I.
Un breve y sugestivo ensayo de Enrique Krauze, publicado en El pueblo soy yo, en torno al Coriolano de William Shakespeare condujo, meses atrás, mi atención hacia el haz de sentidos que algunos autores contemporáneos de ficción han sabido extraer de personajes asociados de modo natural con el populismo y sus metáforas. Me ocurre imaginar que estos personajes, reales unos e imaginarios otros, salidos de las obras de autores tan dispares como Vladimir Nabokov, Juan Carlos Onetti, Carlos Franz, Alberto Moravia, Robert Penn Warren, y otros más de una lista que ya me figuro larga, honran con sus retratos una especie de pinacoteca del populismo. Valga lo que pueda valer, esa idea me ocupa actualmente y este que aquí ofrezco es un boceto de lo que me gustaría lograr.
Eché los dientes entre gente de teatro y, siendo yo mismo autor de piezas teatrales, tenía que preguntarme qué hace Coriolano en una colección de ensayos sobre los populismos que inquietan al planeta en la hora actual.
Shakespeare basó su tragedia en la vida de una legendaria figura romana que vivió entre los siglos vi y v antes de Cristo: Cayo Marcio Coriolano. La acción de la obra ilustra paso a paso su biografía, tal como se lee en las Vidas paralelas de Plutarco. Todo pasa en la época que siguió a la abolición de la monarquía, en tiempos del nacimiento de la república romana.
Con Julio César, Shakespeare ya había introducido la Roma republicana en la literatura dramática. Creía que la historia de los idus de marzo confirmaba su cruel filosofía de la historia y del poder. Jan Kott, notable estudioso shakespeariano de origen polaco, llamó a esa filosofía el “Gran Mecanismo” y es lo que infunde en Macbeth y en Ricardo III su demoníaca fatalidad.
Pero la historia de Coriolano no se deja encerrar en un círculo inalterable en el que el principio y fin de cada reinado es el asesinato de un monarca. Coriolano no es una historia de reyes, sino la de una ciudad dividida entre plebeyos y patricios. Una historia así deja de ser demoníaca y, según Jan Kott, “es solo irónica y trágica lucha de clases”, de allí su contemporaneidad. Hasta aquí, conformes, pero ¿qué hace Coriolano en un libro sobre populismos?
Coriolano es patricio y también un guerrero. Es hosco, altivo y violento. Él por sí solo rindió a una ciudad enemiga y con ello salvó a Roma; la gloria del triunfo trae consigo el consulado. Sin embargo, para ser electo cónsul, los usos de Roma exigen que muestre sus heridas de guerra a los tribunos de la plebe, relate sus hazañas y, zalameramente, haga valer sus méritos. “Te corresponde hablarle al pueblo, no según tus convicciones, ni según los impulsos de tu ánimo, sino diciendo las palabras de memoria, aunque sean bastardas”, insinúa su propia madre.
Coriolano desprecia a la plebe (“voluble, cobarde y apestosa”) y encuentra indigno cortejar de ese modo sus votos. Prefiere que hablen sus hechos, no sus insinceras palabras. Al cabo, vendrá el destierro y, víctima de su valor moral, Coriolano pagará con la vida su intransigencia. “Desde nuestro tiempo –concluye Krauze–, Coriolano adquiere una dimensión aleccionadora: es el antipopulista. […] A la luz de esta tragedia, una de las más sombrías y misteriosas, nuestro tiempo revela su miseria, no solo en la política sino en todos los órdenes. Vivimos huérfanos de líderes virtuosos y los corrompidos cuerpos aristocráticos y representativos han perdido autoridad. En cambio, abundan quienes ganan los votos del pueblo con engaños, insidia, mentira y manipulación.”
II.
La insidiosa empresa de ganar votos con engaños, mentira y manipulación es precisamente lo que otorga tracción a la historia de Willie Stark, protagonista de Todos los hombres del rey, la novela con la que Robert Penn Warren ganó el premio Pulitzer en 1947.
Penn Warren (1905-1989) fue un escritor estadounidense cautivado desde joven por los dilemas políticos y morales, en especial –aunque no siempre– aquellos que habían surgido en el sur de su país durante la Gran Depresión. Una de sus obras, Hermano de dragones, aparecida en 1953, es una novela escrita en verso y enroscada en torno a un esclavo de Thomas Jefferson asesinado por sus sobrinos.
Supe por primera vez de Willie Stark siendo yo aún niño, mientras miraba la televisión con mi padre, a comienzos de los sesenta. El canal público venezolano programaba los domingos en la noche películas estrenadas una o dos décadas atrás. Mi viejo era adicto al cine y aquella noche esperaba ver Nacida ayer, comedia romántica dirigida por George Cukor que en 1950 le había dado a Judy Holliday el Óscar como mejor actriz. Los protagonistas masculinos son William Holden y Broderick Crawford.
