José Aníbal Campos
Mi primera reflexión desearía centrarse en una pregunta que muchos se hacen en Alemania: ¿por qué la obra de Gregor von Rezzori despierta un mayor interés y goza de una popularidad creciente en países de América Latina y en el mundo latino en general, todo lo contrario de lo que sucede, por ejemplo, en Alemania, donde parece ser un gran olvidado?
A mi juicio, hay tres aspectos en la obra literaria de Rezzori que explican ese interés y esa popularidad: en primer lugar, el intento por construir la memoria de un sitio de fronteras difusas en el tiempo y en el espacio, lo que Rezzori llama Magrebinia y que abarca toda la Mitteleuropa. En segundo lugar, el tono desacralizador de su literatura, su escepticismo hacia el arte en general o hacia la capacidad de la literatura de reflejar la realidad (para lo cual emplea un sentido del humor que pocos autores pueden ofrecer). Y, como tercer aspecto, la crítica furibunda del presente, desde la perspectiva del hombre que va arrastrando consigo varias épocas (el Epochenverschlepper), casi como una dolencia, como una enfermedad, y que hizo decir a alguien que Rezzori era como un Balzac furibundo. ¿Cómo ves tú este tema?
Juan Villoro
Rezzori vivió el drama de ser apátrida. Si se hubiera quedado inmóvil en su lugar de nacimiento, habría tenido tres nacionalidades: austrohúngara, rumana y soviética. Habría cruzado fronteras sin moverse. La difuminación geográfica que mencionas influye mucho en la percepción que tenemos de él. ¿De dónde es? La respuesta no resulta sencilla.
La admiración que Rezzori mostró por Nabokov tiene que ver con la ironía y la destreza literaria del autor de Lolita, pero también con el hecho de que ambos escribían de un entorno perdido, irrecuperable.
La idea de que un autor pertenezca a una comunidad y la represente es chocante. Toda literatura depende de cierta condición extraterritorial, de practicar un exilio interior para mirar la realidad de otra manera. En Praga, los amigos de Kafka definían su sentido de pertenencia como hinternational (detrás de las naciones) o como “arconautas” por reunirse en el café Arco. Jugaban con la idea de estar mentalmente en otro sitio. Kafka tuvo que elegir entre escribir en checo, ídish o alemán. Escoge el alemán con cierto sentido de la extranjería. Como sabes, escribe con desconcertante simplicidad. Domina la lengua pero la trabaja con la precisión de quien se quiere “hacer entender”, sorteando cualquier ambigüedad u obstáculo. Su peculiar fantasía de ser “un chino que vuelve a casa” tiene que ver con ese sentido del desarraigo. Imagina una patria y un hogar en un sitio lejanísimo. Pero eso solo tiene sentido porque él es praguense. Ser “chino” es ser el otro, el definitivamente ajeno que, sin embargo y asombrosamente, tiene una morada.
Rezzori proviene de esta cultura, pero sufre un desplazamiento. Se instala en Italia cuando Europa central es una patria perdida. Los novelistas, pintores, psicoanalistas y filósofos que vivieron en Mitteleuropa desde principios del siglo xx hasta el periodo de entreguerras tuvieron una relación muy conflictiva con el conservadurismo vienés pero fueron altamente valorados en París, Londres o Berlín. Recuerdo una gran exposición que visité en 1986 en el Centro Georges Pompidou de París: Vienne 1880-1938. L’Apocalypse Joyeuse. En la última sala sonaba El Danubio azul. Al compás de esas notas, se mostraba una especie de “marcha del exilio”. Los grandes vieneses habían tenido que emigrar.
