El pasado 5 de junio, El Colegio de México presentó el informe Desigualdades en México 2018. Si bien el documento tuvo el propósito explícito de “enriquecer el debate público y las plataformas de los candidatos en las elecciones presidenciales de 2018”, su relevancia, por supuesto, trasciende la contienda electoral. Trasciende, incluso, el ámbito estrictamente gubernamental: es una lectura obligada no solo para quienes buscan incidir en las políticas públicas, sino para cualquier persona que quiera entender por qué, en 2018, es crucial hablar sobre la desigualdad.
De entrada, el informe muestra algunas de las desigualdades que existen en el país, y se enfoca en cinco ámbitos en concreto: acceso a la educación, acceso al trabajo, movilidad social, migración y cambio climático. Los datos que presenta son alarmantes, por no decir sumamente deprimentes. Ofrezco dos ejemplos para después argumentar sobre la importancia del documento.
El primero: el informe muestra estadísticas sobre el acceso a bienes y servicios y cómo esto depende en gran medida de la familia en la que nacemos. “Si los padres (hogar de origen) estaban en el grupo más desfavorecido (quintil 1), entonces el 50.2% de los hijos nacidos de esos padres se ubican también en el quintil 1. Al contrario, solo el 2.1% de los hijos nacidos en hogares de ese quintil puede escalar socialmente en la edad adulta al quintil con mayor acceso (quintil 5).” Además: “las personas nacidas en el grupo de mayor acceso a bienes y servicios (quintil 5) tienen una alta probabilidad de mantener una posición de ventaja en la edad adulta”. En otras palabras: los de abajo se quedan en su lugar y los de arriba también.
Ahora: si estos datos se desagregan por sexo, resulta que las mujeres, en particular, tienen aún menos probabilidades de mejorar que los hombres si parten de una posición de desventaja, y tienen mayores probabilidades de empeorar si nacen en una posición de ventaja. Es decir, el género también determina con fuerza la movilidad social. ¿Hay excepciones? Por supuesto. Siempre las hay. Pero son eso: excepciones. La sociedad mexicana sigue estando estructurada de forma tal que los recursos casi no se redistribuyen. Familia es destino, como lo es aún “ser hombre” o “ser mujer”.
El único problema no es que muchas desigualdades persisten (o que se han exacerbado), sino que cuando se han cerrado algunas brechas es porque las personas aventajadas están peor y no porque las personas desaventajadas están mejor. Ejemplo de ello son los salarios. A partir de la crisis de 2008, los empleadores perdieron el 26% del valor de sus ingresos, mientras que los subordinados perdieron el 18%. La brecha se cerró, sí, pero a la baja. Lo mismo pasó con quienes tienen una educación media superior o superior: desde la crisis, sufrieron una pérdida del 32% de sus salarios, mientras que quienes cuentan con educación primaria y secundaria solo registraron una ligera caída. Por si eso fuera poco, creció el porcentaje de personas que ganan menos de un salario mínimo en el país: de ser el 14.4% en 2000 pasaron a ser el 24% en 2017. “Si bien el desempleo se ha mantenido bajo”, continúa el informe, “los empleos creados en años recientes se han caracterizado por una creciente precariedad”.
Desde esta óptica, los retos son muchos. Lo importante, sin embargo, es señalar que no basta, por ejemplo, crear empleos; hay que crear empleos decentes: con buenos salarios, con todas las prestaciones que por ley corresponden, con posibilidades de ascenso. Y hay que asegurarse que estos trabajos en verdad estén disponibles para todas las personas, porque hoy no lo están. Hay ciertos grupos, en particular, que son excluidos de manera constante. Y si esta desigualdad no se reconoce, la injusticia permanecerá.
Ese es el punto más importante del informe. Que nos obliga a admitir que el reto no es, por ejemplo, “la precariedad laboral”. Es la precariedad laboral y la desigualdad. No son equivalentes, aunque sí se refuerzan una a otra. Lo mismo pasa con la pobreza, la exclusión laboral, la impunidad o la violencia. No afectan a toda la población de modo parejo. Las probabilidades de padecerlas varían en gran medida dependiendo de si somos hombres o mujeres, blancos o morenos, si provenimos de familias acomodadas o de familias con escasos recursos, si tenemos o no alguna discapacidad, si nacimos en el norte o en el sur del país, si somos indígenas o no. Nos guste o no, esa es la realidad del país. La meritocracia no existe más que en papel.
¿Cómo erradicar estas desigualdades? El informe no se pronuncia de manera intencional sobre el tipo de soluciones que se requieren para hacerlo. Lo que deja en claro es que son un problema. Dado que la desigualdad parece atravesarlo todo –la educación, el trabajo, la pobreza, la violencia, la salud, la impunidad y hasta el cambio climático– parece ser que es el problema. Lo trágico es que ninguna de las coaliciones partidistas lo tuvo claro, como lo demuestra el análisis del informe acerca de sus plataformas electorales.
Tendremos que hacer un esfuerzo para que la (des)igualdad se vuelva un eje central de los programas del gobierno entrante. Hagámoslo. Como el mismo informe señala: la desigualdad no es solo un asunto de derechos, relevante para las personas en lo individual, sino que, como distintos estudios sugieren, también deriva en una serie “de graves problemas sociales y económicos”. La desigualdad perjudica el crecimiento económico, actúa en detrimento de la estabilidad institucional y la consolidación democrática en el largo plazo, puede reducir el capital social en las comunidades y los niveles de confianza entre los ciudadanos. Nos empobrece como sociedad, como potencia económica, como democracia, como país. ~
responsable del Área de Derechos Sexuales y Reproductivos del Programa de Derecho a la Salud de CIDE. "El área en la que estoy es única."