La ceremonia del respeto

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Los recientes amagos de discusión sobre asuntos tales como la justicia de la conquista de América, la hispanidad, el valor de las civilizaciones precolombinas, la petición de perdón y otros tienen el defecto de plantear la cuestión indígena en unos términos triviales y políticamente instrumentales. Los arrogantes e ignorantes –lo uno por lo otro– exabruptos de la extrema derecha española han recuperado brevemente la retórica imperial del franquismo. Pero las opiniones opuestas frecuentemente plantean la cuestión en unos términos no muy distintos. Funcionan, por así decir, como las dos caras de la misma moneda y se requieren mutuamente para poder ganar sentido.

Lo que se pierde de vista es la inmensa y espantosa violencia ejercida sobre las poblaciones indígenas americanas como un hecho general consecuencia de la dominación europea. Esta violencia no es el resultado exclusivo de una institución, un país, un periodo particular, ni tampoco ha sido infligida a un pueblo o una civilización en concreto. Es por el contrario una lógica de opresión política, destrucción cultural y exterminio físico sistemáticos de las poblaciones amerindias desde 1492 hasta el presente, desde Alaska a Tierra de Fuego. Y esto incluye tanto a los antiguos imperios coloniales como a las actuales repúblicas surgidas de la Independencia.

En estos días se lee en la prensa sobre “los excesos de la conquista”. ¿Los excesos? Es como hablar de los excesos de la Shoah. Pues de eso se trata en definitiva, seguramente del mayor genocidio, o sucesión de genocidios, de la historia humana. Si perdemos la perspectiva de la magnitud, intensidad y naturaleza de esta tragedia se corre el riesgo de que fragmentos de ella sean utilizados como tácticas políticas particulares e inmediatas.

Por eso es una contradicción que sean jefes de Estado o representantes de máximas instituciones nacionales quienes exijan a otros pedir perdón. Tales funcionarios, en tanto que funcionarios, no son las víctimas “indígenas” ni pueden hablar en nombre de ellas. Por el contrario, forman parte del conjunto de responsabilidad europeo: de su aparato político-administrativo y de su ideología. Las exigencias de perdón son un modo de expedir al pasado y a lugares distantes esa responsabilidad compartida. Especialmente cuando la exigencia se refiere a civilizaciones americanas del momento de la llegada europea y, por tanto, se desentiende del tratamiento reciente o actual de las poblaciones indígenas. Desde el punto de vista de la conciencia, es como derribar y patear una estatua de Cristóbal Colón: una catarsis momentánea que libra a la imaginación de mayor responsabilidad por el procedimiento de redirigirla hacia un personaje del pasado remoto que nada tiene que ver con nosotros (o eso creemos).

En una perspectiva indígena, sin embargo, la distinción entre “nosotros” y “ellos” se distribuye de un modo diferente, y no cabe duda de que los funcionarios forman parte del mundo europeo. Por ejemplo, los tzeltales de Chiapas distinguen el “nosotros” indígena y campesino (compuesto de hecho por una diversidad de pueblos y gentes) de los kaxlanetik, es decir, los “castellanos”. Los castellanos desde luego son históricamente las gentes del Reino de Castilla. Pero para los actuales tzeltales han pasado a designar fundamentalmente los hablantes de español, los mexicanos urbanos, los extranjeros y, por antonomasia, la figura de los funcionarios del gobierno y sus instituciones (lo que suelen llamar “los gobiernos”).

Por otra parte, es revelador que las actuales poblaciones amerindias muestren, comparativamente hablando, tan poco entusiasmo por esta retórica de petición de perdón. Los indígenas del Canadá o los aborígenes australianos han aceptado, pero no se han regocijado por las declaraciones de culpa de sus respectivos gobiernos nacionales; su actitud es más bien la de una distancia escéptica. Tampoco las poblaciones indígenas de América Latina, hablando de forma general, han insistido en esta exigencia a sus gobiernos, y menos a una lejana Roma o una extinta monarquía hispánica. Es posible que su propia experiencia histórica les haya enseñado a desconfiar de estas grandes narrativas morales europeas. Más que por el pasado, los indígenas se muestran especialmente preocupados por el futuro, su futuro, y –lo que resulta aún más llamativo– el futuro de la humanidad en su conjunto.

