A finales de junio de 2017, Mark Zuckerberg anunció que Facebook había alcanzado un nuevo nivel: dos mil millones de usuarios activos al mes. Esa cifra, la “métrica” preferida por la compañía para medir su tamaño, significaba que dos mil millones de personas distintas utilizaron Facebook el mes anterior. Es difícil entender lo extraordinario que es esto. Hay que tener en cuenta que thefacebook –el nombre original– se lanzó exclusivamente para alumnos de Harvard en 2004. Ninguna empresa humana, ninguna nueva tecnología ni herramienta o servicio han sido jamás adoptados de una manera tan amplia y rápida. La velocidad de crecimiento excede la del propio internet, no digamos viejas tecnologías como la televisión, el cine o la radio.
También asombroso: a medida que crecía Facebook, la dependencia de los usuarios ha crecido también. El aumento en cifras no va acompañado, como sería de esperar, por un nivel más bajo de compromiso. Al contrario. En los días lejanos de octubre de 2012, cuando Facebook alcanzó los mil millones de usuarios, el 55% de ellos lo utilizaba cada día. Con dos mil millones, el 66% lo hace. Su base de usuarios crece un 18% al año, algo que habría parecido imposible para un negocio ya tan grande. El mayor rival de Facebook en usuarios registrados es YouTube, propiedad de su enemigo mortal Alphabet (la compañía antes conocida como Google), en segundo lugar con mil quinientos millones de usuarios mensuales. Tres de las siguientes cuatro apps más importantes, o servicios, o como queramos llamarlo, son WhatsApp, Messenger e Instagram, con mil doscientos millones, mil doscientos millones y setecientos millones de usuarios respectivamente (la otra es la app china WeChat, con 889 millones de usuarios). Estas tres entidades tienen algo en común: todas son propiedad de Facebook. No es raro que la compañía sea la quinta más valorada en el mundo, con una capitalización bursátil de 445.000 millones de dólares.
Las noticias de Zuckerberg sobre el tamaño de Facebook llegaron con un anuncio que puede o no resultar significativo. Dijo que la empresa estaba cambiando su “declaración de principios”, su versión de la trillada hipocresía que ama la América empresarial. Una interpretación de alguien alejado de Facebook se preguntaría por qué. La conexión se presenta como un fin en sí mismo, algo que es inherente y automáticamente bueno. Pero ¿lo es? Flaubert veía el tren con escepticismo porque pensaba (en la paráfrasis de Julian Barnes) que “el tren solo permitirá que más gente se mueva, se reúna y sea estúpida”. No hace falta ser tan misántropo como Flaubert para preguntarse si algo similar no es cierto cuando hablamos de conectar a gente en Facebook. Por ejemplo, generalmente se acepta que Facebook desempeñó un papel importante e incluso crucial en la elección de Donald Trump. El beneficio para la humanidad no está claro. Esta idea, o algo similar, parece haberle pasado por la cabeza a Zuckerberg, porque la nueva declaración de principios de la compañía apunta a una razón para todas estas conexiones. Dice que la nueva visión es “dar a la gente el poder de construir comunidad y unir el mundo”.
Hmm. La declaración de principios de Alphabet, “organizar la información del mundo y hacerla universalmente accesible y útil”, venía acompañada de la máxima “No seas malo”, que ha sido objeto de ridículo: Steve Jobs la llamó “una chorrada”.
((Cuando Google relanzó Alphabet, “No seas malo” fue sustituida como código oficial corporativo de conducta por “Haz lo correcto”.
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Y es cierto, pero no es solo una chorrada. Muchas compañías, y de hecho industrias enteras, basan su modelo de negocio en ser malas. El negocio de las aseguradoras, por ejemplo, depende de que los aseguradores cobren a los clientes más de lo que vale el seguro; eso tiene sentido, ya que si no lo hicieran no serían viables como empresas. Lo que no lo tiene es la panoplia de técnicas cínicas que muchas compañías de seguros utilizan para evitar, en la medida de lo posible, pagar cuando el acontecimiento asegurado se produce. Pregunta a cualquiera que tenga una propiedad que haya tenido un problema importante. Merece la pena decir “No seas malo”, porque muchas empresas lo son. Esto sucede especialmente en el mundo de internet. Las compañías de internet trabajan en un campo que entienden mal (si es que lo entienden) clientes y reguladores. Lo que hacen, si son buenos, es por definición nuevo. En esa área donde se solapan la novedad, la ignorancia y la falta de regulación, merece la pena recordar a los empleados que no sean malos, porque si la compañía tiene éxito y crece, surgirán muchas oportunidades de ser malo.
Capturar y vender atención
Google y Facebook han estado recorriendo este camino desde el principio. Sus formas de hacerlo son distintas. Un empresario de internet que conozco ha tenido tratos con ambas compañías. “YouTube sabe que tiene muchas cosas sucias y tiene ganas de hacer algún bien para aliviarlo”, me dijo. Le pregunté qué quería decir “sucio”. “Contenido terrorista y extremista, contenido robado, violaciones de copyright. Esa clase de cosas. Pero en mi experiencia Google sabe que hay ambigüedades, dudas morales, en torno a algunas de las cosas que hace, y al menos intentan pensarlo. A Facebook no le importa. Cuando estás en una sala con ellos te das cuenta. Son –se tomó un momento para encontrar la palabra correcta– cutres.”
Puede parecer duro. Ha habido, sin embargo, problemas éticos y ambigüedades en torno a Facebook desde el momento de su creación, un hecho que conocemos porque su creador blogueaba en directo en la época. La escena es tal como se cuenta en La red social, la película de Aaron Sorkin sobre el nacimiento de Facebook. Cuando estaba en su primer año en Harvard, Zuckerberg sufrió una decepción amorosa. ¿Quién no reaccionaría a esto creando una página web donde las fotografías de los alumnos se pusieran unas junto a otras para que los usuarios pudieran votar a los que encontraban más atractivos? (La película hace entender que solo eran las alumnas; en realidad fueron alumnos y alumnas.) La web se llamaba Facemash. En las palabras del gran hombre, en ese momento:
Estoy un poco embriagado, no voy a mentir. ¿Qué más da que no sean ni las diez de la noche, y un martes? ¿Qué? El facebook de la residencia de Kirkland está abierto en mi escritorio y algunas de esas personas tienen unas fotos bastante horrendas. Casi me dan ganas de poner esas caras al lado de algunos animales de granja y que la gente vote para decidir cuál es más atractivo […] Que empiece el hackeo.
