Retratos del exilio español

Inconmensurable es la riqueza cultural que produjo el encuentro entre los exiliados españoles y los intelectuales mexicanos. El más reciente libro de James Valender aquilata su importancia mediante el estudio acucioso de los proyectos compartidos y la revaloración de figuras a menudo pasadas por alto.
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Conocedor total de la generación del 27 y de la poesía del exilio español en México, James Valender, profesor e investigador del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, publicó recientemente Escenas del exilio español en México (1937-1962), un verdadero recorrido por lo que hicieron los poetas exiliados españoles en nuestro país en una primera etapa de veinticinco años. Desde luego, Valender conoce bien la escritura poética de todos los involucrados antes de que salieran de España, pero en su libro se enfoca en lo producido durante el destierro. El meollo del pensamiento intelectual y de la escritura literaria de los trasterrados, como se definió a sí mismo el filósofo español José Gaos, es la irrupción de la Guerra Civil en sus vidas. La poesía de estos escritores lidia con este hecho y con su enfrentamiento ante el desarraigo, que en México no lo fue del todo por el idioma y por el “sustrato” cultural de España en Hispanoamérica.

A lo largo de dieciséis ensayos, el libro de Valender conforma una importante revisión sobre el trabajo de intelectuales y artistas provenientes de la República española, derrotada ante el fascismo. Emilio Prados, Concha Méndez, Juan Rejano, Ernestina de Champourcin, Luis Cernuda, Max Aub, Manuel Altolaguirre y otros más se las arreglaron para seguir el vínculo con España y con los escritores que quedaron allá. Algunos lograron integrarse mejor que otros al país que los acogía, aunque esa historia no sea fácil.

Valender destaca, como he apuntado, la relación de algunos poetas exiliados con otros en la España franquista, como deja ver la correspondencia entre Juan Larrea, refugiado en México, y Gerardo Diego, que permaneció en España. Escribe Valender:

… podría decirse que uno de los rasgos más característicos de las diversas trayectorias dibujadas por estos poetas (como por los demás republicanos en el exilio) consiste precisamente en un conflicto de fidelidades: en la tensión que derivaba de tener que escoger entre su deber a la República (es decir, a un pasado y a un futuro cada vez más lejanos) y su compromiso con la nueva experiencia americana (es decir, con las incitaciones de un presente cada vez más inmediato, cada vez más definitorio).

A mi modo de ver, uno de los ensayos más destacados es el dedicado a Concha Méndez, no solo por el análisis de su poesía sino por el relato que incluye la salida de España con su pequeña hija, debido a un presentimiento, mientras su marido, el poeta Manuel Altolaguirre, permaneció en la península. Primero se dirigió con la niña a Francia y luego a Inglaterra, donde había nacido la pequeña. Con la ayuda de una millonaria argentina obtuvo dinero para irla pasando un rato.

Concha Méndez recibió, por cierto, una carta de su marido, que le hizo comprender el acierto de haber abandonado Valencia cuando lo hicieron. “El día que dejaste Valencia […] a las tres de la mañana, cayó una bomba en el balcón de nuestro cuarto, destrozando la cama de la niña.”

De suma importancia es cómo se aclimatan los escritores e intelectuales exiliados a la cultura en México y establecen relaciones con sus congéneres mexicanos. Valender se da al estudio acucioso de las revistas literarias y de las antologías publicadas en ese tiempo. Hubo poetas mexicanos que, como Octavio Paz, se unieron de inmediato a los españoles. La antología Laurel –de 1941, con un ensayo “muy esclarecedor” de Paz, publicada por Séneca, una editorial de españoles republicanos en el exilio bajo la dirección de José Bergamín, uno de los principales discípulos de Unamuno– constituyó el esfuerzo de agrupar el trabajo poético de exiliados y mexicanos.

Octavio Paz propuso que los textos los seleccionaran él y Villaurrutia, del lado mexicano, y dos poetas españoles: Emilio Prados y Juan Gil-Albert. De esta forma se reflejaría una verdadera colaboración entre los escritores de las dos nacionalidades. Uno de los propósitos era mostrar la poesía escrita en español de una forma plural e incluyente.

En su ensayo, Valender trata las tendencias poéticas de aquellos años, como el final del modernismo-simbolismo ante las nuevas vanguardias, y apunta las exclusiones: Pablo Neruda y Nicolás Guillén. A pesar de estos “errores”, Laurel ofrece grandes perspectivas de la poesía escrita de esa época. Otras grandes omisiones fueron los poetas mexicanos José Juan Tablada y Gilberto Owen. Y algo relevante: “las poetas brillan por su ausencia: se incluye a la chilena Gabriela Mistral, mas no a las rioplatenses Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou, ni a ninguna poeta española”. Seguramente era un signo de aquellos tiempos, pero Valender lo remedia en este libro suyo con referencias al trabajo poético de las escritoras exiliadas.

