La difusión del concepto de autoficción en las últimas décadas y su insuficiencia me ha llevado a considerar el concepto de ensimismamiento y tratar de explicar algún fundamento de este fenómeno estético, el de la expresión radical del individualismo. Ortega fue el primero en utilizar esa palabra con un propósito conceptual. En 1938 publicó el artículo “Ensimismamiento y alteración”. Para Ortega ensimismamiento es una cualidad de los humanos que se opone a la alteración de los animales. En otros términos, puede explicarse diciendo que el ser humano es un ser para sí y que los animales son seres en sí y para otros. No es ese el contenido que pretendo darle, pero me sirvió como punto de partida. He constatado en otras ocasiones la forma peculiar de pensar de Ortega. En pocas e injustas palabras, puede decirse que Ortega sería hoy acusado de plagiar. Su método consiste en leer a autores que muy pocos solían leer en su tiempo, especialmente a pensadores alemanes. No toma las ideas de sus fuentes al pie de la letra, sino que las acomoda a su propia línea de pensamiento, una línea muy flexible por su inconsistencia, pero productiva, como se aprecia en su voluminosa obra. Así que me puse a indagar en las posibles fuentes –que Ortega casi nunca da– y fui a parar a la obra de Edmund Husserl. Es sabido que la fenomenología de Husserl y su escuela fue caladero habitual de las investigaciones orteguianas, investigaciones a las que –muy acertadamente– desnudaba de la articulación fenomenológica. Y eso es lo que hizo con el concepto de Versunkenheit, que se puede verter al español como ‘inmersión’ o, quizá mejor, como autoinmersión.
Pero pronto vi que, tras el binomio ensimismamiento-Versunkenheit, se escondía todo un mundo, un mediterráneo, al que había sido ajeno hasta ese momento. Y me propuse recorrer los principales hitos de ese mundo. Lo que sigue es un resumen de ese recorrido.
Egotismo
Esta historia empieza hacia 1800, como no podía ser de otra manera, con la explosión del individualismo. William Hazlitt (1778-1830) fue un intelectual multifacético, polémico y, sobre todo, humorista. Él parece ser el creador del concepto de egotismo. Y quizá a él se deba el sentido negativo que todavía tiene ese término en inglés. Hazlitt fue un individualista. Entre sus múltiples fuentes de inspiración destaca la obra de Rousseau. En él ve un abanderado del individualismo. Y claro es que no le falta razón. La aparición de un individualismo que se autoafirma en un mundo en el que todavía domina el dogmatismo tuvo necesariamente que aparecer como una provocación. Así fueron recibidas Las confesiones de Rousseau. Entre otras cosas, Rousseau admite que ha mantenido relaciones con su joven criada y que, de esas relaciones, han nacido cinco criaturas, que depositó puntualmente en el orfanato al día siguiente de nacer. Y añade que solo en el tercero de esos nacimientos se planteó si debía hacer otra cosa. Hazlitt no dio lugar a este nivel de escándalo, pero su vida y su obra son dignas continuadoras de un individualismo rousseauniano orientado al humorismo.
En la obra de Hazlitt se inspiró Stendhal para reivindicar su propio egotismo. Stendhal tituló a un esbozo de memorias Souvenirs d’égotisme. Se trata de los recuerdos de su etapa parisina, en el decenio que va de 1821 a 1830. Es un proyecto que emprendió en su estancia en Civitavecchia en 1832 como cónsul y que abandonó tras escribir durante trece días. Se publicó póstumamente, en 1892. Como proyecto autobiográfico el egotismo de Stendhal carece del matiz negativo que tiene el término egotism en inglés, aunque puede entenderse como egoísmo. Según Juan Bravo Castillo, en su interés por la literatura inglesa Beyle se fijó en el término egotism, que había empleado Hazlitt. Sin embargo, su entusiasmo por el Romanticismo y la literatura de prospección e interioridad le indujo a adoptarlo con un matiz más próximo al yo de Rousseau, cercano ciertamente al “culto del yo” de Barrès, excesivo, y que nos va a llevar al actual narcisismo. En Stendhal, la deriva es invariablemente positiva, y se relaciona con un término apasionante como es “la chasse au bonheur” –expresión de Jean Giono–, el objetivo de la humanidad actual.