Rezzori llegó tarde a ese apocalipsis gozoso y no fue asimilado a ese grupo de autores. En el inmenso catálogo de aquella exposición había textos de Claudio Magris, Carl E. Schorske y otros notables germanistas. Se hablaba del enorme legado de la cultura austrohúngara, pero el nombre de Rezzori, que entonces estaba muy activo, no aparecía por ninguna parte. Justo en ese mismo viaje, Jorge Herralde, director de Anagrama, me encargó la traducción de Memorias de un antisemita, donde Rezzori evoca la Bucovina, punta oriental del imperio austrohúngaro. Me pareció curioso que un heredero tan notable de esa tradición no fuera tan conocido. También Elias Canetti llegó tarde al apocalipsis gozoso pero se convirtió en su historiador. La operación intelectual de Rezzori fue más extraña: escribió como si el campo cultural en el que había crecido siguiera vivo. Hay una evidente vocación nostálgica en sus textos, pero no ve el pasado con la perspectiva analítica que Canetti asume desde Inglaterra. Narra como si Broch, Musil y Kafka estuvieran vivos y como si fuera a encontrarlos (sin hacerles demasiado caso, posponiendo la celebración de su talento para la posteridad) en el Café Central de Viena. Desde el punto de vista de la tradición se convirtió en una anomalía. Eso lo descentró respecto a la cultura de la posguerra en lengua alemana. La famosa Stunde Null, la “hora cero”, fue un momento de “borrón y cuenta nueva”, de recomenzar desde el principio. Las grandes novelas de la posguerra, con Heinrich Böll y Günter Grass a la cabeza, ejercieron una crítica de la tradición. Es significativo lo que Rezzori dice de ellos en Murmuraciones de un viejo [Greisengemurmel, 1994]. Böll y Grass están conscientes de su papel “histórico” y él queda como un vitalista un poco frívolo en tiempos donde la obligación moral es estar triste. Curiosamente, lo que Rezzori hacía era prolongar una tradición anterior a la guerra; es muy novedoso en los aspectos formales, pero todos sus referentes son los de una cultura que ya no está en la calle sino en los libros y en sus recuerdos.
Es complicado no tener una patria tangible. Como la Ciudad Libre de Danzig, donde nació Grass, la Bucovina dejó de ser un territorio que se habitaba en alemán. El tambor de hojalata y Años de perro surgen de esa pérdida. Grass se inserta en el campo cultural alemán, participa en la construcción política de la nueva Alemania y entiende el pasado como una pesadilla que debe superar. Rezzori no tiene una relación tan traumática con el pasado en el sentido de que no representa el infierno que debe ser superado; al contrario, el trauma es haberlo perdido. En esto está muy cerca de Proust y su regreso al pasado es sensualista, muchas veces celebratorio. Sin embargo, la parte del mundo que más le interesa ha desaparecido del horizonte cultural alemán. Creo que todo esto contribuye a la condición excéntrica que ha tenido en la literatura alemana.
José Aníbal Campos
Retomo la reflexión sobre la extraterritorialidad que con tanto acierto mencionas y que, a mi juicio, en Rezzori pasa con suma frecuencia a ser transterritorialidad, un constante traspaso de fronteras. Si hay algo que marca la vida de Rezzori (tanto su vida real como sus ficciones) es el viaje, la peregrinación: la propia historia de su nacimiento (una de sus tantas ficciones personales) lo sitúa en un coche de posta camino de Chernivtsi. Una breve ojeada a los términos con los que él mismo solía definirse nos proporciona un inventario del desarraigo geográfico y temporal (déraciné, extranjero profesional, apátrida, Epochenverschlepper). En Viva María (Los muertos a sus lugares), decía: “Estoy casi más acostumbrado a [los] presentes que flotan libremente en el espacio temporal que no a un presente definido, atado al pasado y al futuro […] No hace falta ningún avión que me lleve de continente en continente para enseñarme la falta de relación entre mi pasado y mi futuro. Sé que en el mejor de los casos soy un eco tanto de este como de aquel.”
