El mito de Juan Manuel Torres

El mito de Juan Manuel Torres

Obras completas. Tomo I. Cuentos y relatos

Juan Manuel Torres

Nieve de chamoy/UV/IVEC

Ciudad de México y Xalapa, 2020, 376 pp.

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Hay un modesto mito alrededor de la figura del escritor veracruzano Juan Manuel Torres (1938-1980). Su parca obra –el libro de cuentos El viaje, 1969, y la novela Didascalias, 1970–, su exilio polaco, su doble vocación cinematográfica y literaria, su amistad con escritores como Sergio Pitol o José Carlos Becerra, su muerte prematura en un accidente automovilístico y su rápido olvido lo convirtieron en una figura misteriosa no exenta de atractivo: la joya oculta, el escritor secreto, el autor injustamente olvidado reconocido solo por unos cuantos.

La publicación de sus “obras completas” va a deshacer ese mito –lo que sin duda es una ganancia para la historia literaria y mérito de su editor, José Luis Nogales Baena–, pero el crítico escéptico podría preguntarse si no le habría convenido, en el fondo, seguir envuelto en él. Porque, después de leerlas, va a ser muy difícil seguir sosteniendo que es un gran escritor relegado y que su olvido sea del todo injusto. No deja de llamar la atención, por otro lado, la noción misma de “obras completas”, en cuatro tomos (habrá otros tres: de traducciones y correspondencia, de novela y de guion cinematográfico), de un autor como Torres, que en rigor solo escribió dos libros, no del todo legibles, que cabrían perfectamente en un volumen cuya publicación no habría sido injustificable. Sobra decirlo, no todo autor amerita una edición de “obras completas” y la idea de que pudiera ser el caso de Torres solo puede concebirse desde la piedad académica. En la academia literaria somos capaces de rehabilitar o rescatar a quien sea. No importa cuán menor haya sido el escritor, siempre se podrá utilizar el consabido argumento: “Bueno, quizá no era un gran autor, tal vez ni siquiera bueno (la verdad era más bien malo), pero forma parte de la historia literaria de su época…” Pues sí, con ese argumento se salva todo el mundo, pero, como escribió el también olvidable Herbert Quain, una cosa es pertenecer al arte (o la literatura) y otra a la mera historia del arte.

El viaje, núcleo de este volumen, consta de cuatro cuentos (no incluyo la minificción de cinco líneas que lo encabeza), fruto de la experiencia del autor en Polonia en una época en que este país era un destino más bien exótico para un mexicano (Torres fue acaso el primero de nuestros escritores polonófilos, hecho que lo honra, lector y traductor pionero de autores como Schulz o Gombrowicz). No carece enteramente de virtudes. Tiene dos que podrían considerarse cuentos interesantes: “En el verano” y, sobre todo, “El mar”, que con razón han privilegiado las antologías que se han acordado de Torres, historias de una atmósfera tristona y cosmopolita en la que los protagonistas se esfuerzan vanamente por alcanzar una plenitud que los elude. Y eso es todo. Después están “Para no despertar”, un experimento desafortunado, y “El viaje”, la gran apuesta –fallida– del libro, un relato caótico y plagado de ocurrencias que pretende dar cuenta de un amor imposible y causar la impresión de transcurrir entre la vigilia y el sueño, pero que se diluye en el mero desorden, aderezado con estampas sadomasoquistas, citas bíblicas y la simpática irrupción de unos guerrilleros peruanos.

Desastre parecido, pero a mayor escala, ocurrió a Torres con Didascalias, una de esas antinovelas que pulularon en los años sesenta y setenta y con la que el lector podrá castigarse en el tercer volumen de estas obras completas. En alguna ocasión me tomé la molestia –no es un decir– de leerla en su edición original, publicada por Era en 1970 y comprensiblemente jamás reeditada. No hay manera (y confieso que cuando me acerqué a ella por primera vez, atraído por el mito de Torres, lo hice con benevolencia, deseando que me gustara, queriendo “descubrir” a un autor). La idea es hasta interesante: una novela volcada sobre sí misma, autorreflexiva, que se va cuestionando conforme se va haciendo. El problema es la ejecución. Lo vio meridianamente Carlos Monsiváis que, en una carta a Pitol citada por el editor de Torres, sentenció: “El libro es fallidísimo: Juan Manuel quiere escribir, tiene una gran vocación literaria, pero no posee ese mínimo instrumental que han dado en llamar lenguaje. Es el quiero y no puedo.” Hay un cierto aire de familia entre Didascalias y otras novelas contemporáneas, digamos La obediencia nocturna (1969) de Juan Vicente Melo y El tañido de una flauta (1972) de Pitol, pero si estas, que no han envejecido del todo bien, logran salvar cierto experimentalismo fallido en virtud del talento de sus autores, Didascalias potencia los defectos.

Uno de los aspectos más curiosos de la trayectoria de Torres es, por cierto, su relación con Pitol. Mientras lo leía no podía dejar de pensar en una frase de Faulkner que aquel usó como título de uno de sus relatos, “El oscuro hermano gemelo”. Ambos se refieren a la novela, pero yo la pensaba en un sentido distinto, pues hay escritores que parecen tener “oscuros hermanos gemelos”, parientes pobres a los que no les fue tan bien, pero cuya familiaridad es innegable. De orígenes veracruzanos, compañeros generacionales, amigos íntimos, narradores, la relación Pitol-Torres parece un poco así, la del escritor con talento y fortuna con el que no tuvo ni uno ni otra, pero el asunto es más complejo, como ha estudiado Nogales Baena. Torres fue primero a Polonia; fue él quien contagió a Pitol su polonofilia y quien le presentó autores como Schulz o Gombrowicz. Se dedicaron libros y se hicieron personajes uno al otro de sus respectivas obras. En algún punto pudo haber parecido que estas avanzaban en paralelo, pero pronto una de ellas se enredó, se estancó y paró en nada, mientras que la otra continuó un largo proceso de maduración hasta alcanzar la plenitud. El capítulo final es de sobra conocido: Pitol se convirtió en un escritor consagrado mientras que el pobre Juan Manuel, muerto temprana y trágicamente, se fue hundiendo en el olvido.

Ahora no faltará un alma más caritativa que la del crítico que afirme que estas obras completas vienen a rescatarlo de ese injusto abandono y a restituirlo al lugar que se merece, pero me temo que esto no pasaría de ser una franca exageración o una mentira piadosa. La melancólica verdad es que, en literatura, no todos los olvidos son inmerecidos. Fin del mito. ~

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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