El siguiente paso nos lleva a los Estados Unidos. Pocos intelectuales merecen tanto el calificativo de egotistas, en su acepción más positiva, como Santayana. Este pensador español que escribió en inglés fue voluntariamente un exilado del mundo. Abandonó su cátedra en Harvard y, tras varias residencias europeas –París, Oxford–, se refugió en un geriátrico romano –el convento de las hermanas azules–. Su extensa novela The last puritan: A memoir in the form of a novel narra las peripecias que contribuyen a la formación de un alter ego del autor, de nombre Oliver Alden, quien, a pesar de haber cruzado varias veces el Atlántico y haber dado una vez la vuelta al mundo, siempre se daba cuenta “de lo inevitablemente concentrado y encerrado que estaba en sí mismo; no solo psicológicamente, en su espíritu y persona, sino también social y moralmente en su mundo casero”. George Santayana es autor de una monografía central para este asunto: El egotismo en la filosofía alemana (1916). Ahí pasa revista a la evolución del pensamiento alemán desde Kant, siguiendo la senda que ha abierto el individualismo. En el post scriptum de este libro define su concepto de egotismo. “El egotismo es subjetivismo orgulloso de sí mismo y que se proclama absoluto. Hay, por tanto, algo de diabólico en su coraje, algo satánico en su altivez.” Ese carácter absoluto es propio de la divinidad. Solo la divinidad puede decir “Yo pienso”. La filosofía alemana ha dejado de ser teológica –idealista– sin dejar de ser egotista. Ve en ello Santayana la legitimación del supremacismo germánico que florecería después con el nazismo. En otro momento explica que “la pretensión egotista de confinar todas las formas posibles de experiencia a la suya propia y las formas posibles de ser a la experiencia de un tipo y otro” es herencia del transcendentalismo, pero que lo ha sobrevivido más allá de Kant. Todo gira alrededor del genio individual. Así lo ve en Goethe. “Toda la filosofía británica y alemana es solo literatura”, dice en Fe y escepticismo alemán.
Versunkenheit
Un tercer episodio nos lleva de nuevo a la filosofía alemana. Es posterior a la obra de Santayana y es fácil suponer que la desconoce: E. Husserl y E. Fink elaboran el concepto de Versunkenheit, ‘inmersión’ –en uno mismo–. Un estudio de las experiencias de inmersión ofrecería, según estos pensadores, la posibilidad de profundizar en una serie de temas fenomenológicos centrales: la tipología de la conciencia intuitiva, la estructura de la autoconciencia, la naturaleza de las representaciones intuitivas, la tematización de los fenómenos límite y, por último, pero no por ello menos importante, la relación entre la conciencia y el inconsciente. Conscientes de los retos que plantea la superación del trascendentalismo, estos pensadores confiaron en que la aproximación fenomenológica sería una vía de solución a los problemas planteados y tendría consecuencias concretas en todos los terrenos, incluida la psiquiatría. Sin embargo, el balance actual de la fenomenología es desalentador. Los fenomenólogos se han empleado en corregir a sus predecesores sin aportar avances concretos, aunque hay que reconocer que sus propuestas estimularon a otros pensadores. Jean-Paul Sartre –fascinación–, Theodor Conrad –autodesplazamiento (Versetztsein, o Versetztseinserlebnisse)– y Ortega –ensimismamiento– siguieron con distintos propósitos y por distintos caminos la senda abierta por la fenomenología.
Ensimismamiento
Ortega intenta traducir los conceptos de la fenomenología a un perspectivismo esencial –como diría Santayana, una forma especial del egotismo–. Así opone ensimismamiento a alteración. Alteración sería una cualidad animal –el ser para otros–, mientras que el ensimismamiento sería una dimensión humana –el ser para sí mismo–. Pero esta oposición no la comprende desde el punto de vista de la historia natural, esto es, desde la gran evolución de la vida, sino como un aspecto esencial, el de la diferencia entre animales y humanos. Incluso podríamos decir, abusando de la concepción de Santayana, de la dimensión divina de la humanidad.
Más recientemente, Gonzalo Sobejano, quizá siguiendo la senda de Ortega, recurre a la noción de ensimismamiento para caracterizar un periodo de la novela actual. Haciéndose eco del impacto del libro de Linda Hutcheon Narcissistic narrative (1980) advierte que el adjetivo “narcisista” no debe considerarse peyorativo, como tampoco otros: “introspectiva, introvertida, autoconsciente, autorreflexiva o autorrefleja, autoinformativa, autorreferencial, autorrepresentacional”.
Mi versión del ensimismamiento no mantiene más vínculo con la orteguiana que la coincidencia léxica. Los conceptos culturales los entiendo en la dinámica de la gran evolución de la vida y de la imaginación. Ensimismamiento sería, pues, la consecuencia de la respuesta a la vida pública moderna. Con la aparición de la sociedad abierta, lo que comúnmente se ha llamado periodo histórico, frente a la prehistoria –el mundo de las sociedades cerradas–, se abre una dimensión bipolar –vida pública frente a vida privada–. Y en la era moderna, la era del individualismo, se abre otra dimensión bipolar: la vida privada frente al ensimismamiento, la intimidad.
Quien mejor ha explicado lo que entiendo por ensimismamiento no ha sido ningún filósofo. Es un autor dotado de gran clarividencia: Luis Mateo Díez. En un ensayo titulado “Un callejón de gente desconocida (Un recuento)” recogido en Los desayunos del café Borenes ha escrito lo siguiente: “Alguien dijo que es muy difícil escribir más allá de uno mismo. En grados más o menos evidentes, implícitos o explícitos, eso que llamamos la experiencia personal está impregnando lo que hacemos y lo que inventamos, tanto para confirmar lo que somos como para alimentar la impostura de nuestras fabulaciones que, a buen seguro, también serán otro modo de evidenciarnos.”
