Bajo el amarillo solar que se extiende en todas direcciones el chico (¿de qué otra manera íbamos a llamarle?) avanza hacia el centro de la pista y lanza el balón contra el muro para que se lo devuelva como si fuese un compañero; el resto lo ejecuta el cuerpo sin intermediación de una conciencia que se limita a constatar cómo siete segundos después el balón traspasa el aro y cae al suelo frenado por la red.
Un tiro sencillo, sin oposición, tres puntos. Otra cosa sería un despropósito: desde que le apuntaron a los seis años ha adiestrado su cuerpo para adaptarlo a las destrezas elementales; dos horas al día tres días a la semana, partidos, campus de verano, absorbiendo las distancias de la pista en los nervios de los ojos. Está acostumbrado a encestar con el corazón desbocado, saliendo de un bloqueo, perseguido por un rival que en el último segundo se las arregla para presionarle el abdomen, a tres segundos del final, con las ilusiones de sus compañeros colgadas de sus hombros. No, esta canasta no puede competir con el inconcebible placer de segar las expectativas de los adversarios con una suave flexión de la muñeca. Ha dedicado el primer cuarto de su vida a ser casi infalible, meter balones por un aro es lo que sabe hacer, por eso le aprecian sus compañeros.
El chico atraviesa la pista para recoger el balón que rebota desganado en el suelo, casi puede sentir como la presión del clima va abriéndole los poros. A mediodía la pista es una lámina de cemento ardiente y le gusta venir a tirar porque nadie acudirá a observarlo. Muchos aficionados creen que el baloncesto es un juego de equipo, sus padres le apuntaron para que aprendiese a compartir. En contraste con sus hermanas mellizas, ¿cómo no iba a parecerles un solitario? Pero había comprendido con la eficacia de la experiencia que de la plantilla de doce le bastaba con la complicidad de un compañero para destrozar una defensa. Cuando el partido se estrecha hacia el desenlace el chico sigue repitiendo el mismo consejo a sus compañeros: “que nadie intente lo que no esté seguro de saber hacer”.
Solo cuando entrenaba con la selección había sentido la impotencia de llegar un segundo tarde, de saltar un milímetro por debajo, la cápsula de la frustración física. Le habían pasado por encima, al principio le costaba hacerse un espacio para recibir, luego habían dejado de buscarle. ¿Y si no todo dependía de su voluntad, del esfuerzo, ni siquiera de la inspiración? ¿Y si tenía razón su entrenador cuando después de una derrota vino a buscarle al otro lado de la pista donde rabiaba como una bestia con la mirada herida?
–No se lo tengas en cuenta, hacen lo que pueden.
–Pues que hagan más.
¿Cuándo no se había salido con la suya? El crujido de la rodilla (el mundo se fue al suelo con él) dejó la respuesta en el aire. La operación había ido bien, le habían prometido que volvería a jugar, pero bastaba con que el hueso al rozar el tendón cicatrizado le retrasase los dos segundos que le daban ventaja para quedar atrapado en el papel de comparsa. ¿Quién iba a conformarse con “volver a jugar”?
Golpeó el balón contra el tablero, salió corriendo hacia la línea de tres puntos, con un pie en el aire agarró el balón y volvió a encestar. El pulso apenas se le había acelerado, la sangre de reptil seguía circulando por sus venas, podía pasarse así la tarde entera.
–Si hay una enfermedad para el exceso de competitividad seguro que la tienes.
Era la opinión de su hermana y podía soportarla, a cambio él veía a Clara como una criatura desfalleciente a la que le hubiese beneficiado entregarse a cualquier continuidad que contribuyese a darle forma a su preciosa vida. Y era cierto que pasaba el verano entrenando, que se levantaba temprano para completar series de tiro antes de las clases, pero ¿no se estaban preparando sus amigos lectores para abrirse paso entre el bosque de los aspirantes? ¿No reconocía allí donde mirase el mismo miedo irresuelto a no distinguirse? ¿Debía disculparse por descubrir a primera vista el campo donde podía prosperar y entregarse a fondo?
Media hora de esfuerzo después el chico se sentó junto al muro y dejó que la sombra le secase el sudor. Tenía por delante veintinueve días de agosto, una ciudad vacía, invadida por un sofoco casi grasiento combinado con la humedad que desprendía la gelatina del mar. Clara llevaba casi una semana en Londres, sus padres andarían lejos y Amanda pasaba los días metida en casa como el fantasma carnal de su famoso espíritu, viendo una película tras otra, una versión femenina y culta de su propia voracidad.
