Después de la tormenta: violación y colonialismo en Desgracia de Coetzee

Veinte años después de su publicación, la novela del sudafricano es una muestra del poder visionario de ciertos textos y su pertinencia a pesar del tiempo.
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Releer es mucho más que volver a leer. Releer es un proceso de revisión revelador, tanto más útil y deslumbrante si el libro al que se regresa cuenta con un valor literario de largo espectro. Si leer supone tender, de manera inconsciente e inevitable, hilos que atan la palabra escrita al momento de la lectura, desde las circunstancias personales de quien lee a las coordenadas sociales, políticas y económicas del momento, releer conlleva el reajuste, la recolocación del texto en una nueva estructura espacio-temporal.

A veces la relectura saca a la luz elementos ideológicos indetectables en una primera lectura, camuflados por eso que se llama “el aire del tiempo” (o más justamente, la ideología invisible). En ocasiones, las relecturas muestran que lo que pareció innovador y transgresor en su momento no lo era tanto; en otras, por el contrario, hacen aflorar el poder visionario de ciertos textos, su pertinencia actual a pesar del tiempo.

Así sucede con Desgracia (1999, publicación en español en Random House, 2000, traducción de Miguel Martínez-Lage), probablemente la mejor novela de J. M. Coetzee, libro que, a los veinte años de su aparición, sigue siendo pasto de interpretaciones y debates nunca cerrados. Toda la obra del nobel sudafricano, en realidad, está rodeada de una ambigüedad que se acentúa debido a la ausencia de entrevistas y claves interpretativas por parte del propio autor, que en su confianza en el poder del propio texto alienta, significativamente, su misterio. “Si un libro no habla por sí mismo es un fracaso, el autor no envía nada al mundo, tendría que callarse”, sentenciaba hace poco con motivo de la publicación de Siete cuentos morales (Random House, 2018). En el caso de Desgracia, el peso de la historia, la trascendencia de la especie sobre el individuo –tanto en lo referido al ser humano como a los animales–, la incapacidad de la erudición ante algunas formas de lenguaje primitivas, el alma y su salvación, son algunos de los temas que vertebran la caída en picado de David Lurie, profesor universitario de Ciudad del Cabo que ha sido expedientado por un escándalo sexual. Sobre todos estos temas, de manera constante, planea el motivo de la violación, una cuestión, como es sabido, actualmente en proceso de revisión y redefinición. Así pues, ¿cómo leer hoy la o las violaciones que aparecen en Desgracia?

David Lurie es acusado por un comité universitario de un acto indisciplinario por haber mantenido relaciones sexuales con una alumna. La chica es mayor de edad, pero el comité sobreentiende que ha existido coacción y abuso de poder por parte de Lurie. ¿Es esto cierto o es una artimaña de la chica para dañar al profesor? Hay que leer entre líneas, pues, a pesar del uso de la tercera persona, el relato de los hechos se presenta desde el punto de vista del protagonista, no de la chica, cuyas motivaciones para interponer la queja nunca llegamos a saber, aunque es innegable el peso de una familia puritana y de un novio bravucón.

El mismo Lurie reconoce la existencia de algún tipo de acoso en su conducta, aunque, en su descargo, argumentará que sintió “el fuego del amor”. Esta metáfora, la del fuego –el incendio, la llamarada que abrasa y aturde–, la tomará de los poetas románticos que tanto ama y a los que estudia –en ese momento está escribiendo un libro sobre Lord Byron y su amante Teresa–. “Fui un simple sirviente de Eros”, dirá más adelante, expresando la tiranía del deseo sobre el hombre, cuya voluntad –y culpa–, por tanto, se atenúan. En efecto, el peso de lo sexual es importante desde la primera frase del libro: “Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y divorciado, a su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo.” Se refiere a sus encuentros semanales con una prostituta a la que ha tomado cierto cariño; cuando ella desaparece de su vida, no sin que antes la persiga y trate de recuperarla, aparece en escena Melanie, la alumna.

La forma de acercamiento de Lurie a Melanie podría calificarse de acoso. Si bien es cierto que no media violencia explícita, el modo en que la invita a su casa, cómo obtiene sus datos personales, sus artimañas para cercarla –presentándose de improviso en su piso de estudiante, falsificando sus calificaciones y ocultando sus faltas de asistencia para crear en ella la sensación de obligación– son claramente abusivas. La descripción de la primera relación sexual no deja entrever voluntariedad por parte de la chica, más bien una actitud pasiva de resignación, de dejarse hacer. La descripción de las ropas revela el apresuramiento del acto: “La muchacha yace bajo él con los ojos cerrados, las manos distendidas y alzadas por encima de la cabeza, el rostro levísimamente fruncido. Él tiene sus manos bajo el áspero jersey de ella, sobre sus senos. Sus mallas y sus braguitas están hechas un lío en el suelo; él tiene los pantalones a la altura de los tobillos. Después de la tormenta, piensa: como sacado de George Grosz.”