Como explica Tim Wu en su original y enérgico The attention merchants, un facebook en el sentido que utiliza aquí Zuckerberg “se refería tradicionalmente a un libro físico que se producía en las universidades estadounidenses para promover la socialización como las tarjetas del estilo de ‘Hola, me llamo…’ hacen en los congresos; las páginas consistían en hileras sobre hileras de fotografías de rostros con el nombre correspondiente”. Harvard ya trabajaba en una versión electrónica de los facebooks de las residencias. La red social más potente, Friendster, ya tenía tres millones de usuarios. La idea de unir esas dos cosas no era totalmente nueva, pero, como dijo Zuckerberg en la época, “Creo que era una tontería que a la universidad le llevara un par de años. Yo puedo hacerlo mejor, y puedo hacerlo en una semana.”
Wu sostiene que capturar y vender atención ha sido el modelo básico para un gran número de empresas modernas, desde los carteles de finales del XIX en París hasta la invención de los periódicos de masas que no ganaban dinero con su circulación sino con la venta de anuncios, pasando por las industrias modernas de la publicidad y la televisión financiada con anuncios. Facebook está en una larga línea de empresas similares, aunque podría ser el ejemplo más puro que ha habido de una compañía cuyo negocio consiste en capturar y vender atención. En su creación participaron muy pocas ideas nuevas. Como observa Wu, Facebook es “una empresa con una ratio tremendamente baja de invención con respecto al éxito”. Lo que Zuckerberg tenía en vez de originalidad era la capacidad de hacer las cosas y de ver los asuntos con claridad. Lo crucial de las start-ups de internet es que pueden ejecutar planes y adaptarse a las circunstancias cambiantes. La habilidad de Zuck para hacer eso –para contratar a ingenieros con talento y manejarse entre las tendencias amplias de su industria– es lo que ha llevado a la compañía al lugar en el que está ahora. Las dos compañías enormes que están bajo el ala gigante de Facebook, Instagram y WhatsApp, fueron compradas por mil y diecinueve mil millones respectivamente, en un momento en el que no generaban ingresos. Ningún banquero o analista o sabio le habría dicho a Zuckerberg cuánto valían esas adquisiciones; nadie lo sabía mejor que él. Podía ver hacia dónde iban las cosas y ayudar a que llegaran allí. Ese talento resultó valer varios cientos de miles de millones de dólares.
El brillante retrato que hace Jesse Eisenberg de Zuckerberg en La red social induce a la confusión, sostiene Antonio García Martínez, exmánager de Facebook, en Chaos monkeys, su libro cáustico y entretenido sobre el tiempo que pasó en la compañía. El Zuckerberg de la película es un personaje muy creíble, un genio informático en algún lugar del espectro autista con habilidades sociales que oscilan entre el mínimo y lo inexistente. Pero el hombre no es realmente así. En la vida real, Zuckerberg estudiaba un título centrado en informática y –esto es la parte que la gente tiende a olvidar– psicología. La gente que está en el espectro autista tiene una idea limitada de cómo funciona la mente de otras personas; los autistas, se ha dicho, no tienen una “teoría de la mente”. No es el caso de Zuckerberg. Es muy consciente de cómo funciona la mente de otras personas y en particular de la dinámica social de la popularidad y el estatus. El lanzamiento inicial de Facebook quedó limitado a gente con una dirección de correo electrónico de Harvard; la intención era que el acceso pareciera exclusivo y aspiracional. (Y también controlar el tráfico de la web para que los servidores no se cayeran nunca. La psicología y la informática van de la mano.) Luego se extendió a otros campus de élite de Estados Unidos. Cuando se lanzó en Reino Unido, se limitó a Oxbridge y la London School of Economics. La idea era que la gente quería mirar lo que hacía otra gente como ellos, ver sus redes sociales, compararse, jactarse y presumir, desplegar cada momento de anhelo y envidia, apretar la nariz contra el escaparate de confitería que es la vida de los otros.
Este foco atrajo la atención del primer inversor externo de Facebook, el ahora infame billonario de Silicon Valley Peter Thiel. De nuevo, La red social lo cuenta bien: la inversión de quinientos mil dólares de Thiel fue crucial para el éxito de la compañía. Pero hubo una razón particular por la que Facebook llamó la atención de Thiel, y se vincula a una rama de la historia intelectual. En el curso de sus estudios en Stanford –se licenció en filosofía– Thiel se interesó por las ideas del filósofo francés afincado en Estados Unidos René Girard, tal como las contaba en su libro más influyente, Cosas ocultas desde la fundación del mundo. La idea más importante de Girard era algo que llamó “deseo mimético”. Los seres humanos nacen con una necesidad de comida y refugio. Una vez que esas necesidades fundamentales de la vida están satisfechas, buscamos y miramos lo que hacen y desean los demás, y lo copiamos. En el resumen de Thiel, la idea es que “la imitación está en la raíz de todo comportamiento”.
Girard era cristiano, y su visión de la naturaleza humana es que ha caído. No sabemos lo que queremos o somos; en realidad no tenemos valores o creencias propios; lo que tenemos en vez de eso es un instinto de copiar y comparar. Somos el homo mimeticus. “El hombre es la criatura que no sabe qué desear, y que mira a los demás para decidirse. Deseamos lo que desean los demás porque imitamos sus deseos.” Mirad, chicos, y comparad. La razón por la que Thiel se lanzó hacia Facebook con tanto entusiasmo fue que vio allí un negocio profundamente girardiano: se basaba en la necesidad de copiar que tenía la gente. “Facebook se extendió al principio por el boca a boca, y trata del boca a boca, es mimético por partida doble”, dijo. “Las redes sociales resultaron ser más importantes de lo que parecían, porque tratan de nuestra naturaleza.” Queremos ser y ser vistos, y Facebook es la herramienta más popular que la humanidad ha tenido nunca con la que hacer eso.
Noticias falsas y construcción de comunidades
La visión de la naturaleza humana implicada en estas ideas es bastante oscura. Si lo único que quiere la gente es mirar a los demás para compararse y copiar lo que quieren –si esa es la verdad final y más profunda sobre la humanidad y sus motivaciones–, Facebook no tiene que preocuparse demasiado del bienestar de la humanidad, porque todo lo malo que nos ocurre son cosas que nos hacemos a nosotros mismos. Pese al tono edificante de su declaración de principios, Facebook es una compañía cuya premisa esencial es misántropa. Quizá por esa razón Facebook, más que cualquier otra compañía de su tamaño, tiene un hilo de maldad que corre por su historia. La versión más comentada y escandalosa ha llegado en la forma de incidentes como la emisión en directo de violaciones, suicidios, asesinatos y matanzas de policías. Pero esta es una de las áreas donde Facebook me parece relativamente libre de culpa. La gente emite en directo ahí esas cosas terribles porque tiene la mayor audiencia; si Snapchat o Periscope fueran más grandes, lo haría allí.
