En los últimos años la ficcionalización del yo ha gozado de un momento especial entre los escritores jóvenes mexicanos, no en balde he comentado varios de sus libros en este espacio. Sin embargo, mientras más títulos de autoficción aparecen, se vuelve más difícil escribir sobre ellos. La razón es que la confesión personal puede rebasar el deseo de narrar y el lector no termina por tener claro hacia dónde quiere llegar el autor. En No hay nadie en casa, primer libro de Isabel Díaz Alanís (Monterrey, 1988), la pérdida de rumbo opera a diferentes niveles.
Ganadora del premio Casa Octavia-Dharma Books 2021, esta crónica personal se centra en los viajes que la autora hizo mientras estudiaba el doctorado en letras hispanas en la Universidad de Pensilvania. Con veinticinco años de edad y un futuro promisorio, Isabel decide estudiar el doctorado en el extranjero para no quedarse atrás de sus excompañeros de la licenciatura y no terminar dando clases de español en preparatoria. La autoexigencia, las expectativas propias y de terceros, el miedo a no ser suficiente y el terror al fracaso alimentan la ansiedad de la aspirante a investigadora, quien se autoimpone leer el mayor número de libros de los cincuenta sobre los que será cuestionada en su examen oral de doctorado antes de visitar a su familia en México. Por supuesto, su misión de lectura fracasa y unas horas antes de presentar el examen se arrepiente de no haberse preparado mejor para la prueba de fuego que determinará si tiene lo que se necesita para seguir en la academia o no.
La tentación de caer en el onanismo al escribir novela de no ficción siempre está presente, el problema surge cuando no hay una experiencia universal que los lectores reconozcan o que les permita identificarse por tratarse solamente de un cúmulo de vivencias y sensaciones íntimas que no llevan a nada. En No hay nadie en casa esto no sucede. Pese a que todo lo que relata Díaz Alanís es muy personal, los lectores y, sobre todo, los jóvenes que buscan ganarse un lugar en la academia o que estudiaron humanidades pueden comprender las sensaciones de insatisfacción que describe. Víctima del síndrome de la impostora, Isabel constantemente se pregunta si está en el lugar correcto. Ante la precariedad laboral que enfrenta, recuerda: “Esto no es un trabajo, es una vocación, te repites, una aventura, te recuerdas, una identidad.” La academia que retrata Díaz Alanís no es el lugar que recibe con los brazos abiertos a los jóvenes con ideas brillantes, sino un sitio donde constantemente se es cuestionado y donde hay que demostrar que se sabe. Solo algunos poseen la fortaleza emocional e intelectual para salir victoriosos. Isabel no lo logró a la primera. Poco después de su viaje a México, reprobó el examen oral y ese “fracaso”, por más nimio que se percibe desde el exterior, se vuelve una pesada carga. “Soy consciente de lo microscópico de mi dolor en la gran escala humana, pero no puedo soltarlo. Algo de mí se acabó ese día.”
Para superar la pérdida y tratar de darle rumbo a su vida, en el verano de 2016 Isabel viaja a Madrid, Bucarest, Estambul y Roma. A través de su mirada, los lectores nos fascinamos con la arquitectura de Bucarest, conocemos la vida nocturna de Estambul y la acompañamos en su despedida de la religión católica en el Vaticano. Esos viajes funcionan como un respiro dentro de la presión que siente la protagonista por hacer y ser algo. Pero también son un escape de la realidad, misma que la espera en Filadelfia, en la mesa de la cocina, para ser más precisos.
Díaz Alanís empieza su relato describiendo que antes de salir hacia Madrid olvidó un durazno en la cocina, en pleno verano, lo cual significa que, además de la putrefacción, a su regreso la podrían recibir todo tipo de pestes. El durazno, motivo que aparece en la bella portada de esta edición, se vuelve una idea obsesiva para la protagonista. Sin embargo, este elemento inquietante empieza a perder peso a lo largo del libro. Los escenarios catastróficos que la autora construye en su mente, y que ella misma reconoce como exageraciones, carecen de relevancia al final, cuando ella y los lectores descubrimos que no pasó nada con la fruta. El durazno no deja de ser una metáfora de aquellas cosas pequeñas e insignificantes que nos carcomen y nos quitan el sueño, pero que al final no tienen ninguna repercusión en nuestras vidas.
Aunque en un momento la protagonista reconoce que le cuesta abrirse con los extraños, la vulnerabilidad de sus confesiones está presente todo el tiempo. Y ese mismo reconocimiento y la aceptación de los pequeños dolores que dan forma a su vida provocan que el lector acepte que no es necesario que una gran tragedia ocurra o saber absolutamente todo para atreverse a escribir. La escritura, como confiesa la autora, puede ser también un ejercicio de memoria, una manera de salvar del olvido episodios dolorosos para uno y darle orden a la vida. “Voy a contracorriente de mi memoria. Escribo para recuperar una voz que creía perdida y para eso necesito dudar de mi narrativa, palpar el recuerdo como fruta para conocer su estado.”
El recuento de Díaz Alanís no es cronológico, entre las idas y vueltas de la autora en diferentes ciudades del mundo, el lector se puede desorientar. Pero, como comentaba antes, en el viaje que hace la autora al interior de sí misma el norte se escabulle de diferentes maneras. Quizá varios lectores le recriminen no conocer el propósito de su trayecto. En lo personal, aprecio que se haya arriesgado a eliminar el halo de beatificación que rodea a las carreras de letras y haya expuesto su lado más vulnerable sin otro sentido más que el de crear por el gusto de hacerlo, sin buscar cumplir expectativas ajenas. ~
estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana, es editora y swiftie.