Cosas de la fama. A sus 77 años, Jorge Ayala Blanco es el único crítico fílmico de su generación que continúa activo: desde que publicó su primera crítica, en 1963, han pasado 56 años en los que no ha dejado de escribir una a la semana. Lleva 53 años como maestro de lenguaje y análisis cinematográficos en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (cuec) de la unam. Sus cuarenta libros se dividen en tres series: la de cine mexicano, la de cine internacional o universal y ese gran catálogo por décadas de largometrajes exhibidos en México entre 1908 y 1999, en coautoría con María Luisa Amador.
Sin embargo, y a pesar de estos logros, a Ayala Blanco no le queda más que resignarse. Ironiza al respecto: “Mi epitafio se reducirá a una única sentencia: ‘fue maestro de Alfonso Cuarón’.” Sin más, el crítico de cine estalla en carcajadas.
Se autodefine como el más politécnico de los universitarios y viceversa. El decano de los críticos fílmicos en México es un ingeniero químico industrial que se vio obligado a especializarse en el cine y su enseñanza de manera autodidacta. Se puede decir que abrió las puertas del mundo cultural a patadas, a partir del aprendizaje de los idiomas francés, alemán e inglés. Su temprana participación como niño soprano en el coro del eclesiástico italiano Lorenzo Perosi lo hizo aprender a leer partituras musicales en clave de sol, fa y do en tercera y en cuarta. Es precisamente su dominio de la química, las matemáticas y las estructuras musicales lo que le permitió desarrollar un singular método de análisis fílmico que ha ido perfeccionando con el tiempo. Le damos la palabra a Jorge Ayala Blanco.
El crítico de cine
Mi formación politécnica fue práctica, absolutamente distinta de lo que era la educación universitaria. No niego mis orígenes, incluso los aproveché para tener una estructura mental y salir de todas las entelequias que se manejan en la vida cultural mexicana, en especial en el acercamiento literario. Eso no me impide tener un impulso creativo, ensayístico, incluso poético o narrativo, todo eso lo conjunto y lo estructuro gracias a mi deformación como ingeniero químico industrial.
Acercarme a una película es exactamente lo que me enseñaron a hacer en química: encontrar en esa estructura formal los puntos donde confluyen todas las energías. Mi aproximación al cine consiste en aplicar la ecuación de Bernoulli. Un filme es para mí una ecuación compleja que me propongo resolver. Mi método de análisis tuvo un desarrollo muy interesante: compendié lo que he hecho durante varios años en el cuec para fundirlo y sacar lo que no era riguroso ni comprobable en pantalla.
Yo no juzgo si las películas son buenas o malas, elimino de mis críticas esa cosa que siempre he visto como algo repelente: el “recomendador” que aprueba o no la película. Lo único que me interesa es desmontar el mecanismo, la relojería de una película y, por supuesto, la única manera de acercarte a una obra de arte es creando otra obra de arte, ese ideal baudelairiano que tal vez es inalcanzable pero hay que aspirar a él.
Cuando me acerco a leer una crítica de alguno de mis colegas, lo que menos me importa es saber si le gustó o no la película: me interesa encontrar qué es lo que vio ahí, cómo aborda las contradicciones internas de cada película mediante la descripción, el análisis, la interpretación… no estoy contra la interpretación sino contra ese abuso interpretativo que denunciaba Susan Sontag.
Por otro lado, mi lenguaje es cada vez más barroco, pero no porque me lo proponga de una manera deliberada sino por un esfuerzo de síntesis: es la acumulación de ideas en el mínimo espacio –en el suplemento Confabulario de El Universal no tengo más que seis mil caracteres y de ahí no puedo pasarme–; es un reto formidable que equiparo al uso de Twitter: lo que lees ahí es barroco porque todo el mundo trata de aprovechar al máximo sus caracteres. En esta especie de síntesis obligada siempre trato de expandir las posibilidades del propio lenguaje, con una preocupación formal literaria acompañada de un humor corrosivo que para mí es totalmente acariciante y que utilizo como se usa un reactivo en una fórmula química.