En muchas otras áreas, sin embargo, el sitio está lejos de ser inocente. Las críticas más recientes y comentadas de la compañía derivan de su papel en la elección de Trump. Hay dos componentes en esto, uno implícito en la naturaleza del sitio, que tiene una tendencia inherente a atomizar y fragmentar a sus usuarios en grupos de mentalidad similar. La misión de “conectar” acaba significando, en la práctica, conectar con gente que está de acuerdo contigo. No podemos demostrar lo peligrosos que esos “filtros burbujas” son para nuestras sociedades, pero parece claro que tienen un impacto severo en nuestra comunidad política crecientemente fragmentada. Nuestra concepción del “nosotros” se vuelve más estrecha.
Esta fragmentación creó las condiciones para la segunda hilera de culpabilidad de Facebook en los desastres políticos angloamericanos de 2016. Los términos compuestos para estos fenómenos son “noticias falsas” y “posverdad”, y los ha hecho posible la sustitución de un ágora general de debate público por distintos búnkeres ideológicos. En el mundo real, las noticias falsas se pueden debatir y desmontar; en Facebook, si no eres miembro de una comunidad que recibe las mentiras, es bastante posible que nunca sepas que están en circulación. Es crucial para esto que Facebook no tenga un interés financiero en decir la verdad. Ninguna compañía ejemplifica mejor el dictum de la era de internet de que si el producto es gratis, tú eres el producto. Los clientes de Facebook no son la gente que está en la web: sus clientes son los anunciantes que utilizan su red y que disfrutan de su capacidad para dirigir anuncios a audiencias receptivas. ¿Por qué debería preocuparse Facebook si las noticias que se difunden en su web son falsas? Su interés es el público, no el contenido. Esta es probablemente una de las razones para el cambio en la declaración de intenciones de la compañía. Si tu único interés es conectar a la gente, ¿por qué preocuparte por las falsedades? Puede que sean mejores incluso que la verdad, porque son más rápidas a la hora de identificar a quienes piensan de forma similar. La nueva ambición de “construir comunidades” hace que parezca que la compañía tiene más interés en la consecuencia de las conexiones que produce.
Las noticias falsas no son, como ha reconocido Facebook, la única manera en que la página se utilizó para influir en el resultado de las elecciones presidenciales de 2016. El 6 de enero de 2017 el director de inteligencia nacional publicó un informe que decía que los rusos habían emprendido una campaña de desinformación en internet para desacreditar a Hillary Clinton y ayudar a Trump. “La campaña de influencia de Moscú siguió una estrategia de mensajería rusa que combina operaciones militares encubiertas –como ciberactividad– con esfuerzos declarados por parte de las agencias gubernamentales rusas, medios financiados con dinero público, terceros que ejercen de intermediarios y usuarios pagados de las redes sociales o trolls”, decía el informe. A finales de abril, Facebook admitió esta (por entonces) verdad bastante obvia, en un texto interesante que publicó su división de seguridad interna. “Fake news”, o noticias falsas, sostiene, es un término inútil y amplio porque la desinformación se extiende de maneras distintas.
Operaciones de información (o influencia): acciones que realizan los gobiernos o actores no estatales organizados para distorsionar la opinión política doméstica o extranjera.
Noticias falsas: Artículos noticiosos que se presentan como respetuosos con los hechos, pero que contienen errores factuales intencionados, con el propósito de provocar pasiones, atraer la atención o engañar.
Falsos amplificadores: Actividad coordinada de cuentas no autentificadas con la intención de manipular la discusión política (por ejemplo, desalentando a grupos concretos para que no participen en el debate, o amplificando voces sensacionalistas por encima de las otras).
Desinformación: Información/contenido manipulados o imprecisos, que se extiende de manera intencional. Esto puede incluir noticias falsas, o puede entrañar métodos más sutiles, como las operaciones de falsa bandera, dar citas o relatos imprecisos a intermediarios inocentes, o amplificar a sabiendas información parcial o equívoca.
La compañía promete tratar este problema o conjunto de problemas con tanta seriedad como trata otros problemas como el malware, el hackeo de cuentas y el spam. Veremos. La noticia falsa de uno es decir la verdad para otro, y Facebook se esfuerza en evitar la responsabilidad por el contenido de su web –salvo en el contenido sexual, sobre el que es muy severo–. Ningún pezón a la vista. Es una extraña combinación de prioridades, que solo tiene sentido en un contexto estadounidense, donde cualquier sombra de sexualidad explícita daría inmediatamente a la página una reputación de inmoralidad. Las fotos de mujeres que dan el pecho se prohíben y se retiran rápidamente. Con las mentiras y la propaganda no hay problema.
La clave para entenderlo es pensar en lo que quieren los anunciantes: no quieren aparecer junto a fotografías de pechos porque eso dañaría su marca, pero no les importa aparecer junto a mentiras porque las mentiras pueden ayudarles a encontrar a los consumidores que buscan. En Move fast and break things, su polémica contra “los ladrones de la era digital”, Jonathan Taplin señala un análisis en Buzzfeed: “En los últimos tres meses de la campaña presidencial estadounidense, las noticias falsas de más éxito generaron más implicación que las de medios importantes como el New York Times, el Washington Post, el Huffington Post y otros.” No parece un problema que Facebook tenga ninguna prisa por solucionar.
El hecho es que el contenido fraudulento y robado abunda en Facebook y a la compañía no le importa mucho, porque no está en sus intereses que lo haga. Buena parte del contenido en vídeo del sitio es robado a la gente que lo creó. Un vídeo iluminador de Kurzgesagt, una empresa alemana que hace breves películas explicativas de alta calidad, señala que en 2015, 725 de los mil vídeos más vistos de Facebook eran robados. Esta es otra zona donde los intereses de Facebook contradicen los de la sociedad. Podemos tener colectivamente un interés en sostener un trabajo creativo e imaginativo de muchas formas distintas y en muchas plataformas. Facebook no lo hace. Tiene dos prioridades, como explica Martínez en Chaos monkeys: el crecimiento y la monetización. No le importa de dónde viene el contenido. Solo ahora empieza a importarle la percepción de que buena parte del contenido sea fraudulento, porque si esa percepción se volviera general, podría afectar a la cantidad de confianza y por tanto a la cantidad de tiempo que la gente dedica al sitio.
El propio Zuckerberg ha hablado sobre este asunto en un post de Facebook que trataba el asunto de “Facebook y la elección”. Tras cierta cantidad de trilladas sandeces (“Nuestro objetivo es dar a cada persona una voz. Creemos mucho en la gente”), llega al centro. “De todo el contenido de Facebook, más del 99% de lo que ve la gente es auténtico. Solo una parte muy pequeña son noticias falsas y estafas.” Más de un usuario de Facebook señaló que, en su propio muro de noticias, el post de Facebook de Zuckerberg estaba junto a noticias falsas. En un caso, la noticia falsa pretendía ser del canal televisivo deportivo espn. Cuando pinchaban, llevaba a los usuarios a un anuncio que vendía un suplemento nutricional. Como ha señalado el escritor Doc Searls, es un doble fraude, “mentiras descaradas de una fuente fingida”, y no es poca cosa tener eso al lado del jefe de Facebook presumiendo de la falta de fraude. Incluso Williams, cofundador de Twitter y fundador de la web especializada en piezas largas Medium, encontró el mismo post de Zuckerberg junto a otra falsa historia de la espn y otra noticia falsa que aseguraba ser de la cnn y que anunciaba que el Congreso había apartado a Trump de su cargo. Cuando pinchabas, te llevaba a una compañía que ofrecía un programa de doce semanas para fortalecer los dedos los pies. (Sí: fortalecer los dedos de los pies.) Aun así, sabemos que Zuck cree en la gente. Eso es lo principal.