Se habían puesto de acuerdo en los asuntos prácticos, no contemplaban barrer o fregar hasta pasada la primera quincena, comerían pasta combinada con distintas latas de conserva.
–¿Vas a subir amigas?
–Quiero progresar en la santidad.
–Suerte. Yo sí voy a subir amigos. Y amigas. No abras mi puerta.
Así que el chico y su hermana pasaban días enteros sin cruzar una palabra, solo la presencia de terceros les espoleaba.
–Mi hermano pequeño. No te dejes engañar por sus ojos soñadores, el azul siempre es engañoso. No ha leído un libro en su vida, pertenece a la tribu de Saúl.
Ni se acercaba a los libros de sus hermanas y había superado dos cursos de la universidad sin recurrir a otro texto que sus apuntes, pero desde los seis años se pasaba horas metido en los tebeos de superhéroes. Era un placer solitario: sus compañeros deportistas se impacientaban, a sus hermanas les parecían espacios de vulgaridad y propaganda, su padre expresó la preocupación de que su carácter quedase atrapado en un mundo infantil de leotardos y puñetazos. Tampoco era una penalidad estar aislado, la mayor parte del tiempo no sabía para qué existía la gente, era como si se desvaneciesen en cuanto se alejaban de su campo de visión.
Durante las idas y venidas del colegio, antes de dormirse, en los tramos más aburridos de las clases, empezó a componer sus propias historias en la cabeza: integraba nuevos personajes, ampliaba los mundos de ficción. Lo que sucedía mente adentro le levantaba de la silla, no podía esperar a descubrir cómo iba a continuar (¿de verdad vivían sus compañeros en una cabeza seca?). Pero le avergonzaba contarlas a viva voz y como tenía la mano de cartón para el dibujo se resignó (aunque la palabra no retiene las corrientes de placentera intensidad) a ser su propio público.
Claro que existían aficionados en su ciudad: se cruzaba con ellos en el Mercat de Sant Antoni, los leía en los “correos de los lectores”, pero solo cuando abrieron el J’onn J’onzz, al límite de su barrio (en realidad la calle pertenecía ya a l’esquerra de l’Eixample) se decidió a salir de casa a la hora del desenfreno solar, atravesar las llanuras de cemento, las calles roñosas que circundaban la prisión urbana (un julio entero dejando la pista atrás, vigorizado por el placer de desmentirse a sí mismo), resuelto a mezclarse con los chicos que hablaban de tebeos con la misma energía con la que sus compañeros peleaban por un rebote.
Al principio solo escuchaba: cuerpos fofos demasiado entrados en la veintena, hablando el castellano sin dulcificar por el catalán, entregados al desaliño de los institutos públicos. Pero el chico ya era bueno en no permitir que las diferencias de educación y aspecto se interpusieran entre él y las áreas de realidad que estaba interesado en absorber. ¿No podía reconocer con un golpe de ojo a cualquier dibujante norteamericano? ¿No sabía en qué número de Spiderman irrumpía Will el del Mechón? ¿Cómo había derrotado Richards al Dr. Doom en la mismísima Lativeria? Si querían demostrarle que estaba fuera de ambiente no iba a ponerlo fácil.
Cuando llegaba antes de que se constituyese la tertulia perdía la mirada en los tebeos expuestos, la variedad de la imaginación le sobrecogía; al retirarse el entusiasmo comprendía que sus historias eran ecos de la saga de Korvac, de la pelea de Galactus contra Sphinx, del regreso del Duende… ¿para qué iba nadie a comprarlas si podían acudir al original? Y, aunque lograse forjar una buena llave, ¿dónde encontraría la cerradura que abriese la puerta de la publicación si las editoriales estaban a tres mil kilómetros, cubiertos de incontables litros de agua salada (que recorrían bancos uniformes de disciplinados peces), cambiando de color a sugerencia de las contracciones de la luz?
Si Jaime no le llega a desgajar de los círculos sonámbulos de la conversación hubiese consumido el verano como un oyente impersonal. No tenía recursos para fijar la clase de persona que era Jaime, pero desde el primer momento se vio claro que ambicionaba al chico solo para él.