Sin embargo, ese traspaso constante de fronteras no se limita en Rezzori solo a lo geográfico o a lo temporal. En sus novelas de intención más “moderna”, por decirlo de algún modo (entre ellas Edipo en Stalingrado o La muerte de mi hermano Abel), nos vemos ante una frecuente disolución de los géneros y hasta de los “registros tonales” en un mismo pasaje: una disquisición algo petulante sobre el Barroco nos conduce a la carcajada más sonora cuando el autor nos dice, casi sin transición, que ese estilo arquitectónico vino a facilitarles la vida a las palomas, que pueden dejar sus deyecciones entre los meandros de la piedra. La historia de Chernopol queda despojada de toda solemnidad o heroísmo bélico gracias al trazo caricaturesco (no podemos olvidar que Rezzori era un talentoso dibujante) que nos describe a un aviador que da nombre a una calle y cuya muerte “heroica” fue ocasionada por un ridículo accidente, mientras intentaba hacer un descabellado looping con su avión.
Muy oportuna me parece también tu mención de El tambor de hojalata (1959), de Günter Grass. La obra principal de Grass no solo es contemporánea de Edipo en Stalingrado (publicada en 1954), sino que, como bien apuntas, emprende igualmente la recuperación de un territorio perdido que constituye algo más que unos límites geográficos. Los paralelos entre ambas obras resultan asombrosos a la vista de la fama alcanzada por una y el olvido en que quedó la otra, a pesar de calidades, a mi juicio, muy similares. En cierto modo, El tambor… intenta explicar la historia más reciente de Alemania a través de la grotesca historia vital de Oskar Matzerath; no menos intenta Rezzori a través de la vida frívola del barón Von Yassilkovski en el Berlín de 1938, con miradas retrospectivas a su infancia y adolescencia en el seno de una familia de la pequeña nobleza rural de la Prusia Oriental. Tanto Grass como Rezzori acuden a la periferia alemana para intentar explicar la historia más reciente de esa nación y la barbarie en la que se ha sumido. En el estilo se constata el humor tomado en préstamo al expresionismo, a la picaresca (a fin de cuentas los personajes de Grass caben perfectamente en ese territorio difuso llamado Magrebinia).
Juan Villoro
La vida de Rezzori estuvo marcada desde un principio por el desplazamiento; sin embargo, la ausencia de una patria definida, y del consecuente vacío existencial, tardó en llegar a su obra. Me parece decisivo que analicemos las circunstancias en las que compone la obra que definió su cambio de estilo y que tú tradujiste en forma admirable: Edipo en Stalingrado.
Antes de la guerra y aun durante la contienda, Rezzori es un joven dandi que aprecia la buena vida, privilegia la mejor ropa, corteja a las mujeres y seduce en las tertulias. Creció rodeado de mujeres que lo mimaron (a causa de eso, según dijo, sobrestimaba las virtudes de la virilidad). Sus primeras novelas, de corte sentimental y aventurero –tradicionales en la forma–, tienen éxito entre el público y le permiten mantener su tren de vida (siempre trató de vivir por encima de sus posibilidades). Disfrutaba enormemente cuando una lectora le decía: “anoche me acosté con usted”, refiriéndose a que no había podido soltar una novela suya en toda la noche. Este hombre simpático, elegante y sibarita, pierde la Bucovina pero se desplaza a Berlín, que es el centro cultural de Europa. En un principio, el peligro y la incertidumbre no parecen afectarlo, pero poco a poco el horror de la guerra lo cambia para siempre. Me parece que esto debe ser enfatizado, pues en ocasiones se considera que fue pasivo ante el nazismo y que tuvo acomodaticias simpatías con ese régimen.
Las cartas que se publicaron en 2004 y que recuperan sus tiempos de la guerra, revelan a un escritor que repudia el nazismo a tal grado que considera que eso no merece pasar a la literatura.