De modo que, en lugar de ceder a la retórica cristiana de la culpa y el perdón, o a la historia nacionalista del agravio, las poblaciones indígenas tienden a dirigir su atención y energía a las condiciones actuales y futuras de vida. Problemas concretos, casos cercanos: construcción de presas, extracción minera, aerogeneradores de energía, tala de bosques, trabajos extenuantes, salarios de hambre y un tristemente largo etcétera. Es precisamente esa realidad política cotidiana la que ocultan los grandes gestos indigenistas. Y cuanto peor se vuelve la vida indígena, más se intensifican los gestos y más grandilocuente se vuelve la retórica.

Erigir un monumento a “la mujer indígena” (siempre en singular, siempre unánime) posee el mismo sentido o sinsentido que levantar un monumento a “la madre”. No está dirigido a nadie en concreto y para nada en particular, excepto quizás a exaltar el sufrimiento y el estoicismo como virtud. Es una abstracción que no compromete a nada. En lugar de una celebración sin consecuencias ¿no sería preferible exigir consecuencia en los hechos? Un monumento así, se dice, tiene la función de “dar voz” a la mujer indígena. Pero no da voz a las jornaleras mixtecas que trabajan en los campos de Sinaloa o, para el caso, a las “marías” mazahuas que pedirán limosna en el semáforo de ese mismo monumento.

La instrumentalización indigenista convierte a las poblaciones indígenas en convidados de piedra. Culturas extraordinariamente diversas y complejas quedan reducidas a una categoría genérica y unificada susceptible de ser empleada en beneficio de cualquier causa o maniobra política. Movilizada en escenarios estereotipados donde unos supuestos representantes indígenas se limitan esencialmente a entregar su supuesta autoridad a los funcionarios de gobierno y de paso realizan algún acto folklórico –un folklore también genérico, impostado, de mal gusto– como una “limpia” al magistrado de turno. Lo que delata esa utilización ilegítima es una falta de respeto.

Josep Maria Fradera ha dicho que la retórica del perdón solo tiene sentido cuando se refiere a realidades inmediatas, reconocibles, que se prolongan hasta el presente, y que puedan tener además una efecto jurídico-penal. Probablemente tiene razón. Pero me parece que hay algo más implicado aquí. La idea de culpa y perdón responde a un esquema cristiano de confesión, que proporciona consuelo y satisfacción, y de paso cancela diestramente la cuestión de la responsabilidad. La asunción de culpa está dirigida a exonerar al culpable mediante el perdón. (Quizá no sea casual que el primero en pedir perdón a los indígenas de Canadá fuera el Consejo General de Iglesias del país, como tampoco que se produzca en países mayoritariamente protestantes donde el sentimiento de culpa es más severo.) Lo que necesitamos, pues, no son peticiones de perdón, o al menos eso no es esencial. Lo esencial es el reconocimiento de las obligaciones contraídas con las poblaciones amerindias. Y saber que esas obligaciones implican una relación distinta sobre bases también nuevas con los actuales indígenas del continente.

El término clave de esa nueva relación es “respeto”. En numerosas lenguas indígenas americanas la expresión para designar una relación adecuada y recíproca es traducida al español por los mismos indígenas como “respeto”. Las reivindicaciones indígenas a lo largo de América Latina están consteladas por esa palabra: “queremos respeto”, “que nos respeten los gobiernos”, “respeto para nuestros derechos, para la selva, la tierra, la lengua…”. En lengua tzeltal la expresión es ich’el ta muk’, recibir algo con grandeza, agrado y mutuamente, como se recibe un esposo o esposa. El respeto, pues, no es una cualidad dada de antemano, sino que debe construirse en la misma relación. Como dice la famosa canción de Aretha Franklin: “R-E-S-P-E-C-T. Find out what it means to me…”

Si el perdón es la negación de la reciprocidad, esto es, la renuncia a cobrarse una deuda o un agravio, el respeto es justamente la afirmación de la reciprocidad y la colaboración como condición necesaria de toda relación justa. Los gobiernos piden perdón, piden que se pida perdón o se niegan a pedir perdón, pero me parece que lo que los indígenas están esperando es algo distinto. La obligación mínima con estas poblaciones que han padecido despojo, sometimiento, destrucción cultural, desprecio y vergüenza, y pese a ello han sido capaces de reinventarse una y otra vez, es procurar respeto. ~

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