La poesía que la poesía no es

Malacría

Elisa Díaz Castelo

Sexto Piso

Ciudad de México, 2025, 266 pp.

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Una novela en la que dos de los protagonistas son el lenguaje y una feroz perrita salchicha en andadera ya va de gane. Y es que una de las muchas cualidades de Malacría, la primera novela de Elisa Díaz Castelo (Ciudad de México, 1986), es la de fusionar elementos aparentemente irreconciliables con completa naturalidad. Malacría es una novela intimista y también una fantástica, explora los vínculos afectivos pero también la construcción de la propia identidad, deja espacio para la calidez y para la desolación, construye una narración eficaz que no rehúye las rupturas vanguardistas y lo mismo recurre al humor que a la sordidez. Si ya la fusión de aparentes contrarios es interesante, el hecho de que cada uno de ellos no sea solamente una simple etiqueta al uso la dota de mayor complejidad. El lenguaje, por ejemplo, podría haberse contentado con regodearse en ese lirismo discreto cada vez más frecuente en la narrativa contemporánea, pero se aleja de ese facilismo al interrogarse permanentemente a sí mismo, y Valeriana, la perrita salchicha, podría haber sido solo un simpático adorno, pero no lo es gracias a su mal aliento, su carácter odioso y su olfato para buscar a su dueña desaparecida, en este mundo y en otros.

El disparador de la trama –hacia el futuro y hacia el pasado– lo constituye la desaparición de Perla. Célebremente, Ricardo Piglia afirmó que los dos modos básicos de la narración eran la investigación y el viaje, acciones a las que se abocan Ele y Jeni, la hija y la novia de Perla respectivamente, quienes emprenderán su búsqueda. Ambas mujeres irán siguiendo pistas y armando un rompecabezas disperso e incompleto con el fin de averiguar qué pasó con Perla, aunque la figura que reconstruirán con mayor nitidez será la de un pasado que hasta entonces había permanecido oculto y que explica el origen de Perla y por lo tanto de Ele, si es que los traumas y las heridas se heredan de generación en generación, dilema central de Malacría. La investigación las llevará a hacer un breve viaje –al menos en apariencia– de la Ciudad de México al lago de Tequesquitengo, transformado de pronto de un destino de fin de semana a un sitio fantástico en la acepción más fabulosa del término. En este viaje –iniciático y definitivo– encontrarán la resolución al misterio, que lo mismo puede residir en la violencia sufrida por Cecilia –la madre de Perla–, en la existencia de un mundo fantástico idéntico al nuestro salvo en un detalle o en ambos. Será el lector quien decidirá si leer Malacría como una novela intimista y familiar, co- mo una fantástica o como ambas, como es mi caso, bajo el entendido de que la existencia de otros mundos no anula el interior, sino lo potencia, como lo confirma la existencia de la literatura.

Y ya que hablamos del lector, hay que aclarar que Malacría es una novela exigente, no por un oscuro barroquismo sino por lo opuesto: el estilo de Díaz Castelo es hospitalario y claro, de una falsa sencillez que resulta casi traicionera. Hay que leerla con atención, antes que nada, para disfrutar de su prosa, pero también porque cierta información crucial puede pasar desapercibida, oculta tras la metáfora y la elipsis. El lector, al igual que Ele y Jeni, tiene que identificar los indicios, seguir las pistas y confiar en su intuición para, él también, rescatar la trama de los silencios, vacíos y sobreentendidos a los que la habían recluido la genealogía de tres mujeres.

Además, por fortuna, la narración no es lineal, pues aparte de los flashbacks hay rupturas lingüísticas que configuran con mayor exactitud el mundo recreado por Díaz Castelo y también le brindan cierta extrañeza. Me refiero a las listas insertadas sobre algún personaje, como las “Cosas que Ele conoce de corazón” (vale la pena leer en esta misma revista el ensayo de la autora sobre Sei Shōnagon, la creadora de las listas literarias), al cuaderno de la abuela o a los textos en recuadro que describen una escena en primera persona. Pero incluso la narración en tercera persona omnisciente, en apariencia la más tradicional, está atravesada por la extrañeza, por ejemplo, en el español traducido literalmente del inglés con que se expresa Jeni, de origen estadounidense. El cuestionamiento lingüístico es tal que incluso la tercera persona se pone en duda, con una extraña afirmación que se hace al inicio: “En algún punto, Ele perdió a la primera persona, olvidó cómo habitarse y aprendió a verse desde afuera. Se miraba desde otro sitio como quien ve llover. Su cuerpo. Títere de angustia y armazón de manías. Verbo sin sujeto que se viste de negro.” De esta forma, con delicadeza, Díaz Castelo logra dotar de misterio a la transparencia y reivindica la secreta complejidad de las palabras más sencillas.

Parecería que, al tratarse de una novela intimista y fantástica, con una apuesta centrada en el lenguaje, Malacría dejaría fuera toda cuestión social. No es así. La apuesta de Díaz Castelo es decididamente contemporánea, en el sentido de que incluye las principales preocupaciones de su generación: la sororidad, la violencia machista, la salud mental, las familias que se apartan del modelo tradicional, la labor de cuidados, la naturalización de las relaciones homosexuales, el apego con las mascotas y el rescate de los animales maltratados. Estos temas no se tratan con un afán de denuncia ni se reflexiona sobre ellos explícitamente, sino que se presentan como una cuestión dada, concluida. Es natural que una autora comparta el ideario de su tiempo y que su obra lo resuma y lo refuerce, como todas las novelas generacionales –y Malacría aspira a serlo– lo han hecho, de Se está haciendo tarde a Los detectives salvajes. Que el conflicto principal no se centre en uno de estos temas, sino que estos pertenezcan al universo de la obra, podría tomarse como una victoria: ya no es necesario denunciar o reivindicar determinadas luchas, pues –con todas las cuestiones pendientes– estas ya forman parte del sentido común. Más que como un manifiesto generacional, Malacría puede leerse como el asentamiento de una forma de percibir el mundo y como uno de los primeros textos donde una generación, tras el fulgor de la juventud, se resigna a la madurez, al igual que le sucede a Ele.

Porque más allá de este trasfondo generacional, el conflicto de Ele es uno de los más enraizados en la literatura, en especial en la novela de formación, a la que también Malacría pertenece a su manera: el de la revelación de la propia identidad a costa de abandonar y quizás traicionar un pasado. Elisa Díaz Castelo encontró la forma exacta de tratar este viejo conflicto según la trama que plantea, y tan es así que el estilo de la novela –sutil y delicado– se encuentra en las antípodas del de su celebrada poesía. Después de todo, como afirmó Pasolini, “la prosa es la poesía que la poesía no es”, y Díaz Castelo es consciente de que cada historia necesita encontrar su poesía particular, en el género y el mundo que sea. ~


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