Facebook, empresa publicitaria
Un observador neutral podría preguntarse si la actitud de Facebook hacia los creadores de contenidos es sostenible. Facebook necesita contenidos, obviamente, porque en eso consiste el sitio: contenido que ha creado otra gente. Lo que pasa es que no le gusta mucho que nadie, aparte de Facebook, gane dinero con esos contenidos. Con el tiempo, esa actitud es profundamente destructiva para las industrias creativa y mediática. El acceso al público –esos dos mil millones de personas, una cifra que carece de precedentes– es maravilloso, pero Facebook no tiene ninguna prisa en ayudarte a que ganes dinero con él. Si al final todos los creadores de contenidos se arruinan, bueno, quizá no sea un gran problema. Hay, por ahora, muchos proveedores dispuestos: cualquiera que esté en Facebook trabaja en cierto modo para Facebook, añadiendo valor a la compañía. En 2014, el New York Times hizo las cuentas y descubrió que la humanidad estaba pasando 39.757 años en la página, cada día. Jonathan Taplin señala que esto son “casi quince millones de años de trabajo gratis al año”. Eso era cuando solo había mil doscientos treinta millones de usuarios.
Taplin ha trabajando en la universidad y en la industria del cine. La razón por la que tiene una opinión tan contundente sobre estas cuestiones es que empezó en la música, como mánager de The Band, y vio cómo internet destruía esa industria. Lo que en 1999 era una industria de veinte mil millones de dólares era una industria de siete mil millones de dólares quince años más tarde. Vio cómo músicos que se ganaban bien la vida caían en la pobreza. Esto no ocurrió porque la gente hubiera dejado de escuchar su música –más gente que nunca lo hacía– sino porque la música se había convertido en algo que la gente esperaba tener gratis. YouTube es la mayor fuente de música en el mundo, suenan miles de millones de canciones cada año, pero en 2015 los músicos ganaron menos de él y de sus rivales que funcionan a base de anuncios de lo que ganaron con las ventas de vinilos. No con las ventas de cd o grabaciones en general: con el vinilo.
Algo similar ha ocurrido en el mundo del periodismo. En esencia, Facebook es una compañía publicitaria que es indiferente al contenido de su página web salvo en la medida en que ayuda a orientar y vender anuncios. Funciona una versión de la ley de Gresham, según la cual las noticias falsas, que tienen más clics y se producen gratuitamente, apartan a las noticias de verdad, que a menudo dicen a la gente cosas que no quieren oír y son caras de producir. Además, Facebook utiliza una amplia cantidad de trucos para incrementar el tráfico y los ingresos de los anuncios, a expensas de las instituciones productoras de noticias cuyo contenido alberga. Las noticias que publica dirigen el tráfico no a partir de tus intereses, sino buscando cómo obtener de ti los mayores ingresos publicitarios. En septiembre de 2016, Alan Rusbridger, el exdirector del Guardian, dijo en un congreso del Financial Times que Facebook se había “llevado veintisiete millones de dólares” de los ingresos publicitarios que el periódico había proyectado para ese año. “Se están llevando todo el dinero porque tienen algoritmos que no entendemos, que son un filtro entre lo que hacemos y cómo lo recibe la gente.”
Esto va al centro del asunto de lo que es y lo que hace Facebook. Pese a todo lo que se dice sobre conectar a la gente, crear comunidad y creer en la gente, Facebook es una compañía publicitaria. Martínez da la versión más clara de cómo terminó así, y cómo funciona la publicidad de Facebook. En los primeros años de Facebook, Zuckerberg estaba mucho más interesado en el crecimiento de la compañía que en su monetización. Eso cambió cuando Facebook fue en busca de un dinero en su primera salida a bolsa, el día brillante en el que las acciones de un negocio se venden por primera vez entre el público general. Este es un momento decisivo para cualquier empresa que empieza: en el caso de muchos trabajadores de la industria tecnológica, la esperanza y las expectativas asociadas con “salir a bolsa” es lo que los atraía a su empresa en primera instancia y/o lo que los ha mantenido pegados a su lugar de trabajo. Es el momento en el que el dinero nocional de una empresa incipiente se convierte en el dinero real de una compañía pública.
Martínez estaba ahí en el mismo momento en que Zuck reunió a todo el mundo para decir que iban a salir a bolsa, el momento en que todos los empleados de Facebook sabían que iban a hacerse ricos:
Había elegido un asiento detrás de dos personas, que averiguaciones posteriores revelaron como Chris Cox, jefe de producto en fb, y Naomi Gleit, una licenciada de Harvard que había entrado como empleada número 29 y de la que ahora se decía que era la empleada que más tiempo llevaba aparte de Mark.
Naomi, mientras hablaba con Cox, tecleaba en su portátil, y prestaba poca atención a la arenga de Zuck. Miré la pantalla por encima de su hombro. Bajaba un email con varios links, y progresivamente pinchaba cada uno, que se convertía en otra ventana en la pantalla. Cuando terminó el pinchatón, empezó a pasearse por cada uno con ojo evaluador. Eran anuncios inmobiliarios, cada uno de una propiedad distinta en San Francisco.
Martínez tomó nota de una de las propiedades y la buscó más tarde. Precio: 2,4 millones de dólares. Es fascinante, y fascinantemente amargo, cuando habla de las diferencias de clase y estatus en Silicon Valley, en particular del asunto nunca debatido en público de la enorme brecha entre los primeros empleados de la compañía, que a menudo se han vuelto incomprensiblemente ricos, y los salarios de esclavitud de quienes se han unido a la firma más tarde. “El protocolo es no hablar de eso en público.” Pero, como Bonnie Brown, masajista en los primeros tiempos de Google, escribió en su libro de memorias, “se desarrolló un agudo contraste entre los googleros que trabajaban juntos. Mientras uno buscaba horarios de películas en el monitor, el otro reservaba un viaje a Belice para el fin de semana. ¿Cómo iba a sonar la conversación el lunes por la mañana?”