Los avances promocionales del canal público enfatizaban el nombre de este último por una buena razón: Crawford era también protagonista de una serie policíaca, muy popular en aquellos días y ciertamente una de mis favoritas, llamada Patrulla de caminos, en la que encarnaba al duro teniente de detectives Dan Mathews. Solo por eso permanecí despierto hasta la hora en que lanzaban al aire la película; equivocadamente esperaba ver algo así como un episodio largo de Patrulla de caminos, pero no fue así.
Ocurrió que, en una confusión, en lugar de proyectar Nacida ayer, sacaron al aire la primera versión fílmica de Todos los hombres del rey, protagonizada también por Broderick Crawford y dirigida en 1949 por el legendario Robert Rossen. La cinta ganó aquel año tres premios Óscar: mejor película, mejor actor (Crawford) y mejor actriz de reparto (Mercedes McCambridge). Mi viejo se disgustó por el cambiazo y me dejó a solas con Willie Stark y sus problemas.
Aunque incomprensible en su complejidad para el niño que era yo, y a pesar de no parecerse en nada a Patrulla de caminos, la película me atrapó por ser la primera vez que escuchaba sin doblaje la bronca y mesmerizante voz de Crawford.
Por aquel entonces yo no sabía inglés y el subtitulado lucía minúsculo o no alcanzaba a verse del todo en la pantalla, pero me dio igual. A cada rato aparecía una mujer que, con ser muy bella, no parecía una inalcanzable actriz de Hollywood. Willie y sus amigos volaban en una caravana de autos por carreteras polvorientas. Willie hablaba desde el asiento trasero.
Me intrigaba que Willie hablase tanto, como tratando todo el tiempo de convencer de algo a un interlocutor o a un auditorio. Se organizaban mítines que me parecían electorales y Willie hablaba; había cenas en traje formal en las que Willie acaparaba la atención de todos y terminaba siendo el único que hablaba. En las escenas de amor Willie solo se dedicaba a hablar. En un cierto momento la acción se mudaba a un baile campestre en un granero y Willie hablaba y hablaba, mientras la mujer bailaba con algún otro. Fueron a una feria agropecuaria en la que Willie no paró de hablar y, a pesar de que el monólogo resultaba indescifrable para mí, yo no podía dejar de ver a Willie, el hablador.
Hacia el final, se construían puentes, se tendían carreteras bajo su supervisión. Willie repartía gratuitamente libros de texto en las escuelas de los pobretones y cortaba la cinta inaugural de un hospital sin dejar de hablar a su séquito, a la prensa, a todos los presentes. Salía entonces un señor que hasta aquel momento parecía sentir respeto y aprecio por Willie y le pegaba un tiro mientras hablaba. Pasaron muchos años antes de que pudiese yo leer la novela de Penn Warren y supiese a cabalidad por qué disparaba contra él.
El modelo de Willie Stark fue Huey P. Long, un histriónico abogado y político de Luisiana cuya oratoria campechana y conversacional le hizo ganar batallas en los años veinte contra los abusos de la poderosa Standard Oil Company y a favor de extender el radio de acción de los servicios públicos. Sus esfuerzos le granjearon la simpatía de los blancos pobres del estado que lo eligieron gobernador en 1928. Entre los historiadores hay consenso en que los ambiciosos programas de obras públicas y las leyes de bienestar social debidas a Long beneficiaron inicialmente a un estado cuya vialidad y servicios sociales habían sido abandonados por la élite rica que hasta entonces controlaba el gobierno.
Pronto se vio que la bufonería, la jovialidad campesina y la largueza con las que Long asignaba “redistributivamente” los altos impuestos que había logrado imponerles a los ricos enmascaraban un despiadado, corrupto y gansteril autoritarismo basado en las amenazas y la intimidación. En menos de un año Long abolió los poderes legales, llegó a nombrar a su gusto a diputados de todas las legislaturas locales y se aseguró el control absoluto de la milicia estatal, los tribunales y el sistema electoral. Los jefes de policía y hasta los departamentos de bomberos de todo el estado quedaron sujetos a su tiránica voluntad.