En 1941 apareció la revista Rueca:

La publicación fue lanzada por un grupo de jóvenes mexicanas que incluía a Carmen Toscano, María Ramona Rey, Pina Juárez Frausto, Emma Sánchez Montealvo, Emma Saro y María del Carmen Millán, miembros de una primera generación de universitarias. Entre las editoras figuraba también, desde un principio, la poeta española Ernestina de Champourcin, una mujer que, de hecho, habría de desempeñar un papel importante en el desarrollo de la publicación.

Había sido Enrique Díez-Canedo quien puso en contacto a Champourcin con el grupo de las mexicanas. Y fue Alfonso Reyes el que sugirió el nombre de Rueca para la revista. El propósito no era feminista, sino literario. En tiempos en que el nacionalismo mexicano seguía imperando en tantos ámbitos de la vida cultural de México, la actitud de apertura y de diálogo mostrada por Rueca resultaba refrescante. Al lado de los trabajos de Reyes y de Juan Ramón Jiménez, se publicaban traducciones de textos de Poe, Whitman, Eliot, Pound, Cummings, Rilke, Cocteau, Supervielle y Valéry, entre otros. El doctor Valender se centra, a partir de allí, en la poesía, la narrativa y la crítica literaria de Ernestina de Champourcin, una escritora que perteneció a la generación del 27, junto con su marido, Juan José Domenchina.

Mientras esto sucedía, la historia mundial seguía su curso. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, España continuó bajo la bota franquista y los exiliados se dieron cuenta de que la situación iba para largo. Algunos regresaron, pero la gran mayoría se quedó en México. Nuevas revistas nacieron: UltramarReloj de arenaLas Españas. Valender se refiere al conflicto entre las diversas agrupaciones políticas del exilio en México. Al inicio de 1947, los socialistas deciden quitarle el apoyo a José Giral, presidente del gobierno de la República española en el exilio. Esto tuvo repercusiones “muy nocivas para la imagen internacional de las instituciones republicanas. Aunque Giral fue sustituido enseguida por el socialista Rodolfo Llopis, quedó claro que la precaria unidad política lograda bajo el ‘gobierno de la esperanza’ de Giral se había perdido. El pretexto de la acción tomada por los socialistas fue la decisión de Giral de que el Partido Comunista estuviera representado en su gabinete”.

Al tiempo que los intelectuales exiliados se unían para crear un tejido cultural hispano-mexicano, las polarizaciones políticas de los bandos republicanos afloraban. Por otro lado, los exiliados idealizaban la España perdida. El narrador Max Aub propone a un joven refugiado: “No te baste recordar, abre libros donde haya fotografías de España y míralas. Aprende, velas como nuevas, no recuerdes.”

Cada ensayo de este libro contiene un profuso trabajo de investigación y de lectura crítica. Por ejemplo, un motivo interesante fue el vacío que le hicieron los exiliados al escritor y filólogo español Dámaso Alonso, otro participante de la generación del 27, cuando visitó México hacia finales de los años cuarenta. Pocos años después, Domenchina escribió sobre la poesía del momento y rescató, para la visión del exilio español, Hijos de la ira, un libro de poesía en el que Alonso percibe la Guerra Civil “con una vehemencia que le parece del todo apropiada a la materia misma de los versos: ‘No abundan en la poesía española acentos tan violentos, tan contenidos, tan veraces y tan atroces como los de Dámaso Alonso en su dicción sin ambages’”. Escribe Valender: “De no haberse marginado Domenchina, desde su llegada a México (si no mucho antes), de lo que podríamos llamar la corriente más ortodoxa del pensamiento republicano, este artículo hubiera representado para Dámaso Alonso un reconocimiento muy importante por parte de los exiliados.”

Los escritores exiliados incursionaron en diversas facetas de lo artístico, José Moreno Villa escribió poesía y se desarrolló como pintor. Manuel Altolaguirre escribió el guion de Subida al cielo, película de Luis Buñuel que representó a México en Cannes en 1952. El filme es lo menos buñuelesco de Buñuel. Valender opina que Altolaguirre se mantuvo alejado del movimiento vanguardista y su ensayo resulta iluminador, porque muestra las tendencias de los creadores españoles del exilio, aquellos que, como Juan Ramón Jiménez, se pertrecharon bajo “la bandera romántico-simbolista”, ajenos al surrealismo.

El libro también inquiere sobre la relación literaria de Octavio Paz y Luis Cernuda y el surrealismo que ambos trataron. La visión de Cernuda era diferente a la de su joven amigo Octavio Paz.

Hay, sin embargo –escribe Cernuda–, quienes estiman la vida del superrealismo más larga de lo que yo aquí la estimo. Entre ellos se encuentra Octavio Paz, por cuya inteligencia poética tengo tanta admiración, que desde luego conoce mejor que yo los avatares ulteriores del superrealismo.

El investigador apunta que en los años cincuenta Cernuda no escribió nada que “pudiera compararse con ¿Águila o sol? ni con Piedra de Sol. Sin embargo, me parece que un poema como ‘Birds in the night’, escrito en 1956 y recogido tiempo después en Desolación de la Quimera (1962) de Cernuda, puede leerse, entre otras cosas, como una respuesta a las distintas reivindicaciones del movimiento francés que Paz llevaba tiempo formulando tanto en poesía como en su obra ensayística”.