Cuando llegó el momento de la salida a bolsa, Facebook necesitaba pasar de ser una compañía que crecía de manera asombrosa a otra que ganaba una cantidad asombrosa de dinero. Ya ganaba algo, gracias a su mero tamaño –como observa Martínez, “mil millones de cualquier cosa es una cifra grande de cojones”–, pero no lo suficiente como para garantizar una evaluación espectacular en el lanzamiento. Fue en ese momento cuando la cuestión de cómo monetizar Facebook centró la atención completa de Zuckerberg. Es interesante, y un mérito suyo, que no hubiera pensado mucho en ello antes, quizá porque el dinero en sí no le interesa especialmente. Pero sí que le gusta ganar.
La solución era tomar la enorme cantidad de información que Facebook tiene sobre su “comunidad” y utilizarla para que los anunciantes dirijan los anuncios con una especificidad nunca conocida antes, en ningún medio. Martínez: “Puede ser demográfica (por ejemplo, mujeres de treinta o cuarenta años), geográfica (gente que viva a siete kilómetros de Sarasota, Florida) o basarse en los datos del perfil (¿tienes hijos?; es decir: ¿estás en el segmento de madres?).” Taplin hace la misma observación.
Si quiero llegar a mujeres de entre veinticinco y treinta años en el código postal 37206 a quienes les gusta la música country y beber bourbon, Facebook puede hacerlo. Además, Facebook puede conseguir con frecuencia que amigos de esas mujeres posteen un “relato patrocinado” en las noticias de un consumidor que forme parte del target, de manera que no parezca un anuncio. Como dijo Zuckerberg cuando introdujo los Facebook Ads, “nada influye más a la gente que la recomendación de un amigo en quien confían. Un referente en quien se confía es el Santo Grial de la publicidad.”
Esa fue la primera fase del proceso de monetización de Facebook, cuando convirtió su gigantesca escala en una máquina de hacer dinero. La compañía ofreció a los anunciantes una herramienta cuya precisión carecía de precedentes para dirigir sus anuncios a consumidores particulares. (También se pueden buscar segmentos particulares de los consumidores para dirigirse a ellos con precisión completa. Un ejemplo de 2016 fue un anuncio contra Clinton que repetía un célebre discurso de 1996 sobre los “superpredadores”. El anuncio se envió a votantes afroamericanos en áreas en las que los republicanos intentaban, luego se vio que con éxito, debilitar el voto demócrata. Nadie más vio estos anuncios.)
El segundo gran cambio en torno a la monetización se produjo en 2012, cuando el tráfico de internet empezó a apartarse de los ordenadores a los móviles. Si donde más lees online es en un escritorio, perteneces a una minoría. El cambio era un desastre potencial para todos los negocios que dependían de la publicidad en internet, porque a la gente no le gustan mucho los anuncios móviles, y tenían muchas menos posibilidades de pinchar ahí que en el escritorio. En otras palabras, aunque el tráfico general de internet aumentaba rápidamente, porque el crecimiento llegaba de los móviles, el tráfico se volvía proporcionalmente menos valioso. Si la tendencia continuaba, todos los negocios de internet que dependían de que la gente pinchara en links –es decir, casi todos, pero especialmente gigantes como Google y Facebook– valdrían mucho menos dinero.
Facebook resolvió el problema a través de una técnica llamada onboarding. Tal como lo explica Martínez, la mejor manera de pensar en ello es considerar las distintas formas de nombres y direcciones.
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Antonio García Martínez
1 Clarence Place #13
San Francisco, CA, 94107
Si quiere llegar a mi móvil, mi nombre allí es:
384000000-8cf0-11bd-b23-10b96e40000d
Esa es la identificación casi inmutable de mi aparato, emitido cientos de veces al día en intercambios de anuncios móviles.
En mi portátil, mi nombre es este: 07J6yJPMB9ju Towar.AWXGQnGPA1MCmThgb9wN4vLoUpg.BUUtWg.rg.FTN.0.AWUxZtUf
Este es el contenido en el código de redirección de Facebook, que se utiliza para dirigir anuncios a partir de tu historial de exploraciones en el móvil.
Aunque no resulte obvio, cada una de esas claves está asociada con una abundancia de datos de conducta personal: cada página web en la que hemos entrado, muchas cosas que hemos comprado en tiendas físicas, y cada app que hemos empleado y qué hicimos allí… Lo más importante en el marketing actual, lo que genera decenas de miles de millones en inversión e infinitos planes en los intestinos de Facebook, Google, Amazon y Apple, es cómo atar esos distintos grupos de nombres juntos, y quién controla los links. Eso es todo.
Facebook ya tenía una enorme cantidad de información sobre la gente y sus redes sociales y sus proclamados gustos y disgustos.
((Atención al “proclamados”. Como señala Seth Stephens-Davidowitz en su nuevo libro, Everybody lies, los investigadores han estudiado la diferencia entre el lenguaje utilizado en Google, donde la gente tiende a decir la verdad porque busca respuestas de manera anónima, y el lenguaje que utiliza en Facebook, donde la gente proyecta una imagen. En Facebook los términos más comunes asociados con la frase “mi marido es…” son “el mejor”, “mi mejor amigo”, “genial”, “el más grande” y “muy mono”. En Google, los cinco son “genial”, “un gilipollas”, “irritante”, “gay” y “mezquino”. Sería interesante ver si hay un marido que cumple toda la colección de Google y es un gilipollas genial, irritante, gay y mezquino.
))
Tras darse cuenta de la importancia de la monetización, añadieron a sus propios datos un enorme nuevo almacén sobre el comportamiento offline en la vida real, adquirido a través de asociaciones con grandes empresas como Experian, que llevan décadas estudiando las compras de los consumidores a través de sus relaciones con firmas de marketing directo, compañías de tarjetas de crédito y minoristas. No parece haber una descripción de esas firmas en una sola palabra: “agencias de crédito de consumo” o algo similar lo resume. Que su alcance sea mucho más amplio les da sentido.
((Un ejemplo de su obra es el sistema “Mosaic” de Experian, que se emplea para caracterizar segmentos de consumidores, y que divide a la población en 66 segmentos de “Cafés y zonas” a “Ático chic”, “Abuelos clásicos” y “Gente que alquila en la ruta del Bus”.
))
Experian dice que sus datos se basan en más de 850 millones de registros y dice tener información de 49,7 millones de adultos británicos que viven en 25,2 millones de hogares de 1,74 millones de códigos postales. Esas firmas saben todo lo que deben saber de tu nombre y dirección, el estado de tu relación, y todo aquello por lo que hayas pagado con una tarjeta. Facebook podía averiguar tu identidad con el único artilugio identificador en tu teléfono.
Eso fue crucial para la nueva rentabilidad de Facebook. En los móviles, la gente tiende a preferir internet a las apps, que encierran la información que reúnen sin compartirla con otras compañías. Es poco probable que una app de juegos en tu teléfono sepa nada de ti salvo el nivel que has alcanzado en ese juego particular. Pero, como todo el mundo está en Facebook, la compañía conoce el identificador telefónico de todo el mundo. Podía montar un servidor de anuncios que diera anuncios mejores y más elegantes de lo que nadie pudiese lograr, y lo hacía de una manera más elegante y mejor integrada que nadie antes.
