano de la ciudad en que una línea conectara esas lucecitas entre sí… quizás se envían mensajes a través de esa línea… información sobre los vecinos… oh, no, qué lata… ¿Serán más bien noticias sobre cambios en el sentido de las calles, la presencia de cuadrillas para hacer reparaciones de gas? ¿O conectan sus mentes en plena divagación, sus ganas de salir volando o de asesinar a tal o cual vecino? ¿O están urdiendo entre todos un plan para abducir la ciudad entera, atraparla con esa línea que une las luces de los escritorios, devenida ahora una suerte de gigantesca red, y así atrapada llevársela a otra galaxia? ¿Será que esa galaxia es el pasado?
Probablemente lo sea: un pasado genérico que nos lleva directo a una infancia algodonada desde la que el mundo no se percibía amenazador sino, todo lo contrario, como un parque temático lleno de atracciones en las que montarse.
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En los últimos años ha aparecido otro tipo de pantallas en los portales de Buenos Aires: no de las que matizan la luz de las bombillas, sino de las planas que tan bien conocemos por pasarnos el día ante ellas. Estas pantallas, incrustadas en un armatoste al que llaman “tótem”, sustituyen al portero de carne y hueso. Allí se proyecta el busto de una persona de uniforme, con gesto serio, como posando para la foto de un dni descomunal: son los nuevos encargados virtuales de los edificios. En los anuncios de internet lo primero que aclaran acerca de este adelanto tecnológico es que “reduce sus gastos un 60%”. Obviamente, una pantalla con una cara no limpia escaleras, no guarda llaves, no te da avisos ni te saluda preguntándote cómo va ese resfriado. Lo que sí hace es sonreírte, aunque no sabes si es concretamente a ti, que pasas por delante y te ha llamado la atención ese apaño tecnológico que no reemplaza ni por asomo a la figura irrebatible del portero, o si mira a cualquiera de los otros viandantes que se acercan al portal de las no sé cuántas otras viviendas que están bajo su videovigilancia, ¿o es que acaso creemos que solo tiene un edificio a su cargo?
Pensándolo bien, otra gran diferencia entre los edificios con y sin portero la marcan los carteles escritos a mano que cuelgan los vecinos con diversos fines. Los más amables son de interés general, y, al menos en España, muchos emplean erróneamente el infinitivo cuando deberían usar el imperativo para invitar a los vecinos a hacer tal o cual cosa (“Atención, vecinos: para recoger las nuevas llaves del portal, llamar al 4ºC”). Los carteles manuscritos de los vestíbulos de entrada son un excelente modo de analizar la sociología de un país: la ortografía y sintaxis de sus diferentes clases sociales, o cuánto han calado los mensajes públicos sobre convivencia y ciudadanía. Por lo general tienen una retórica inflada, con un registro supuestamente jurídico o literario (“Se ruega a los señores vecinos tengan a bien de abstenerse…”) que a menudo se enreda churriguerescamente sin llegar a buen puerto. Todo este despliegue de mensajería lo frena la presencia del encargado. Salvo de un “cierre bien la puerta” escrito a ordenador, de todo lo demás se encarga él, pues por algo el puesto que ocupa es, precisamente, el de encargado.
Que la serie de Cohn y Duprat se centre en un portero es una elección lógica en Argentina, donde estadísticamente esa figura masculina es más común. En España, en cambio, la portería fue durante décadas un oficio femenino. En Francia se repite el patrón, pero con un matiz social: muchas porteras eran familiares de exiliados españoles. Y si me calase las gafas de estudiante de doctorado, hasta podría escribir un artículo sobre la presencia simbólica de los porteros en la literatura, por ejemplo, en La colmena de Camilo José Cela, donde la portera del café o la dueña de la pensión cumplen esa función de mediadoras y observadoras: saben quién entra, quién sale y quién debe cuánto, y funcionan por tanto como engranajes de la vida urbana madrileña de posguerra.
Lamento terminar esta sentida elegía a los porteros de edificio con una reflexión manida: lo más triste de todo esto es la pérdida del factor humano que, para bien o para mal, irradia ese calor propio de los mamíferos. Las máquinas, mucho más reptilianas, no lograrán emularlos, aunque quizá pronto lleguen a contar también con su propio sindicato. ~