Empezaron a verse fuera de la tienda, cerca de un banco pelado que parecía brotar de un suelo de arena y excrementos momificados por el sol. Jaime también imaginaba historias, relatos mejor trabados, era capaz de extraerlos de su cabeza por la boca. El chico le escuchaba fascinado (qué episódica e inconstante era su fantasía), pero también aburrido: una parodia de Batman, más vergonzosa cuanto más pretendía disimular, le recordó a sus primos de La Selva cuando imitaban grupos americanos con la guturalidad afónica de las voces rurales. No hubiese pagado ni cincuenta pesetas por leerlas. Tanteó en busca de palabras para expresar sus reticencias y no las encontró. Qué más daba. Era un deportista y estaba de paso por estas regiones, durante el espejismo de otro verano sin consecuencias.
El invierno le regresó a la rutina de entrenamientos y partidos, de clases distraídas en la facultad. Pero en algo sí se equivocaba: Jaime no le soltó. Le presentó dibujantes, entintadores, un chico que rotulaba; no se reunían solo para hablar, el objetivo era editar un tebeo: lo imprimirían, lo fotocopiarían, iban a distribuirlo ellos mismos. Tenían la llave y si las cerraduras estaban demasiado lejos construirían la casa entera.
Acordaron reunirse durante el curso, empezaron a ir al cine juntos, se encerraban para jugar a rol, al dictado de Jaime el grupo se cerraba sobre sí mismo. Al chico empezó a aburrirle gastar un tiempo que no le sobraba con ellos, a veces le avergonzaban, y era tan ingenuo (¿para qué afinar la suspicacia si se movían tan lentos que podía recuperar la iniciativa cuando se lo propusiera?) que no vio venir las corrientes freáticas de malestar hasta que salieron a la superficie en forma de un chorro de reproches.
Ni se justificó ni se arrepintió. Actuó con la frialdad que le suponían sus hermanas y se alejó: cuando pasaba el dedo de la mente por una versión imaginada del grupo de Jaime (era la manera más justa de llamarles) apenas sentía una arruga de molestia. Se entregó al mundo físico, a la competición que nunca le había fallado, hasta noviembre brilló en la pista como nunca. Le convocaron para un torneo en navidad con la selección, allí se le desprendió la rótula y se rompió la triada. Estaba convaleciente en la cama tratando de combatir el sofoco y las sombras húmedas de junio con la ventana abierta cuando su hermana Amanda le avisó de que preguntaban por él.
–Dos monstruitos del rol.
Sandro era el único del grupo que había escapado a la influencia de Jaime: es increíble cómo el talento se abre paso, cómo protege a las personas donde se instala. Manel era algo así como su prótesis, el confidente leal que a cualquier artista le conviene tener a mano cuando empieza.
Le contaron que el gigante de la edición en fascículos planeaba editar tebeos de “autores españoles”. Sandro llevó un portafolios por indicación de Jaime, se pasaron media hora elogiándole con los ojos fuera de las órbitas, le habían ofrecido carta blanca. Después Jaime propuso su historia de siempre y convenció al grupo, pero no al gigante de la edición en fascículos; propuso otro argumento, esta vez no era completamente ridículo, empezaron a trabajar, llevaban dos semanas encallados, discutían continuamente. Al chico le costó entender qué le estaban pidiendo, solo estaba acostumbrado a que le elogiasen por lo que podía hacer con las extremidades. Si su educación no aconsejase contener los gestos espontáneos les hubiese abrazado a los dos.
Jaime le trató como a un intruso, ridiculizaba sus ideas, insistía hasta la náusea en rectificar los menores desvíos, era insistente, apuraba el turno de palabra, le iba la vida. Debe quedar claro que les quedaba tiempo, que hubieran podido esperar a que se cansase, reblandecerlo, explorar otras vías, doblegarle con la amenaza de lo que hicieron sin avisarle: el chico y Sandro fueron a buscar los formularios, registraron el argumento de Jaime, los personajes, el título, todo a su nombre. Después enviaron a Manel a informarle.
–Lo sabía. Pensáis que lleváis ventaja. Pero lo tenía todo previsto, sigo siendo quien mueve los hilos.
La reacción les provocó una risa oscura, eufórica, la clase de placer terroso que deriva de inundar un hormiguero. La indefensión ajena era excitante y la vergüenza les obligó a imponerse que no iban a repetir algo así, nunca, nunca. El chico se sorprendió del jugo que podía sacar de las pálidas intuiciones de Jaime, el dibujo de Sandro insuflaba carne y sangre a sus visiones.