No fue fácil para la cultura alemana narrar la guerra. En Sobre la historia natural de la destrucción, Sebald comenta que en los años inmediatamente posteriores a la contienda era posible distinguir en un tren a los alemanes de los extranjeros porque los alemanes no se atrevían a ver el paisaje. En su opinión, Alemania merece el campeonato mundial del sentido de culpa. Esto impidió que un país reconociera su propio dolor. Cuando Sebald murió en 2001, preparaba un libro sobre ese tema. Tantos años después de la devastación esa seguía siendo una asignatura pendiente.
En un excelente ensayo sobre Rezzori, Christian Martí-Menzel recuerda la idea de Enzensberger de que la “literatura de los escombros” produjo pocas obras que justificaran ese concepto. Rezzori no fue la excepción, con el añadido de que su literatura tiene un tono con frecuencia festivo. Esto no significa que la guerra no hubiera existido, sino que trataba, casi desesperadamente, de olvidar lo que repudiaba.
La vulgaridad y la barbarie nazi son condenadas sin disimulo por Rezzori. Además, la guerra lo sume en un silencio literario que dura prácticamente ocho años. Aprovecha el tiempo para leer y se deslumbra con El hombre sin atributos. La novela de Musil le parece una narración tan absoluta que durante un tiempo juzga imposible volver a escribir. Esta admiración fue duradera. En 1994, a los ochenta años, le dijo a la revista Der Spiegel: “Leo diez páginas de El hombre sin atributos y no puedo escribir en dos meses.” Pero se repuso de esta admiración paralizante y al terminar la guerra modificó su estilo. El resultado fue Edipo en Stalingrado, donde el nazismo no es mencionado pero contribuye a la atmósfera de la novela.
A diferencia de Grass, Rezzori no hace una corrosiva sátira del nacionalsocialismo, pero parodia el ambiente que lo hizo posible. Algunos críticos han cometido el error de confundir el cinismo de la voz narrativa con las convicciones del propio Rezzori. Nada más falso. De manera lúcida pone en escena un carnaval de la conciencia. En ese ámbito grotesco prosperó el nazismo. Se trata de un retrato tan corrosivo como los de George Grosz en la pintura expresionista. Alguna vez, Rezzori dijo que, luego de su largo silencio, quiso utilizar el odio como combustible narrativo. Su gozoso sentido de la lengua y de la vida impidió que eso cuajara del todo, pero pasó de ser un eficaz narrador de romances a convertirse en un novelista mayúsculo. Edipo en Stalingrado es un excepcional rito de paso. Conoces la novela mejor que nadie porque la tradujiste. La voz de Rezzori cambió para siempre en ese libro. ¿No lo crees?
José Aníbal Campos
Lo que señalas es de gran importancia: Edipo en Stalingrado es la obra que marca, ciertamente, un cambio de estilo, o digamos más bien que es la novela que introduce la experimentación con otros estilos. Entre otras cosas, es un popurrí de estilos, un alarde de virtuosismo narrativo. En el ámbito del contenido, si en la admirable Memorias de un antisemita Rezzori, con su ironía característica, recordaba que el antisemitismo no era un fenómeno exclusivo del nazismo, sino que había existido siempre un antisemitismo subliminal, de baja intensidad, que entonces parecía haber desaparecido después de la guerra en el discurso público (como si se tratase de un prejuicio que pudiera borrarse con la desaparición del nazismo o con la obtención de uno de los llamados Persilscheine –los certificados de desnazificación–), en Edipo en Stalingrado Rezzori alude constantemente a ese lenguaje militarista, autoritario, que estaba presente en el habla cotidiana de los alemanes y del que los nazis hicieron un uso exacerbado. Y ello lleva a su autor a hacer un análisis (tan hilarante como furibundo a veces) de toda una mentalidad: una mentalidad escindida entre la grandilocuencia de un pensamiento excesivamente abstracto y una absoluta inmadurez vital, entre el idealismo hegeliano y el alejamiento de la vida concreta. En una carta al