Así que Facebook conoce la identidad de tu teléfono y puede unirla a la identidad de tu Facebook. Une esto al resto de tu actividad online: no solo cada web que hayas visitado nunca: también si has pinchado o no. Como el botón de Facebook es prácticamente ubicuo en la red, esto significa que Facebook te ve, en todas partes. Ahora, gracias a sus alianzas con las empresas de crédito a la antigua usanza, Facebook sabía quién era todo el mundo, dónde vivía y todo lo que había comprado con tarjeta en una tienda física.
((He de decir que la información se acumula antes de que se intercambien, así que aunque las compañías respectivas lo sepan todo de ti y lo compartan, lo hacen bajo seudónimo. O seudoseudónimo: se puede discutir hasta qué punto es anónima esta forma de anonimato.
))
Toda esta información se usa con un propósito que, en el análisis final, es profundamente anticlimático. Venderte cosas a través de los anuncios online.
Los anuncios funcionan siguiendo dos modelos. En uno de ellos, los anunciantes piden a Facebook que busquen consumidores de un grupo demográfico particular: nuestra treintañera aficionada al bourbon y al country, o el afroamericano de Filadelfia que tenía dudas sobre Hillary. Pero Facebook también distribuye anuncios a través de un proceso de subastas online, que se producen en tiempo real cada vez que pinchas en una página web. Como todas las webs que has visitado (más o menos) han plantado una cookie en tu navegador, cuando vas a una página nueva, hay una subasta en tiempo real, en millonésimas de segundo, para decidir cuánto valen tus ojos y qué anuncios habría que darles, según lo que se sabe de tus intereses, nivel de renta y lo que sea. Esa es la razón por la que los anuncios tienen esa tendencia desconcertante a seguirte, de modo que si buscas una nueva tele, unos zapatos o un destino vacacional, siguen apareciendo en cada sitio que visitas semanas más tarde. Así fue cómo, echando talento y recursos al problema, Facebook pudo transformar el móvil –un potencial desastre en términos de ingresos– en un géiser humeante y cálido de beneficios.
Lo que esto significa es que todavía más que en el negocio publicitario Facebook está en el negocio de la vigilancia. Sabe mucho más de ti que el gobierno más intrusivo ha sabido nunca de sus ciudadanos. Es asombroso que la gente todavía no haya entendido esto de la compañía. He dedicado tiempo a pensar en Facebook, y lo que siempre me llama la atención es que sus usuarios no se dan cuenta de lo que hace la compañía. Lo que Facebook hace es observarte, y luego utilizar lo que sabe de ti y tu comportamiento para vender anuncios. No estoy seguro de que haya existido alguna vez una desconexión más profunda entre lo que una compañía dice que hace –“conectar”, “construir comunidades”– y la realidad comercial. Observa que el conocimiento que la compañía tiene de sus usuarios no se emplea solo para dirigir anuncios sino para dar forma al flujo de noticias hacia ellos. Como hay tanto contenido que se sube al sitio, los algoritmos que se utilizan para filtrar y dirigir ese contenido son lo que determinan lo que ves: la gente cree que sus noticias tienen que ver sobre todo con sus amigos e intereses, y en cierto modo es así, con el matiz crucial de que son sus amigos e intereses mediados por los intereses comerciales de Facebook. Tus ojos son dirigidos hacia el lugar donde resultan más valiosos para Facebook.
Nuevos monopolios
Me pregunto qué ocurrirá cuando esto se sepa, si es que se sabe. La historia de los mercaderes de atención de Wu muestra que hay un patrón sugerente: que, con más frecuencia que otra cosa, a un boom le sigue un retroceso, que un periodo de crecimiento exclusivo estimula una reacción pública y a veces legislativa. El primer ejemplo de Wu son las draconianas leyes anticarteles que se introdujeron en París a comienzos del siglo XX (y que siguen en vigor: una razón por la que la ciudad, según los estándares contemporáneos, no ha sido desfigurada por los anuncios). Como dice Wu, “cuando el bien en cuestión es el acceso a la mente de las personas, la búsqueda perpetua del crecimiento asegura que las formas de reacción, importantes y menores, sean inevitables”. A una forma menor de este fenómeno Wu la llama “el efecto de la desilusión”.
Facebook parece vulnerable a esos efectos de la desilusión. Un lugar en el que es probable que empiecen es en el área nuclear del modelo de negocio: la venta de anuncios. La publicidad que vende es “programática”, es decir, determinada por algoritmos informáticos que unen al usuario con el anunciante y distribuyen anuncios según eso, a través de la dirección y/o de las subastas online. El problema desde el punto de vista del cliente –recuerda, el cliente es el anunciante, no el usuario de Facebook– es que muchos de los clics en los anuncios son falsos. Hay una divergencia de intereses. Facebook quiere clics, porque así es como recibe dinero. Pero ¿y si los clics no son reales sino automáticos y vienen de cuentas falsas que llevan bots informáticos? Es un problema bien conocido, que afecta de manera particular a Google, porque es fácil crear un sitio, permitir que albergue anuncios programáticos, luego poner un bot que pinche en esos anuncios y recaudar el dinero. En Facebook lo más probable es que esos clics fraudulentos vengan de los competidores que intenten subir los costes de los demás.
La publicación de la industria Ad Week calcula el coste anual del fraude en los clics en siete mil millones de dólares, una sexta parte de todo el mercado. Un solo sitio fraudulento, Methbot, cuya existencia tenía que haber concluido a finales del año pasado, utiliza una red de ordenadores hackeados para generar clics fraudulentos con un valor de entre tres y cinco millones de dólares al día. Los cálculos de la cuota de mercado de fraude varían, algunas estimaciones llegan al 50%; algunos propietarios de webs dicen que sus propios datos indican una cuota de clics fraudulentos del 90%. Esto no es en modo alguno un problema de Facebook, pero no cuesta imaginar que podría conducir a una revuelta contra la ad tec, como se suele conocer esta tecnología, por parte de las compañías que pagan por ella. He oído a académicos especializados en este campo decir que hay una forma de pensamiento colectivo corporativo en el mundo de los grandes compradores de anuncios, que son ahora responsables de dirigir grandes partes de sus presupuestos a Facebook. Esta mentalidad podría cambiar. Además, muchos de los números de Facebook están inclinados para tomar la luz en el ángulo que los haga parecer más brillantes. Se cuenta un vídeo como “visto” en Facebook si se ve tres segundos, aunque el usuario vaya bajando en el muro y el sonido no esté activado. Si se contara con las técnicas que se emplean para medir las audiencias televisivas, muchos vídeos de fb con millones de “visionados” no tendrían espectadores.