Tras ese primer encuentro, Melanie comienza a faltar a clase, se muestra esquiva, a veces confusa. Sin embargo, Lurie sigue tendiendo la red en torno a ella, cazando. Las palabras con las que se describe el segundo encuentro también son reveladoras: “Ella no se le resiste. Lo único que hace es rehuirlo: aparta los labios, aparta los ojos. Deja que la tienda sobre la cama y la desnude […] No es una violación, no del todo, pero es algo no obstante carente de deseo, no deseado de principio a fin. Es como si hubiera decidido distenderse, morirse mientras dure, como un conejo cuando las fauces del zorro se cierran en torno a su cuello. Como si todo lo que le haga, por así decirlo, se le hiciese lejos de sí.” No del todo una violación… Los siguientes encuentros parecen algo más consentidos, pero la actitud de la chica no siempre resulta clara. A veces llora, o desaparece. Él la busca. Luego estalla el escándalo. Fin de la historia.

Segunda parte de la novela. Defenestrado por la institución universitaria –que demuestra, por otro lado, no poco gusto por el linchamiento–, David Lurie abandona sus clases y viaja a Cabo Oriental para visitar a su hija Lucy, que vive sola en una granja. El entorno es inhóspito para una mujer sola, y el trabajo duro. Hay pocos campesinos blancos. A ella le echa una mano Petrus, un negro con quien comparte parte de las tierras –Petrus, personaje ambiguo donde los haya, le va a ir comiendo terreno poco a poco–. Lurie juzga a su hija con superioridad, desprecia su modo de vida e incluso su aspecto. Advierte que ha engordado y anticipa que engordará más en el futuro, “como una vulgar campesina”. “La última vez que vio los pechos de su hija eran los recatados capullos de rosa de una chiquilla de seis años de edad. Ahora son pechos redondos, grandes, casi lechosos”, piensa, con una mirada en la que no está exenta la sexualidad, no la suya, pero sí la de otros hombres a través de la suya. Más adelante, Lurie expresa su disgusto por las mujeres que no se cuidan.

A los pocos días de llegar, la granja es asaltada por tres hombres –dos jóvenes y un chico, todos ellos negros– que encierran a Lurie, le prenden fuego –solo resulta herido, pero la comparación con el “fuego del amor” que sentía por Melanie es tentadora– y violan a Lucy. El lector no asiste a la violación porque el mismo Lurie tampoco asiste y este escamoteo será central en la novela: “Tú no sabes lo que ha pasado”, le dirá ella con desdén, al igual que Bev Shaw, otra mujer de la zona. Esta exclusión, que humilla a Lurie, es contestada mentalmente más adelante. Quizá Lurie no puede ponerse en el lugar de la mujer, piensa, pero sí del hombre que viola: “Tú no entiendes nada, tú no estabas allí, dice Bev Shaw. Bueno, pues se equivoca. A fin de cuentas, la intuición de Lucy es correcta: si se concentra, si se pierde, puede estar allí, puede ser los hombres, puede habitar en ellos, puede llenarlos con el fantasma de sí mismo. La cuestión es otra: ¿está a su alcance ser la mujer?”

Lurie no entiende por qué la hija no quiere denunciar a sus violadores. Piensa que se trata de una manera suya de equilibrar los errores históricos del pasado –la sombra, todavía visible, del apartheid–, pero se rebela ante esta decisión. Su incomprensión, la sensación de injusticia que lo asola, se parece bastante a la que tuvo cuando su alumna lo denunció: ¿por qué actúan las mujeres como actúan, tan caprichosamente?, parece pensar. Lucy cae en el mutismo. La palabra violación se convierte en tabú entre ellos, pero también en el entorno. El mismo Lurie recuerda que “de niño, tropezó con la palabra violación en algunos artículos de prensa, y que trató de conjeturar qué quería decir exactamente, extrañándose de que la letra l, habitualmente tan suave, figurase en medio de una palabra que contenía tal horror que nadie es capaz de pronunciarla en voz alta”.

