Judaísmo trasatlántico

Feldman, Singer, Ozick y Cozarinsky han retratado la cotidianidad al interior de las comunidades judías en el exilio. Este ensayo explora sus diversos registros.
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El shtetl es el nombre en yidis con el que se conoce a esas arquetípicas aldeas en las que los judíos desterrados se veían obligados a instalarse en Polonia y otras regiones de Europa huyendo de los pogromos para poder practicar su religión y hablar libremente su lengua materna o mameloshn, el yidis. Actualmente, los shtetls son un lugar de alta carga simbólica para los judíos descendientes de familias askenazíes, pues representan un mundo irremediablemente perdido que se ha convertido en símbolo de una comunidad de apoyo autosuficiente y utópicamente anclada en el tiempo.

Debido a la ocupación alemana de Polonia en 1939 y al régimen nazi, en cuyos campos de concentración perecería el noventa por ciento de los judíos polacos, ocurrieron nuevas diásporas, esta vez al continente americano, procedentes no solo de Polonia sino de Hungría, Alemania y otros países de Europa Central y del Este. Fruto de esta huida –y de las anteriores a finales del siglo XIX y principios del XX– fue la creación de nuevas comunidades, en algunos casos muy herméticas, que intentaban imitar la vida en el shtetl.

Se ha producido abundante literatura acerca de estas comunidades judías, ya sea para recrear su memoria europea o para narrar su reconstrucción en los países de acogida. El relato que recientemente ha generado mayor interés internacional, en parte gracias a que Netflix lo convirtió en miniserie, es el libro de memorias Unorthodox, escrito por Deborah Feldman. Publicado en castellano en 2020 tras el éxito de la versión audiovisual, la narración se basa en la vida real de la germanoestadounidense de ascendencia húngara Deborah Feldman, que creció en la comunidad ultraortodoxa satsar de Williamsburg, en la Nueva York de finales del siglo XX y principios del XXI. Algunos lectoespectadores –me parece pertinente emplear aquí este término acuñado por Vicente Luis Mora– quizá consideren que, tras exponerse a las andanzas audiovisuales de la protagonista en Netflix, la lectura de esta memoir poco les va a aportar, pero se llevarían una grata sorpresa al acercarse a la escritura altamente sensorial y precisa mediante la cual Feldman documenta su educación represiva y sus constantes deseos de libertad.

Entre los predecesores de Feldman, que recrearon también literariamente la vida de las comunidades judías askenazíes en Estados Unidos, tenemos a la nonagenaria Cynthia Ozick, nacida en 1928 en Nueva York de padres rusos. Desde el Bronx de su infancia se ha convertido en la gran narradora y ensayista de la identidad judía en el país norteamericano, con libros como la colección de ensayos Metáfora y memoria y sus Cuentos reunidos.

En un registro más tragicómico escribe Daniel Fuchs, quien de hecho acabaría convirtiéndose en guionista de Hollywood. Su novela Tributo a Blenholt forma parte de su trilogía de novelas sobre Brooklyn. Fuchs nos habla de otra comunidad judía también de Williamsburg, pero en esta ocasión escribe sobre (y durante) los años treinta del siglo XX, cuando el Holocausto afortunadamente aún no había marcado las vidas de sus habitantes. En tono de comedia teatral, Fuchs ilustra la cotidianidad de un vecindario cuyo día a día, en plena Gran Depresión, implica una lucha por la supervivencia y cuyo ambiente nada tiene que ver con el del Williamsburg actual, donde el precio de un departamento ronda el millón de dólares. Los personajes de Fuchs no vivían en un entorno de ortodoxia religiosa, a juzgar por la fascinación que ejercían estrellas de Hollywood como Joan Crawford en Ruth, la mujer del protagonista de la novela, un antihéroe llamado Max Balkan cuya mente está siempre urdiendo planes fallidos para convertirse en millonario.

Los libros recién mencionados, si bien están es- critos en inglés, están trufados de términos en yidis como kvetch (quejica) o schlemiel (torpe), que muestran que estos inmigrantes de primera o segunda generación no habían perdido totalmente la conexión con su lengua y cultura.

También en Latinoamérica recalaron numerosas familias judías del Este de Europa. De hecho, Buenos Aires se convirtió en uno de los centros mundiales más importantes del teatro en yidis, junto con Nueva York, en las primeras décadas del siglo XX. Esta época y su particular atmósfera las rememora el escritor argentino Edgardo Cozarinsky en su novela El rufián moldavo. En ella se comen unas gachas de tradición rusa llamadas kasha y los carteles de teatros, como el Excelsior o el Ombú, figuran escritos tanto en caracteres latinos como hebreos.

La novela más reciente acerca de los judíos askenazíes en Argentina acaba de publicarse en castellano el pasado mes de junio. Se titula El gueto interior y su autor es Santiago H. Amigorena. Escrita originalmente en francés, la novela ha sido finalista del premio Goncourt y de otros dos premios literarios franceses. La traducción de Martín Caparrós, primo del autor, es la idónea para que el texto conserve íntegramente su argentinidad. Como material memorístico, Amigorena se sirve de las cartas escritas por su bisabuela Gustawa Goldwag desde el gueto de Varsovia a su hijo Vicente Rosenberg, abuelo del autor. Caparrós, en una nota inicial, deja ver su fuerte vínculo con el texto que va a traducir y resume en estos términos lo que podría ser el relato de cualquier judío latinoamericano: “Es una historia casi argentina, casi polaca, desplazada. Mi primo Santiago la cuenta en francés, como nuestra tía Viqui la contó en inglés y yo en castellano: somos el resultado de esa dispersión que unos llamaron diáspora.”

Por último, y para seguir viajando hacia atrás en el tiempo, acudamos a las memorias de Israel Yehoshua Singer, el escritor polacoestadounidense que tuvo la mala suerte de ser hermano del premio nobel Isaac Bashevis Singer, hecho que opacó en cierta medida su fama. Sus memorias, escritas en yidis originalmente y tituladas con acierto De un mundo que ya no está, se editaron durante su exilio en Estados Unidos. Singer pretendía escribir tres volúmenes con sus vivencias en Europa y América, pero su muerte prematura de un infarto a los cincuenta años en Nueva York dejó a sus lectores huérfanos; solamente alcanzó a publicar póstumamente los veintidós primeros capítulos, que abarcan desde su nacimiento hasta los trece años de edad y cuyo escenario es el shtetl de Lentshin, junto a Varsovia.

Algo que sorprenderá a quienes no estén familiarizados con la vida en las aldeas judías es la heterogeneidad de sus habitantes. Singer nos da a conocer tanto al rico del lugar –el maderero reb Yehoshe– como a los más humildes, en su mayoría zapateros y artesanos. El autor también capta al detalle las profundas diferencias en el modo de vivir la religión que se hallaban incluso dentro de su propia familia.

Estas memorias, como las demás obras de Israel Yehoshua, fueron un éxito entre el público de su época que seguía leyendo en yidis en Estados Unidos, pues fue en 1946 cuando su libro vio la luz en la editorial neoyorquina Forlag Matones, centrada en dar a la imprenta textos en la lengua judeoalemana. De un mundo que ya no está fue traducida al inglés en 1970 por Joseph Singer, hijo del autor, y en 2020 ha sido vertida al castellano por los traductores Rhoda Henelde y Jacob Abecasís, cuya labor se centra en dar a conocer la literatura escrita en yidis a los lectores hispanohablantes. ~

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