Una revuelta de clientes podría solaparse con una reacción de reguladores y gobiernos. Google y Facebook tienen lo que equivale a un monopolio de la publicidad digital. Ese poder monopolístico se vuelve más y más importante a medida que los gastos en anuncios se trasladan al mundo online. Entre los dos, han destruido grandes secciones de la industria periodística. Facebook ha hecho mucho por rebajar la calidad del debate público y para asegurarse de que es más fácil que nunca decir lo que Hitler llamaba aprobadoramente “grandes mentiras” y lanzarlas a una gran audiencia. La compañía no tiene ninguna necesidad empresarial de preocuparse por eso, pero es el tipo de asunto que podría atraer la atención de los reguladores.
Esta no es la única amenaza externa al duopolio de Google/Facebook. La actitud estadounidense hacia las leyes antitrust debe mucho a Robert Bork, el juez a quien Reagan nominó para el Tribunal Supremo pero que el Senado no confirmó. La posición legal más importante de Bork afecta el área de la ley de la competencia. Promulgó la doctrina de que la única forma de acción anticompetitiva que importa tiene que ver con los precios que pagan los consumidores. Su idea era que si el precio cae, eso significa que el mercado funciona, y no hay que afrontar cuestiones de monopolio. Esta filosofía todavía da forma a actitudes regulatorias en Estados Unidos y es la razón por la que, por ejemplo, los reguladores no hayan molestado a Amazon a pesar de la clara posición monopolística que tiene en el mundo de la venta online, sobre todo en los libros.
Las grandes empresas de internet parecen invulnerables en este estrecho terreno. O lo parecen hasta que consideras la cuestión del precio individual. El enorme rastro de datos que todos dejamos cuando nos movemos por internet se utiliza cada vez más para dirigirnos con precios que no son como las etiquetas que se pegan a los bienes en una tienda. Al contrario, son dinámicos, y se mueven siguiendo nuestra percibida capacidad de pago.
((La idea de un mismo precio para todo el mundo es relativamente reciente. Se atribuye a John Wanamaker haber llegado a la idea de las etiquetas de precio fijo en Filadelfia en 1861. El concepto venía de los cuáqueros, que pensaban que a todo el mundo se le debe tratar igual.
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Cuatro investigadores que trabajan en España estudiaron el fenómeno creando personalidades autómatas que se comportaran como si, en un caso, estuvieran “preocupados por el presupuesto” y, en otro, fueran “prósperos”, y luego comparando si su comportamiento distinto conducía a distintos precios. Lo hizo: una búsqueda de auriculares produjo un conjunto de resultados que eran de media cuatro veces más caros para la persona próspera. Una web de descuentos en billetes de avión tenía precios más altos para el cliente próspero. En general, la ubicación del buscador hacía que los precios variasen hasta un 166%. Así que en resumen, sí, los precios personalizados son una cosa, y la capacidad de crearlos depende de cómo nos rastreen por internet. Eso me parece una violación prima facie de las leyes de monopolio estadounidenses posteriores a Bork, centradas como están totalmente en el precio. Es divertido, y también algo grotesco, que un aparato de vigilancia de consumidores cuya magnitud carece de antecedentes esté bien, pero que un aparato de vigilancia de consumidores cuya magnitud carece de antecedentes y hace que alguna gente pague precios más altos pueda ser ilegal.
Quizá la mayor amenaza potencial para Facebook es que sus usuarios dejen de entrar. Dos mil millones de usuarios activos al mes son mucha gente, y los “efectos de red” –la escala de la conectividad– son, obviamente, extraordinarios. Pero hay otras compañías de internet que conectan a la gente en la misma escala –Snapchat tiene 166 millones de usuarios al día, Twitter 328 millones de usuarios al mes– y, como hemos visto en la desaparición de Myspace, el que fuera líder en redes sociales, cuando la gente cambia de idea sobre un servicio, puede irse rápidamente.
Por esa razón, si se entendiera de forma general que el modelo de negocio de Facebook se basa en la vigilancia, la compañía estaría en peligro. La única vez que Facebook preguntó a sus usuarios sobre el modelo de vigilancia fue en 2011, cuando propuso un cambio en sus términos y condiciones: el cambio que sostiene el patrón actual para el uso de los datos. El resultado de la encuesta fue claro: el 90% de los votos estaba en contra de los cambios. Facebook siguió adelante y los hizo de todos modos, basándose en que había votado muy poca gente. No hay ninguna sorpresa ahí, ni en el poco aprecio de los usuarios ni en la indiferencia de la compañía a ese disgusto. Pero esto es algo que podría cambiar.
Lo otro que podría pasar a nivel de los usuarios individuales es que la gente deje de emplear Facebook porque provoca infelicidad. No es el mismo asunto que el escándalo de 2014, cuando se supo que los científicos sociales de la compañía habían manipulado deliberadamente algunos muros de noticias de la gente para ver qué efecto, si lo había, tenía en sus emociones. El informe resultante, publicado en los Proceedings of the National Academy of Sciences, era un estudio de “contagio social”, o la transferencia de emoción entre grupos de gente, como resultado de un cambio en la naturaleza de las historias vistas por 689.003 usuarios en Facebook. “Cuando se reducían las expresiones positivas, se producía el patrón opuesto. Estos resultados indican que las emociones que expresan otros en Facebook influyen sobre nuestras propias emociones, lo que constituye una prueba experimental para el contagio a una escala masiva a través de las redes sociales.” Los científicos no parecen haber pensado cómo sería recibida esta información, y se habló mucho de esto un tiempo.
Quizás el hecho de que la gente conociera esa historia distrajo accidentalmente la atención de lo que debería haber sido un escándalo más amplio, revelado este año en un estudio del American Journal of Epidemiology. El estudio se titulaba “Association of Facebook use compromised well-being: A longitudinal study”. Los investigadores descubrieron, sencillamente, que cuanto más usa Facebook la gente, más infeliz es. Además, descubrieron que el efecto positivo de las interacciones en el mundo real, que incrementan el bienestar, recibía el paralelo exacto de las “asociaciones negativas del uso en Facebook”. En efecto, la gente cambiaba relaciones reales que les hacían sentirse bien por tiempo en Facebook que les hacía sentirse mal. Esta es mi explicación más que la de los científicos, que se toman la molestia de dejar claro que esto es una correlación y no una relación causal definida, pero llegaron tan lejos –inusualmente lejos– como para decir que los datos “sugieren un posible trade-off entre relaciones online y offline”. Esta no es la primera vez que se encuentra algo parecido a este efecto. Por resumir: hay mucha investigación que muestra que Facebook hace que la gente se sienta como una mierda. Así que, quizá, un día la gente deje de utilizarlo.