Solo más adelante Lucy hablará: “Odio… Cuando se trata de los hombres y el sexo, David, ya no hay nada que me sorprenda. No lo sé; puede que, para los hombres, odiar a la mujer dé una mayor excitación al sexo en sí mismo. Tú eres hombre, tú deberías saberlo. Cuando tienes tratos carnales con una desconocida, cuando la atrapas, la sujetas con tu peso, cuando la tienes debajo de ti… ¿no es algo parecido en parte a matarla? Es como si le clavaras un cuchillo; después, sales, dejas el cuerpo cubierto de sangre… ¿No es algo parecido a un asesinato, al hecho de matarla y largarte sin que nadie te detenga por ello?”

Lucy, que supuestamente es lesbiana, interpreta el hecho como un peaje que hay que pagar por vivir donde vive, ese territorio donde todavía se puede oler la sangre derramada por la historia reciente: “¿Y si ese fuera el precio que hay que pagar por quedarse? Tal vez ellos lo vean de este modo; tal vez también yo deba ver las cosas de este modo. Ellos me ven como si yo les debiera algo. Ellos se consideran recaudadores de impuestos, cobradores de morosos. ¿Por qué se me iba a permitir vivir aquí sin pagar?”

Esta premisa, llevada al extremo, hace que Lucy acepte que los agresores vuelvan por los alrededores, que acepte dar a luz al hijo fruto de esa violación, que admita tener por vecino al chico agresor –un chico muy joven que aparenta cierto retraso, cuñado de Petrus, que lo acoge en su casa–, que consienta incluso “casarse” con Petrus para que este amplíe su hacienda a cambio de ofrecerle protección. No es algo que acepte de buen grado. En cierto modo, ella siente que ya ha muerto. Tiene miedo y es profundamente infeliz, pero esas, cree, son las reglas del juego.

Todo esto resulta incomprensible para David Lurie, pero también para nosotros, los lectores. Las razones de Lucy –una sola opresión concreta compensa una amalgama de opresiones previas– han sido objeto de debate por parte de la crítica literaria, que consideró esta cuestión, desde la aparición de la novela, nuclear para su interpretación. Y sin duda lo es, pero ¿qué hay de la inocencia o la culpabilidad del propio Lurie? ¿No hay una misma raíz en los hechos que padece la hija y los que él ha cometido en el pasado? Asiduo a la prostitución –en otra escena lo veremos con una chica pobre, de apenas dieciocho años, a la que recoge de la carretera–, “sus mujeres” también son presas de un sistema aberrante. ¿Está pagando sus pecados a través del sufrimiento de su hija? Esta lectura no supone una tergiversación del texto a la luz de las circunstancias actuales. Claramente subyace en la estructura de la novela, en la gradación de su intensidad. La violación de Lucy no es la única que aparece en el libro; la cuestión es quién viola, quién es violado y cuáles son sus razones para hacerlo; quién tiene el poder o la legitimidad de denunciarlo y quién no. La violación adquiere un sentido de venganza y restitución, un carácter ritual, como sucede en las guerras.

En este sentido, la aparición del sufrimiento de los animales –una constante, como es sabido, en la obra de Coetzee–, la crueldad de su sacrificio, no es en Desgracia una casualidad, ni un tema secundario. Petrus hace una fiesta y sacrifica dos cabras persas, ritual que a Lurie le afectará muchísimo. Le da igual que sean esas cabras u otras, puesto que lo importante es la especie, no el individuo, pero él, que ahora se dedica a sacrificar perros abandonados, no puede soportar más exterminios. ¿Tiene el sacrificio de las cabras conexión con la imagen de la mujer violada? Sin duda: Lucy paga por otras, su capital –su cuerpo– está a libre disposición de los abusos de la historia. A Melanie, su alumna, Lurie le había dicho que su belleza no le pertenecía, que era un regalo que la naturaleza hacía al mundo, no a ella en concreto, y que por eso tenía la obligación de compartirla. Bajo este punto de vista, ¿qué pertenece y qué no a una mujer? La consideración de Lurie sobre la belleza de Melanie –que él expresa, curiosamente, como un halago– tiene una relación directa con la visión esclavista del apartheid o de cualquier otro régimen opresor: el individuo no es dueño de sí mismo, hay una parte de él –su sexualidad, su fuerza bruta o su capacidad de trabajo– que es propiedad de otros y, por tanto, puede ser explotada para el beneficio de otros. Desgracia es un libro cargado de violencia en el que la violación sexual adquiere un significado histórico que impregna toda la obra, no solo la de la segunda parte del libro, como habíamos creído cuando lo leímos hace veinte años. La lógica racista, elitista y colonial está presente desde la primera línea. El hombre que viola –el mismo Lurie– es un colonizador del territorio ajeno. ~

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Es escritora. Entre sus libros recientes están Cicatriz (2015), Mala letra (2016) y Un incendio invisible (2011, 2017), todos ellos bajo el sello de Anagrama.


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