Con todo, sus exitosos resultados al implantar un programa de obras públicas que priorizaba la vialidad rural, acometía la construcción de represas y extendía la red de energía eléctrica, avivaron la economía estatal. Long se las apañó también para hacer aprobar una ley de crédito educativo con dinero público que permitió a muchos jóvenes campesinos acceder a la educación universitaria. Aunque fue un político independiente –ganó la gubernatura derrotando a los dos partidos tradicionales, republicano y demócrata–, los programas concebidos por Long prefiguraban las líneas maestras del New Deal rooseveltiano.
Todo esto tenía que llamar la atención de la prensa nacional en un país acogotado por la Gran Depresión. Era cuestión de tiempo para que a Long se le metiese en la cabeza llegar a ser presidente de Estados Unidos. Ganó una curul en el Senado federal en 1932 y, antes de partir para Washington, logró, gracias a sus influencias e intimidaciones –es decir: al margen de la ley–, colocar a un gobernador a modo, que le permitió administrar el estado a distancia mientras estaba en el Senado. Sin embargo, un médico, cuyo padre había sido vilipendiado por Long durante su última campaña, terminó asesinándolo durante un acto público.
Hay dos momentos en la novela de Penn Warren que traslucen los cambios que sucesivos reveses electorales obran en Willie. El primero remite a la renuencia de Coriolano a mentir y engañar para ganar el voto de la plebe.
Una habitación de hotel aloja el comando de campaña. Willie ha perdido por segunda vez la elección estatal, a despecho de colosales esfuerzos. Todo el equipo está abatido y desalentado… menos Willie. Extrañamente, sonríe para sí. ¿Por qué ese contento? “Porque ahora sé –les dice, ufano–, ahora sé cómo ganar. ¿Saben de dónde viene el bien? El bien procede del mal. Solo de allí puedes sacarlo. No lo sabían, ¿verdad? Bueno, ahora ya lo sé.”
A partir de entonces encamina sus esfuerzos a lograr el apoyo de los ricos a quienes ha combatido hasta ahora. Para ello pide a Jack Burden, oveja díscola de una influyente familia aristocrática –y trasunto del propio Penn Warren, sin duda–, que propicie encuentros sociales con los barones del estado.
Burden, neurótico inconforme consigo mismo, ha abandonado sus estudios de doctorado en historia y se ha hecho periodista. En el proceso se ve atraído por la personalidad de Willie: un caso claro de atracción por el enemigo de clase. Burden terminará siendo el Boswell de Willie, también su confidente y su consejero en el trato con la gente bien. La novela de Penn Warren es la crónica de Burden, quien se ocupará de tender puentes entre Willie y los proverbiales poderes fácticos. La acaudalada familia Burden es uno de ellos.
Al principio, la clase adinerada mira a Willie con desdeñosa curiosidad, pero la astuta facundia del aspirante a gobernador, la franqueza con la que deja ver sus ambiciones más íntimas, rinde frutos. Willie les hace ver cuánto les beneficia ayudar veladamente a ganar a un demagogo, a un fementido antagonista que, en privado, les ofrece postergar el aumento de impuestos a los ricos con que embaucará a su rústico electorado.
El otro momento pivote de la novela es el discurso con que, en la siguiente campaña, Willie da un vuelco a su carrera política. Hasta entonces había sido dos veces el popular candidato bonachón que perdía ante los gallos del establishment. En lo que parece un arrebato de inspiración –en realidad, un gesto calculado–, Willie desafía a los monosabios de la Cámara de Comercio que lo marcan y cuidan para cumplir lo acordado, arroja al piso el discurso convencional escrito por Burden e inaugura un deslumbrante estilo oratorio, ferozmente digno e igualitario, y a la vez mendaz, revanchista y demagógico, que le asegura el triunfo.
El guion de la película preserva, palabra por palabra, la maestría con que Penn Warren concibe este gozne de la novela. “¡Ahora escúchenme, paletos! –dice Willie a todos, al final de su arenga–. Se han burlado de ustedes miles de veces igual que de mí, otro paleto como ustedes. […] Soy el paleto que iban a usar para dividir el voto.” Entonces les hace ver que no se prestará a ser faldero: “Ahora estoy parado en mis patas traseras. Hasta un perro puede aprender a hacerlo. ¿Están parados en sus patas traseras? ¿No han aprendido aún a hacerlo?”
Pocos días después, su amante Sadie Burke, todavía impresionada por el discurso de cierre de campaña, le pregunta a Willie, con preocupación, si no teme el castigo de los poderes fácticos. Willie la tranquiliza: “el bien sale del mal”, le recuerda. Así se anuncia la cadena de extorsiones y chantajes con la que, una vez en posesión del cargo, el populista logrará la aquiescencia de la Cámara de Comercio.
A diferencia de Willie Stark, Coriolano nunca quiso saber cómo funciona realmente el mundo. ~
(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).