((Un estudio de 2015 publicado en Computers in human behaviour, “Facebook use, envy and depression among college students: Is facebooking depressing?” llegó a la respuesta de que no: salvo cuando se incluyen los efectos de la envidia, en cuyo caso la respuesta era sí. Pero como la comparación envidiosa es toda la base girardiana de Facebook, ese matizado “no” se parece mucho a “sí”. Un estudio publicado en 2016 en Current opinion in psychiatry que estudiaba “The interplay between Facebook use, social comparison, envy and depression” mostraba que el uso de Facebook está unido a la envidia y la depresión, otro descubrimiento que no sería una sorpresa para Girard. Un estudio de 2013 en Plos One mostró que “Facebook use predict declines in subjective well-being in young adults”: en otras palabras, Facebook entristece a los jóvenes. Un estudio publicado en en 2016 en la revista Cyberpsychology, behavior and social networking, titulado “The Facebook experiment: quitting Facebook leads to higher levels of well-being” reveló que Facebook entristece a la gente y que la gente es más feliz cuando deja de usarlo.
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Pero ¿y si nada de esto ocurre? ¿Y si los anunciantes no se rebelan, el gobierno no actúa, los usuarios no se van y el buen barco de Zuckerberg y todos los que viajan en él siguen alegremente? Deberíamos mirar de nuevo esa cifra de los dos mil millones de usuarios activos al mes. El número total de personas con acceso a internet –definiéndolo de la manera más amplia posible, para incluir las velocidades más lentas y el más precario servicio de móvil en el mundo en vías de desarrollo– es tres mil quinientos millones. De ellos, unos setecientos cincuenta están en China e Irán, que bloquean Facebook. Los rusos, de los cuales hay unos cien millones en la red, tienden a no utilizar Facebook porque prefieren su imitación local, VKontakte. Así que pongamos el público potencial para el sitio en dos mil seiscientos millones. En países desarrollados donde Facebook lleva años presente, el uso de la página llega al 75% de la población (la cifra es de Estados Unidos). Esto implicaría una audiencia potencial de un millón novecientos cincuenta mil usuarios para Facebook. Con dos mil millones de usuarios activos al mes, ya ha superado ese número, y se está quedando sin humanos conectados. Martínez compara a Zuckerberg con Alejandro Magno, que lloraba porque no tenía más mundos que conquistar. Quizá sea esta la razón de las tempranas señales que Zuck ha emitido sobre presentarse a la presidencia: el tour por cincuenta estados fingiendo que le importa un carajo, la pose reflexiva de escucha cuando lo fotografían tomando batidos (¡claxon de ambición presidencial!) en un restaurante de Iowa.
Sea lo que sea que venga a continuación, nos devolverá a los dos pilares de la compañía: el crecimiento y la monetización. El crecimiento solo puede venir de conectar nuevas áreas del planeta. Un experimento anterior llegó en la forma de Free Basics, un programa que ofrecía conexiones de internet a pueblos remotos de India, con la condición de que la variedad de sitios ofertados estuviera controlada por Facebook. “¿Quién podría estar en contra?”, escribió Zuckerberg en el Times of India. La respuesta: muchísimos indios enfadados. El gobierno decretó que Facebook no podía “dar forma” a la experiencia de los usuarios en internet restringiendo acceso al resto de internet. Un miembro del consejo de Facebook tuiteó que “el anticolonialismo ha sido económicamente catastrófico para el pueblo indio desde hace decenios. ¿Por qué detenerse ahora?” Como señala Taplin, esa observación reveló sin querer una verdad anteriormente silenciada. Facebook y Google son las nuevas potencias coloniales.
Así que el lado del crecimiento de la ecuación no carece de desafíos, tecnológicos tanto como políticos. Google (que tiene un problema similar de quedarse sin humanos) trabaja en “Project Loon”, “un conjunto de globos que viajan en el borde del espacio, diseñado para extender la conectividad de la gente que vive en áreas remotas de todo el mundo”. Facebook desarrolla un proyecto en torno a un dron impulsado por energía solar llamado Aquila, que tiene la capacidad de movimiento de un avión comercial, pesa menos que un coche y cuando viaja usa menos energía que un microondas. La idea es que rodeará áreas remotas y actualmente desconectadas del planeta, en vuelos que pueden durar tres meses. Conecta a los usuarios por medio de láser y se desarrolló en Bridgwater, Somerset. (El programa de drones de Amazon también está en el Reino Unido, cerca de Cambridge.) Incluso el más curtido escéptico de Facebook se sentiría impresionado por la ambición y energía. Pero está claro que será difícil encontrar a los siguientes dos mil millones de usuarios.
Ese es el crecimiento, que probablemente ocurrirá en el mundo en vías de desarrollo. En el mundo rico, el foco está en la monetización, y es en esta área donde debo admitir algo que es probablemente ya evidente. Facebook me da miedo. La ambición de la compañía, su inflexibilidad y su falta de brújula moral me asustan. Se remonta a ese momento de su creación, Zuckerberg ante el teclado tras tomar unas copas, creando una página para comparar la apariencia de la gente, sin otra razón más allá de que podía hacerlo. Ese es el aspecto crucial de Facebook, el elemento principal que no se entiende de su motivación: hace las cosas porque puede. Zuckerberg sabe cómo hacer algo, y otra gente no, así que lo hace. Ese tipo de motivación no funciona en la versión de la vida que ofrece Hollywood, y Aaron Sorkin tuvo que dar a Zuck un motivo relacionado con las aspiraciones sociales y el rechazo. Pero eso es incorrecto, totalmente incorrecto. No lo motiva ese tipo de psicología doméstica. Lo hace porque puede, y las justificaciones sobre “conexión” y “comunidad” son racionalizaciones ex post facto. El impulso es simple y más básico. Por eso el impulso para el crecimiento ha sido fundamental para la compañía, que en muchos aspectos se parece más a un virus que a una empresa. Crece, multiplica y monetiza. ¿Por qué? No hay razón. Porque sí.
La automatización y la inteligencia artificial tendrán un gran impacto en todo tipo de mundos. Estas tecnologías son nuevas y reales y vendrán pronto. Facebook está profundamente interesado en esas tendencias. No sabemos hacia dónde va, no sabemos cuáles serán los costes y consecuencias sociales, el próximo modelo de negocio que resulte destruido, la próxima compañía que tome la senda que siguió Polaroid, la próxima industria que siga el camino del periodismo o el próximo juego de herramientas y técnicas que estén disponibles para la gente que utilizó Facebook para manipular las elecciones de 2016. No sabemos qué vendrá a continuación, pero sabemos que probablemente tendrá consecuencias, y que una parte importante tendrá que ver con la mayor red social del planeta. Sobre la base de las acciones de Facebook hasta ahora, es imposible afrontar esta perspectiva sin inquietud. ~
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Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en London Review of Books.
(Londres, 1962) es escritor. Entre sus libros recientes se encuentran la novela Capital (Anagrama, 2013) y el ensayo Cómo hablar de dinero (Anagrama, 2015)