Pero también me encanta burlarme de mí mismo. Ese ponerte en irrisión a cada momento y, además, arriesgarte al ridículo en cada texto. Es lo que decía Michel Leiris, asumir el arte como una tauromaquia: te tienes que arrimar al toro, si no, ¿qué es lo que estás haciendo? Eso de ser el crítico “más querido de México” es una estupidez: se trata de un ser castrado.
No pierdo mi tiempo en internet porque lo que encuentro es superficial y no me aporta gran cosa: por lo general son refritos de los boletines que mandan las distribuidoras, que se publican en los periódicos y suelen ser resúmenes pésimos porque te hablan de lo que no está en la película; muchos de mis colegas llenan sus textos de ese tipo de información y glosan al infinito una trama. A mí lo que me interesa es ver qué vio tal o cual crítico en esa película. Y eso no lo encuentras.
El docente
Dar clases para mí es muy gratificante porque trabajar con chavos es genial: a la primera clase ya te están cuestionando, y eso es muy estimulante. He impartido las materias de historia del lenguaje ci- nematográfico, análisis cinematográfico, estética cinematográfica, análisis del estilo cinematográfico y actualmente doy, a nivel de maestría, tendencias del documental contemporáneo.
¡El estudio de idiomas ha sido mi salvación! Antes, gracias a mis contactos en el Instituto Francés de América Latina, el Goethe y el Anglo, me prestaban todo tipo de películas para mis clases y éramos los primeros en verlas en México.
Pero ojo: en ese tiempo no existía el video. Ahora, gracias a esa tecnología, mis clases de análisis han evolucionado: podemos ver quinientas veces el mismo fragmento hasta que todo el mundo está impregnado de lo que está sucediendo en la pantalla y todos estamos viendo exactamente lo mismo. Eso es para mí lo importante: lo demás está en los libros de historia del cine, como el de Georges Sadoul. Lo que yo me propongo es estar en contacto con las películas, desmontarlas; desde la primera clase estamos analizando sus mecanismos internos y los discursos que las atraviesan. Y como el cuec es una escuela eminentemente práctica, de conocimiento aplicado, me he propuesto explicar los términos más complejos de la tierra –como los que maneja Gilles Deleuze en La imagen-movimiento, que no se pueden entender si no se ha leído La evolución creadora del filósofo vitalista Henri Bergson, por poner un ejem- plo– de la manera más sencilla. Para mí es fundamental que todo el mundo entienda mis clases. Asumo el desafío de no recurrir a la jerga académica en mis clases ni en mis libros; detesto el rollo por el rollo.
Mis clases son un método de análisis cinematográfico dividido en ocho series de categorías: tiempo, espacio, articulaciones espacio-temporales, movimientos de cámara, uso estructural del sonido, dramaturgia visual, montaje polifónico y, después, la combinatoria de estas categorías. Ese es el secreto de mis clases, algo que por supuesto tengo totalmente sistematizado. Pero ojo: son categorías de análisis que no son normativas, que no representan los requisitos para que una película sea buena o no. Estas categorías son una herramienta pedagógica para poder desmontar el mecanismo de la película desde todos los puntos de vista, eso es lo que estoy planteando en mi método de análisis, que se puede aplicar a cualquier película, de cualquier época, de cualquier cineasta, porque involucra un microanálisis.
Algo que me tiene emocionado es que muy pronto –puede ser mañana o en unos meses, dependiendo de los tiempos del Consejo Universitario– el cuec dejará de ser un centro de estudios para convertirse en la Escuela Nacional de Estudios Cinematográficos. ¡Por fin se han allanado cada uno de los obstáculos jurídicos, académicos y pedagógicos que existían! La única persona que ha logrado vencerlos es la cineasta feminista María del Carmen de Lara, su actual directora, que es realmente aguerrida y se ha rodeado de la gente más capaz. Es un cambio radical que permite la consolidación profesional de los estudios de cine.
El investigador
Un proyecto demencial de investigación filmográfica ha sido el de registrar trece datos de cada uno de los largometrajes estrenados en México entre 1908 y 1999. Son los tomos de la voluminosa Cartelera cinematográfica dividida en decenios, y que María Luisa Amador y yo estamos a punto de terminar.
