Fantasía para un gentilhombre gris

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La guerra es la condición humana. Aunque la historia tiene páginas de profundo dolor y miseria por la obstinación del hombre de despedazarse, enaltecer sus credos o patrias, sus delirios y ambiciones, puede más la terquedad y la guerra se impone. Ante sus realidades, sus secuelas múltiples y el intrínseco dolor, la literatura rusa ofrece vivencias trágicas, sangrientas, desquiciantes, y también reflexiones más allá del pacifismo o el asentamiento del espíritu ante la devastación para solo sobrevivir. En una entrega distinta sobre los efectos de la guerra, Andréi Kurkov (San Petersburgo, 1961) ofrece una novela sutil, nostálgica, dictada por un delirio helado y suave: Abejas grises. Una obra que detiene el tiempo y dibuja el espacio disputado con tonos opacos y luz sucia, con tinta indeleble donde la guerra es una presencia tan cercana, aunque a veces se muestra invisible en una historia que posee el tono de una fantasía para un gentilhombre desamparado, una narración bella por extraña, triste, real.

Sergueich es un hombre gris, como la región en donde ¿vive?, o mejor, sobrevive en el Donbas, quizá un individuo pusilánime si no fuera por sus decisiones para enfrentar todos los días la certeza del tormento bélico al que se encuentra sometido. Pasa sus días contemplando el cielo triste a veces cruzado por las bombas y con el tímido deseo de intentar otra vida, otro destino más allá de las abejas que cría, cuida con gran esmero y que a su vez son el motivo de su existencia.

Meditabundo, atiende el murmullo de sus criaturas, temeroso de la explosión que algún día puede acabar con su vida, del recrudecimiento del frío y de las hostilidades militares. En un ambiente trazado por la añoranza y el humor gélido se narran los días de este hombre apocado y su entrañable enemigo Pashka, únicos habitantes de un pueblo de solo dos calles largas, abandonado por los demás pobladores al estallar la guerra, una guerra más entre Ucrania y separatistas prorrusos. Solos en esta región comparten la escasa comida y el raro fuego fatuo de la sobrevivencia, aguardan la llegada del cartero para repartir la correspondencia en las casas abandonadas y para hacer más viva su estancia en esta región imposible e irreal; un día deciden intercambiar los nombres de las únicas dos calles principales del poblado con la intención de jugar al asombro, a la alteración de la rutina para no caer más en el pesar de la guerra.

Kurkov logró el reconocimiento internacional con Muerte con pingüino, una novela que vacila entre la intriga, el sarcasmo helado y las pretensiones de un escritor fracasado que, para aliviar un poco, no la tristeza, sino el vacío de su último rompimiento amoroso, decide adoptar un pingüino de un albergue de animales con cuidados deficientes. En una suerte de parábola espejo, el pingüino representa su vida sin expectativas ni promesas luminosas; el animal es una sombra, un destino, una presencia que se pasa las horas ante una pared o quieto en medio de una estancia sin propósito alguno, como su dueño: ensimismado, ante el muro de la vida donde solo encuentra depresión y soledad hasta que una propuesta laboral para redactar epitafios de personas que aún no mueren le cambia la vida. Con Abejas grises se confirma este temperamento narrativo frío, parco, con gran imaginación y situaciones, más que inverosímiles, densas, sombrías, donde el humor de Kurkov más que negro es opaco, sin por ello ser fallido, pues muy dentro de sus quejumbrosas situaciones cómicas y al mismo tiempo enervantes dibuja sus páginas extrañas.

En Abejas grises sabemos que a Sergueich lo abandonó su mujer, tiene una hija adolescente que lo ignora y de vez en cuando habla con ellas por su teléfono celular, cuando recuerda que no ha cargado su aparato o resiente el frío del abandono, pero su única preocupación real son sus abejas a quienes cuida y recibe de ellas la miel con la que sobrevive pues cada largo tiempo lleva la miel a venderla a poblados cercanos, después de sortear varios retenes y donde encuentra personas que intentan llevar sus actividades normales bajo los dictados bélicos en poblados donde se mezclan razas y religiones. Pero nuestro avicultor regresa siempre al abandono de su pueblo, a recordar el día en que un alto funcionario de gobierno descansó en su cama de abejas y como agradecimiento le regaló unos bellísimos, finos y enormes zapatos; vuelve a casa después de intercambiar comida por su apreciada miel, regresa a la penumbra eterna cuando contempla el cadáver de un soldado que lleva días entre la nieve sin ser reclamado por ningún bando.

La vida parece darle una oportunidad para salvarse del tedio y la desolación cuando decide dejar su pueblo, empacar sus pocas pertenencias en una camioneta vieja y acomodar sus amadas abejas en busca de otro lugar para comerciar y probar fortuna; alejarse de su pueblo y errar en otras poblaciones donde el conflicto no sea tan severo; así llega a Crimea y conoce a Galia, una mujer trabajadora y sencilla, dueña de una humilde tienda que lo acoge y le ofrece su tibia soledad.

Al principio Sergueich siente el llamado mustio de la esperanza, sus días en su casa de campaña, a la intemperie y acompañado solo de sus abejas en medio del campo parecen darle una paz apenas luminosa y desconocida, tiene ante sí el firmamento y la quietud del paraje le fascina, mientras la mujer lo busca en su refugio y en ocasiones lo lleva a su hogar para cenar y resucitar en la intimidad un deseo arrumbado; él encuentra en su cuerpo no solo el regazo amoroso, también la ilusión de una compañía, un remedio a su vacío, pero el amor no es para él, tampoco el placer y la ilusión encajan en su destino lánguido, en su alma gris; entonces desiste. Envuelto en equívocos, acechado por la oposición de los lugareños del pueblo de Galia comprende que muy poco puede hacer ahí, y aunque las aguas se calman y la mujer le ofrece su casa y su vida, él decide la vida errante, el retorno maléfico al helado seno de su pueblo donde únicamente se alegrará de verlo su enemigo más querido.

Abejas grises ofrece una forma distinta de vivir la guerra, desde el silencio y la más extraña de las cotidianidades, desde el abandono al que son sometidas las personas en pueblos remotos. Sergueich y Pashka, aunque no se caen bien, aprenden a convivir en lo más hondo de la desolación y del silencio, comparten, como el pan viejo que comen sin hambre, el miedo rancio y la soledad de esta convivencia afectada por la ocasional caída cercana de las bombas, así nace un afecto mustio matizado por la solidaridad humana y la ternura. El humor de Kurkov en esta obra es de nuevo opaco, lamentable, pero efectivo, visto en la actitud maliciosa de Pashka, la forma en que abusa de su enemigo cercano, cómo oculta su alcohol y cómo se hace de alimentos, siempre tramposo y abusivo.

Es cierto que rusos y ucranianos han escrito páginas terribles, impresionantes, sobre la guerra y las revoluciones –Gógol, Tolstói, Isaak Bábel y quizá de los más recientes Bábchenko, con su fuera de serie La guerra más cruel–, pero la apuesta de Kurkov en Abejas grises sentencia los estragos de la guerra, la vuelve personaje dios: colérico, omnipotente, omnipresente, invisible y no por ello inexistente, y bajo ese designio siniestro el cuidador de abejas es solo zumbido, vida en el escombro, el hombre universal convertido en humo, en sombra, en polvo, en nada. ~

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(Ciudad de México, 1967), es poeta. Su libro más reciente es Helada la cabra de alcohol enterrado (UANL, 2023).


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