Interpretación de la literatura del yo
Como vemos, este concepto de ensimismamiento o antecesores han oscilado entre dos polos: la acepción negativa, que los concibe como narcisismo, y otra no marcada, histórica, que los ve como expresión del individualismo moderno. Individualistas somos casi todos desde hace doscientos años. Solo se libran los dogmáticos, la mentalidad premoderna, que es mucho peor –por dañina– que la individualista. Pero no basta con constatar que el individualismo resulta hegemónico en la actualidad y cuáles son sus manifestaciones. Esa es una tarea necesaria pero insuficiente. La tarea, en mi opinión, es interpretar por qué se ha producido un giro histórico radical de la imaginación: de la ocultación del yo a su exposición sistemática.
El punto de partida de esta exposición podría ser la pregunta ¿hubo una figuración del yo antes de la era moderna? Y la respuesta es sí. Se trata de lo que André Jolles llamó “historia personal”. La historia personal es un relato tradicional y su característica consiste en que es un relato maravilloso, fantástico. Daré un ejemplo. Mi primera doctoranda fue camerunesa, Céline Magnéché Ndé. Había nacido en la nación bansoa, un conjunto tribal del oeste de Camerún. Ella me contó la “historia personal” de su tío Michel. Michel había desaparecido durante un tiempo de su casa. Y volvió contando que había estado viviendo durante una semana con una ninfa en el fondo de un río. Mi discípula creía la historia. El mundo de las tradiciones es así, crédulo. Yo le decía que era pura fabulación. Y ella me respondía: “¿Me estás diciendo que mi tío mentía?” Sí, claro que mentía, porque en el fondo de un río no se puede vivir ni siete días ni siete minutos. Estas historias personales, orales y fantasiosas, dan lugar a un género de la escritura que es el de las maravillas. Las maravillas son relatos de viajes fantásticos. Una de las primeras novelas lleva por título Maravillas allende Thule, de Antonio Diógenes, de cronología desconocida. Y así suelen ser las novelas griegas de la Antigüedad, aunque ya no son relatos del yo. Pero es más frecuente encontrar este género de maravillas como relatos de viajes. La otra cara de esto es que el relato o novela en primera persona, como el Lazarillo, es pura ficción. Lázaro de Tormes no existió, pese a la verosimilitud del relato. Como tampoco existió Lucio, el asno, que dio lugar al relato Lucio o el asno de Luciano y al Asno de oro de Apuleyo. Esa novela en primera persona es comedia y fabulación. Solo en poesía aparece tímidamente el yo. Lo vemos en la obra de Hesíodo, en la poesía de Safo y, más tarde, de Catulo o en la obra de Dante. En el caso de Dante también fabulado –en la Comedia– o teorizado –en el Convivio–. Para que aparezca el yo moderno, el yo de la experiencia, hay que esperar a Montaigne y Cervantes, entre otros. En la obra de Cervantes la experiencia en el cautiverio aflora en varios momentos, más o menos fabulada. Y siempre con esa cobertura novelística o cómica –en el caso de Montaigne o en el prólogo del Quijote–. Es en el siglo XVIII cuando aparece el yo individualista, el yo que se suele llamar rousseauniano. A partir de 1800 ese yo se generaliza, en ocasiones camuflado –fabulado o burlesco–. Así aparece en Charles Lamb, Chateaubriand, Larra, Turguéniev o Leopardi. Tan generalizado es el yo desde 1800 que puede decirse que toda la literatura moderna está mediatizada por la experiencia personal en formas muy diversas, desde las más evidentes –la autoficción– a las más esquivas –la traslación de la experiencia a un personaje fabulado–. La fabulación sin vínculos en la experiencia queda limitada a géneros menores –la aventura, el sentimentalismo, el policiaco, el terror…– y tiene un aspecto premoderno, obsoleto, que remite esa literatura al mundo del best seller y el entretenimiento sin mayores pretensiones estéticas. Y no le falta razón a Husserl cuando apunta que el ensimismamiento nos obliga a ampliar nuestra comprensión de la intuición sensual, a reconceptualizar la naturaleza de la autoconciencia, a ampliar los límites de las representaciones intuitivas. El individualismo amplía las conciencias y mejora la comprensión. Por eso se ha impuesto.
Pero podemos contemplar la evolución del fenómeno desde el punto de vista de la identidad, que fue mi punto de partida. El mundo que se ha llamado Historia o Civilización, el mundo de las sociedades abiertas, obliga a los individuos a escindir su imagen en una versión pública y otra versión privada. La era moderna ha creado una doble versión de la personalidad, privada e íntima, al tiempo que ha expandido la posibilidad de una imagen pública. Esta tendencia de la identidad es la manifestación de la transición del ser en sí al ser para sí, de la alteración al ensimismamiento, como diría Ortega. La identidad ha sido patrimonio de la casta superior. Las clases populares carecen de identidad. Pero la era moderna ha extendido el derecho a la identidad a todos los públicos. La identidad es uno más de los derechos humanos. Y quizás debería decir derecho fundamental. Sin embargo, la extensión global tiene otra cara: su escasa funcionalidad. Y los humanos modernos han de bucear en su interior, en su intimidad, para encontrarle sentido. Eso es el ensimismamiento, la manifestación de la crisis identitaria moderna. ~