Gerardo Diego visitó México en octubre de 1958. Venía a establecer un diálogo con los poetas exiliados, incluso si había declarado “su adhesión al movimiento militar” de Francisco Franco. Él y Manuel Machado habían expresado públicamente esa conformidad. Diego lo hizo por su fe religiosa, pero nunca participó políticamente en la España franquista. Lo que temía es que el bando republicano terminara con el catolicismo español. Tiempo después, Juan José Domenchina le escribió a Diego con el fin de solicitar su autorización para publicar poemas suyos en la antología que preparaba de la poesía española de la primera mitad del siglo XX. Diego hizo lo propio en España, considerando a poetas exiliados. En su paso por México dictó conferencias en León, Guanajuato y Monterrey. “Por desgracia, las conferencias y recitales no parecen haber despertado mucho interés entre el público mexicano. Domenchina, en una carta a Gerardo Diego, le escribe: ‘Es harto evidente el designio de no enterarse de lo que significa la literatura peninsular. La atmósfera es cada vez más hostil.’ Y finaliza así: ‘A nosotros, los que vivimos en México, a pesar de todos los pesares, nos ningunean menos que a los metropolitanos.’” Era la etapa del nacionalismo mexicano. Sin embargo, Gerardo Diego se había quejado de la indiferencia de los jóvenes poetas mexicanos, como Octavio Paz, Alí Chumacero, Rosario Castellanos, Rubén Bonifaz Nuño o José Emilio Pacheco. Incluso en esas circunstancias, Diego quería encontrarse con los poetas españoles de su generación. Y pudo coincidir con algunos como Manuel Altolaguirre y Emilio Prados.

En 1960, José María Castellet, un destacado estudioso de la poesía, publicó en Barcelona Veinte años de poesía española (1939-1959), en la que daba por terminada la tradición simbolista o purista y consideraba que la poesía de ese tiempo tenía una responsabilidad histórica y realista. Solo incluyó a Rafael Alberti, León Felipe, Jorge Guillén y Pedro Salinas. Dejó fuera a Juan Ramón Jiménez, Enrique Díez-Canedo, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, Ernestina de Champourcin, Juan Rejano y Domenchina, entre otros. Como sea, a partir de la década de los cincuenta los exiliados tuvieron que admitir que en España había disidencia y se expresaba mediante la poesía social.

En 1957, Cernuda publica, gracias a una pequeña beca de El Colegio de México, un libro de Estudios sobre poesía española contemporánea. El espacio dedicado a los poetas de posguerra era mínimo. Veía en ellos poca novedad. Desde luego, la publicación del libro en España produjo escozor y le hicieron el vacío. Aún así, su obra resultó revalorada, pero eso no ocurrió con los demás poetas del exilio.

Emilio Prados llegó a México en 1939. Viajó a la capital mexicana en autobús desde Nueva York, vía Nuevo Laredo. Durante la Guerra Civil amistó con Octavio Paz, Juan de la Cabada, Andrés Iduarte y, de manera importante, Narciso Bassols, político y diplomático que estaba muy interesado en la obra de Prados. Sus hermanos y su madre se habían refugiado en Chile, así que en ese momento no estaba considerando pasar en México mucho tiempo. Pero aquí residió veintitrés años hasta que murió. Mentor de los alumnos del colegio Luis Vives, se dedicó a su escritura poética y colaboró en la mayoría de las revistas editadas en México. Sus textos aparecieron junto a los de Alfonso Reyes, Octavio Paz, Xavier Villaurrutia, Efraín Huerta y Alí Chumacero y a los de otros exiliados como Juan Rejano, Adolfo Sánchez Vázquez, León Felipe, Juan Larrea. Al mismo tiempo, fue director tipográfico de la editorial Séneca. Publicó en Cuadernos Americanos su Jardín cerrado, libro que se distribuyó en toda Latinoamérica. Según deja ver Valender, Emilio Prados fue uno de los grandes poetas del exilio.

Su libro también habla de Max Aub, hombre inteligente, de gran sentido del humor y escritor prolífico, a quien no le gustaba el término de literatura comprometida y prefería llamarla “literatura de acción”. El investigador exterioriza, en tono crítico, que para Aub todo lo que “los gobiernos mexicanos han conseguido en materia poética [ha sido] a cambio de la entrega por parte de los poetas de su independencia ideológica: la gubernamentalidad”. Max Aub era también opinante del mundo de los exiliados españoles.

A lo largo de sus estupendos ensayos, el volumen de James Valender conforma un universo de los escritores españoles exiliados en México, de sus fobias y filias, de su inmersión en la cultura mexicana y del inevitable eco de la poesía española de posguerra al otro lado del Atlántico y viceversa. Es, en definitiva, un libro indispensable sobre la historia y la producción literaria del exilio español en nuestro país. ~

James Valender
Escenas del exilio español en México (1937-1962)
Sevilla, Renacimiento, 2024, 432 pp.


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