editor de la novela, Heinrich Maria Ledig-Rowohlt, George Grosz celebraba la bocanada de aire fresco de la novela de Rezzori entre los libros que se publicaban por esa fecha en la “patria de la seriedad brutal”. La propia biografía del protagonista es el mejor ejemplo de esa escisión que Rezzori ridiculiza: su desarrollo vital viene condicionado por las dos fuerzas que tiran de él en su herencia: el autoritarismo prusiano del padre y el filisteísmo romántico de la madre, la vara del capataz y las melifluas notas de Sinding, con su pieza Murmullos de primavera; la fe ciega en la disciplina y el trabajo eficiente y la ensoñadora (o sonámbula) visión del mundo de la madre, con su manera de introducir al hijo en cuestiones de sexo a través de sus (desternillantes) disquisiciones sobre el mundo de las abejas y de la polinización. Edipo… es precisamente lo contrario de una frivolización del nazismo, como quiso dejar entrever, en una furibunda crítica, Vizinczey. Como he dicho en la nota preliminar a la traducción publicada por Sexto Piso, creo que Rezzori, echando mano de los recursos de la novela, hace lo que Victor Klemperer consiguió en su magnífico ensayo filológico lti: La lengua del Tercer Reich, una disección del lenguaje que estaba presente en el habla cotidiana de los alemanes y que los nazis tergiversaron y manipularon con fines políticos e ideológicos. Por otra parte, en La muerte de mi hermano Abel, Rezzori, que incluye en el libro algunos de sus apuntes tomados durante los procesos de Núremberg, en los que actuó como reportero, se adelanta al concepto de Hannah Arendt de la “banalización del mal” en la medida en que critica la demonización de los capitostes nazis como la forma menos eficaz, a largo plazo, de ir al fondo de la cuestión de la barbarie nacionalsocialista. Retomando la afirmación de Enzensberger, yo diría que quizás los escombros de la Trümmerliteratur habría que ir a buscarlos en el Edipo… de Rezzori. Esta novela “nacida del odio”, según el propio autor, es como una granada lanzada no solo a la mentalidad alemana, sino también a buena parte de la literatura de la posguerra, que se movía entre la militancia feroz o las elusivas salmodias del mea culpa. Yo sigo viendo un paralelismo entre el lenguaje dinamitado de un Paul Celan, por ejemplo (otro hijo de la Bucovina), y esa fragmentación estilística y del lenguaje con la que Rezzori pone al descubierto algunos aspectos de la mentalidad alemana que, en cierto modo, facilitaron el triunfo del nazismo. Con el Edipo…, “toda esa grandiosa seriedad bestial” (la de Alemania), continúa diciendo Grosz en su carta sobre la novela, “guarnecida de metafísica y erguida (como para un desfile militar) tras los acantilados de mármol, se vuelve de repente dudosa”.
Juan Villoro
En las Murmuraciones de un viejo, que tradujiste para este número de Letras Libres, hay una nueva sensación de pérdida: con la vejez, el cuerpo se convierte en una patria abandonada. Lo significativo es que, de nuevo, Rezzori aborda el tema con una desafiante ironía. Al leerlo recordé una escena contada por Claudio Magris. Fue con Rezzori al espectáculo del cómico Charlie Rivel, que tenía 83 años. Rivel cantaba canciones disparatadas y descubría que las partituras estaban de cabeza en el atril. Su virtuosismo se basaba en la torpeza para cantar y tocar, que aumentaba minuto a minuto. Rezzori se limitó a decir: “senilidad”. A Magris le pareció el resumen perfecto de la noche: “Era una senilidad que se desafiaba a sí misma […] La risa transforma la derrota en victoria, descubre, en las fases de la partida irremediable, momentos amables y gozosos.” La vida y la historia se convierten con frecuencia en un naufragio; sin embargo, como Rivel, Rezzori se atrevió a desafiar el deterioro, entendiéndolo como una posibilidad de la ironía e incluso de la dicha. ~
José Aníbal Campos (La Habana, 1965) es germanista, traductor y ensayista. Desde el año 2007 es el traductor al español de Peter Stamm.