La investigación concluye el último día de 1999 porque la cartelera que se publicaba en los periódicos deja de existir tal como la conocíamos. Ahora esa información la recibes a través de internet y ya no se conserva, por lo que es imposible investigarla. Nos hemos tardado muchísimo en esta última década del proyecto porque en los años noventa estalló la exhibición y las películas empezaron a llegar a través de múltiples vías que ya son incontrolables.
Entre los datos que reuníamos los más importantes eran cines, fecha de estreno y duración real en la cartelera porque podíamos sumar las semanas que las películas permanecían en los distintos circuitos de exhibición a los que se les llamaba corridas. Pero esto se fue perdiendo con el esquema de exhibición vertical que estrenaba de manera simultánea una película en muchos cines, y la promocionaban engañosamente diciendo “cincuenta semanas en cartelera”, cuando en realidad iba a entrar a su segunda semana de exhibición en cincuenta cines… una diferencia aterradora para ser investigada a cabalidad y por eso todavía estamos trabajando en esa década.
Sin embargo, las décadas más difíciles de investigar fueron los años dieces y veintes porque, aparte del saqueo que han sufrido la mayor parte de las hemerotecas públicas –gracias a El Universal, María Luisa pudo terminar el levantamiento de datos–, la información es muy abundante: había hasta cuatro estrenos por sala el mismo día. La gente se la vivía en el cine…
Este proyecto me permitió ingresar al Sistema Nacional de Investigadores y, ahora que está por concluir, consideran los textos que escribo sobre cine como investigación, y eso me ha dado una libertad formidable porque por primera vez en mi vida me puedo dedicar únicamente a la docencia y a mis libros.
El autor de libros
En 1965, en el Centro Mexicano de Escritores, mis monitores –así se les llamaba en esa época– fueron Francisco Monterde, Juan Rulfo y Juan José Arreola. Ellos fueron quienes me enseñaron a escribir. Ahí, a los veintitrés años, escribí La aventura del cine mexicano, un ensayo histórico que, lo admito sin soberbia, revolucionó la crítica de cine en México. Después de eso nunca necesité la bendición de nadie y me liberé del sometimiento atroz que significa depender de los demás.
Después vino una actualización de lo que había escrito, que se llamó La búsqueda del cine mexicano, otro libro que causó muchas incomodidades y que Manuel González Casanova, entonces director de Difusión Cultural de la unam, no se atrevió a distribuir pero años después fue reeditado por la Editorial Posada, que me dio posada cuando nadie más quería editar mis libros.
Así fue como surgió la serie “Abecedario del cine mexicano”, en que cada año hago la actualización con una letra: la Condición, la Disolvencia, la Eficacia, la Fugacidad, la Grandeza, la Herética, la Ilusión, la Justeza, la Khátarsis, la Lucidez, la Madurez y la Novedad del cine mexicano. Está por salir de imprenta la letra Ñ, ya entregué la letra O y estoy escribiendo la letra P.
Pero ojo: insisto en que no son títulos programáticos, son títulos aspiracionales, a partir de las tendencias que observo en el cine nacional de ese momento. Cada libro contiene el análisis inédito –desde el año 2000 no publico en periódicos textos sobre cine mexicano– de cien películas y uso el mismo rasero. Desde la más comercial hasta la más artística, me da exactamente lo mismo, lo que me importa es el análisis, no si me gustan o no.
Con el cine extranjero es diferente: primero publico en Confabulario ensayos de un máximo de seis mil caracteres y luego los reviso, los reelaboro, los reescribo en un espacio mucho mayor, donde cada texto tiene la extensión que necesita; me libero de la congestión de ideas en un espacio pequeño. Ahora ese barroquismo inicial, provocado por la necesidad de síntesis, se puede convertir también en una forma de lenguaje. Me gusta utilizar un lenguaje súper culto, frondoso, exuberante, pero siempre con una preocupación formal literaria muy lejana de ese lenguaje académico que tanto abomino. No tengo nada en contra de José Lezama Lima. Me encantan los neologismos: creo que hay muchas palabras que deberían existir. Y si no existe la palabra, pues simplemente la inventas, ¿no crees? ~
es escritora, cofundadora de La Jornada, periodista cultural desde hace treinta años y autora de El caso Rushdie: Testimonios sobre la intolerancia (Conaculta-INBA, 1991). Su libro más reciente se titula Periodismo mexicano en una nuez (Trilce, 2006).