¿Cómo iba a imaginar que terminarían a tiempo, que firmarían ejemplares, que agotarían la tirada, que les darían premios, si la inercia de su aprendizaje moral les había tensado las células a la espera de un golpe de castigo? Pero lo único parecido a un correctivo fue el opúsculo que Jaime redactó, imprimió y empezó a distribuir para denunciarles: estaba tan mal escrito, tan cargado de rencor, fue como ponerse una nariz de payaso en público. Quizás era cierto que la verdad estaba repartida como le aseguraban en clase, pero es tan sencillo apropiarse de ella si dominas la palabra. Sandro le envió a los amigos comunes que se aventuraron a pedir una explicación, ni siquiera tenía que mentir, casi se les transparentaba el deseo de integrarse en su bando.
El chico no podía saber que cinco años después el cerebro de Jaime desarrollaría un tumor. Tuvieron noticias intermitentes, le vieron pelado, demacrado, saludable, hinchado de cortisona, dos veces huyeron de él al trote. Autopublicó su historia, en el J’onn J’onzz le prestaron un espacio para exponerla, el chico compró un ejemplar, el dibujante se defendía, la historia seguía siendo una porquería. Más adelante se enteraron de que andaba buscando a Sandro, le acorraló, le propuso (y Sandro aceptó) publicarle un portafolios de ilustraciones viejas, “de su época”, inéditas. También le informó de que se había casado, el chico calculaba que había vivido tres años serenos, recayó. Se suponía que les había perdonado, pero si alguna vez se le aparecía en sueños seguía con sangre rencorosa en los ojos. Sandro propuso ir a verle, el chico adujo exámenes, un viaje, cosas; después le transfirió la anécdota desprovista de implicaciones afectivas:
–¿Qué planes tienes?
–Cuando estás así aprendes a ver los planes como recuerdos.
El chico agotó lo que quedaba de tarde, que parecía tan lejana de aquel futuro que llegaría enseguida, bajo el castigo del sol, reforzando la rodilla, a la espera que se desplegase el remordimiento, al menos una tenue justicia psicológica donde protegerse de abusos futuros.
Al llegar a casa se encontró a su hermana llorando:
–¿Qué ha pasado? ¿Qué te han hecho?
–¿Qué harás si te lo digo? ¿Le retarás a un partido?
–Dime quién es.
–Clara. Mi hermana, ya sé que también es la tuya, pero soy yo quien la echa de menos. Déjalo, es demasiado complicado para ti…
–¿Me estás llamando idiota?
–No te lo tomes a mal. Eres magnífico, un deportista. Admiramos tu cuerpo sano, la vitalidad viril. ¿Cómo no vamos a quererte? Pero tu cabeza no ha madurado, igual que esos estómagos infantiles incapaces de procesar sustancias complejas.
–Estás confundiendo el estómago con el gusto.
–No sabes nada, ojalá no lo aprendas.
Entró en su habitación y la barrió con la mirada, algunas de las ventanas del patio interior estaban encendidas, túneles de acceso restringido a unas vidas que hubiese tenido que completar con la imaginación para entender. No le apetecía leer y mucho menos avanzar en el guion. ¿Qué sabía? Del baloncesto había aprendido a esforzarse en dirección a la victoria, los superhéroes le habían enseñado que no bastaba con avanzar, que tenía que dirigirse hacia los círculos encantados del bien, de la justicia, de la amabilidad. ¿Cómo era posible que la cobardía y la crueldad fuesen consecuencia del ejercicio extremo de una destreza?
El chico se había acostumbrado a considerar la vida una sucesión de acciones bien trazadas, de perfiles limpios, que podías juzgar de manera independiente si merecían un reproche o una recompensa. Le aturdía pensar que las acciones dejaban al pasar una estela pringosa, que se enredaban como pinceladas de un cuadro que iría desvelándose al ritmo de la vida, que su mirada era todavía demasiado tierna para abarcarlo con un solo golpe. La misma naturalidad con la que asumió que tanta complejidad no podía despreciarse, que por eso habían prendido aquel incendio en la cabeza de los humanos, le impuso que si quería madurar su ojo para estar a la altura del reto no le bastaba con el baloncesto ni con el ángulo sobre la vida que le ofrecían los tebeos. No sabía dónde buscar, ni qué encontraría, pero no se quedaría aquí, eso estaba decidido y no tenía vuelta atrás. ~